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lunes, 5 de febrero de 2024

SUS CONFESIONES Lawrence Block

 


 

Por la mañana, Warren Cuttleton salió de su cuarto amueblado en la calle 83 Oeste, y se fue caminando a Broadway. Era un día claro, soplaba un aire fresco, pero no helado, y el sol brillaba, aunque sin cegar. En la esquina, le compró el Daily Mirror al quiosquero ciego, que le vendía el periódico todos los días y que, al contrario de lo que reza el estereotipo, no le reconocía ni por la voz ni por sus pisadas. Se llevó el diario a la cafetería donde desayunaba habitualmente y lo mantuvo doblado con cuidado bajo el brazo mientras pedía un bollo y un café. Se sentó solo en una mesa pequeña, y se dispuso a tomarse el dulce y la bebida oscura y caliente mientras leía el Daily Mirror de cabo a rabo.

Cuando llegó a la página tres, dejó el bollo e hizo a un lado la taza de café. Le había llamado la atención la historia de una mujer, asesinada la noche anterior en Central Park. La víctima, llamada Margaret Waldek, trabajaba de enfermera en el hospital de la Quinta Avenida. A medianoche terminó su turno; de regreso a casa, cuando atravesaba el parque, alguien se le echó encima, la violó y la apuñaló repetidamente en el pecho y en el abdomen. Los detalles estaban descritos con una minuciosidad morbosa, e iban acompañados de una fotografía de Margaret Waldek de bastante mal gusto. Warren terminó de leer el artículo y miró la desagradable fotografía.

¡Y recordó!

La memoria se le despertó de golpe. Un paseo por el parque. La brisa nocturna. Una navaja grande y fría en una mano. El mango del arma blanca que se había vuelto resbaladizo por culpa del sudor de la palma y de los dedos. La espera, solo en el frío. Unos pasos, más cerca, su propio movimiento abandonando el camino y metiéndose entre las sombras.

Y la mujer. Unido a la furia horrible del ataque, al miedo y al dolor en el rostro de la mujer, los gritos de ella ensordeciéndole. Y la navaja, arriba y abajo, subiendo y descendiendo con fuerza. Los alaridos creciendo, hasta convertirse en agónicos y, de pronto, parándose abruptamente. La sangre…

Warren Cuttleton se mareó. Luego examinó su mano, esperando ver el filo de una navaja brillando en la palma. En su lugar, sostenía un bollito a medio acabar. Lo soltó. El trozo de dulce cayó sobre el mantel. Y él creyó que iba a vomitar.

-¡Dios mío! -musitó en voz muy baja.

Nadie pareció oírle. Le invocó otra vez, en un tono algo más alto; y después encendió un cigarrillo con manos temblorosas. No supo apagar la cerilla, de tan débiles, y mal dirigidos, que eran sus soplidos. La tiró al suelo y lo hizo con la suela del zapato. Respiró hondo.

Había matado a una mujer. A alguien que ni conocía, ni había visto antes. Lo que él era lo decían bien claro los titulares… ¡Un asesino, un criminal, un sádico! Constituía una amenaza para la ciudad, y la policía le encontraría y le haría confesar; más tarde, habría un juicio, una condena y una apelación; y un rechazo de este recurso legal; mientras tanto, él permanecería en una celda pequeña, donde acabaría por salir a dar un paseo largo, que le llevaría a sufrir una sacudida eléctrica. Entonces, afortunadamente, caería en la nada absoluta.

Cerró los ojos. Apretó los puños y se los llevó contra las sienes. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué andaba mal en su cabeza? ¿Por qué, por qué él había matado?

¿Cómo alguien era capaz de quitar la vida a otra persona?

Se quedó sentado a la mesa hasta que se fumó tres cigarrillos, encendiendo cada uno con la colilla del anterior. Cuando terminó el último, se levantó de la mesa y fue al teléfono. Echó unos centavos y marcó un número. Después esperó hasta que alguien contestase a su llamada.

-Soy Cuttleton -dijo-. No me esperen hoy. Me encuentro mal.

Una de las chicas de la oficina había atendido el teléfono. Le contestó que lo sentía mucho y que esperaba que se mejorara. Él le dio las gracias y colgó.

¡Que se encontraba mal! Nunca se había ausentado por enfermedad durante los veintitrés años que llevaba trabajando en la Compañía Bardell, salvo dos veces que sufrió una fiebre muy alta. Le creerían, claro está. Porque no mentía, ni engañaba a sus superiores, y ellos lo sabían. Sin embargo, le molestó hacerlo en aquella ocasión.

Realmente, no había dicho una mentira, ya que no se sentía bien. En el camino de vuelta a su habitación, compró el Daily News, el Herald Tribune y el Times. No le dijo nada nuevo el primer periódico, ya que publicaba también la historia del crimen en la página tres, pero tanto lo que contaba así como la fotografía era similar a lo del Daily Mirror. Resultó más difícil encontrar la historia en los otros dos, pues lo habían publicado en la segunda sección, como si se tratara de algo trivial. Esto no le cupo en la cabeza.

Por la tarde, compró el Journal American, el World Telegram y el Post. Este último incluía una entrevista con la hermanastra de Margaret Waldek, una cosa tristísima. Warren Cuttleton lloró amargamente mientras la leía, derramando una cantidad igual de lágrimas por la víctima que por sí mismo.

A las siete en punto, se dijo que la suerte estaba echada. Había matado, y como respuesta le iban a ejecutar.

A las nueve en punto, creyó que jamás le descubrirían. Releyó los diarios, y se dio cuenta de que la policía no contaba con ninguna prueba substancial. No se decía nada de huellas dactilares pero, de todos modos, él sabía que las suyas no estaban en ningún archivo. Nunca se las habían tomado así que, a menos que alguien le hubiera visto, la policía jamás hallaría la forma de conectarle con el crimen. Y él no recordaba que le hubieran visto.

Se fue a la cama a medianoche. Durmió poco y mal, reviviendo cada uno de los horrorosos detalles de la noche anterior… las pisadas, el ataque, la navaja, la sangre, y su huida del parque. Se despertó por última vez a las siete, sobresaltado en el momento más cruel de la pesadilla, chorreando de sudor…

No había escapatoria si iba a soñar esas cosas una noche tras otra… ¡sin remedio! Jamás se había considerado un psicópata; el bien y el mal resultaban conceptos que le importaban, y mucho. Redimirse, abrazado a una silla eléctrica, le pareció el menos terrible de los castigos posibles. Ya no deseaba esquivar a la Justicia, sino que ésta le echara mano, para que, al castigarle por el asesinato, le librara del mismo.

Salió y compró un periódico. No se había producido ningún progreso en la investigación. Leyó una entrevista en el Mirror con la sobrinita de Margaret Waldek, y lloró de nuevo.

Warren Cuttleton nunca había estado antes en una comisaría. Se hallaba sólo a unas cuantas manzanas de la pensión donde vivía pero jamás había pasado por allí, conque tuvo que buscar la dirección en la guía telefónica. Al llegar, se puso a mirar a su alrededor en busca de alguien que pareciese investido de la suficiente autoridad. Al final, se dirigió al sargento de guardia y le explicó que deseaba hablar con un agente en relación con el caso Waldek.

-Waldek… -intentó recordar el sargento de guardia.

-La mujer del parque.

-¡Ah! ¿Tiene información?

-Sí -respondió el señor Cuttleton.

Después esperó en un banco de madera mientras el suboficial preguntaba arriba quién estaba a cargo del caso Waldek. Luego, bajó y le dijo que fuese a la primera planta a ver al sargento Rooker. Y así lo hizo.

Rooker era un joven de rostro meditativo. Le respondió que sí, que se hallaba a cargo del caso Waldek y que, para empezar, ¿podría decirle su nombre, su dirección y otros detalles?

Warren Cuttleton le dio todos los datos que le pidió. Rooker los anotó con un bolígrafo en una hoja amarilla. Luego, le miró, apartando la vista del papel, mostrándose solícito.

-Muy bien, esto ya está -señaló-. Ahora, ¿qué es lo que trae para nosotros?

-Me traigo a mí mismo -respondió el señor Cuttleton.

Y, como el sargento Rooker frunciese el ceño con curiosidad, explicó-: Fui yo. ¡He matado a esa mujer, a Margaret Waldek! Yo lo hice.

Seguidamente el sargento Rooker y un segundo policía se lo llevaron a otro cuarto, y le hicieron un montón de preguntas. Lo explicó todo exactamente como lo recordaba, desde el principio al final. Les contó la historia, intentando no sucumbir al horror de las partes más desagradables. Sólo se derrumbó en dos ocasiones. No es que llorara pero el pecho se le inundaba y la garganta se le cerraba, por culpa de la angustia, y le era imposible continuar. Preguntas…

-¿Cómo consiguió la navaja?

-En una tienda de artículos rebajados y usados.

-¿Dónde?

-En la avenida de Columbus.

-¿Recuerda la tienda?

Warren Cuttleton se acordaba del dependiente, también de un representante, y hasta de haber pagado por la navaja; y de lo que hizo al llevársela. Sin embargo, no supo dar el nombre de la tienda.

-¿Por qué la mató?

-No lo sé.

-¿Y por qué eligió a Margaret Waldek?

-Supongo que porque fue ella la que… pasó por allí.

-¿Por qué la atacó?

-Tenía que hacerlo. Algo… algo me poseyó, una necesidad que no entendí entonces, ni entiendo ahora, una sensación apremiante. ¡Simplemente, debía hacerlo!

-¿Por qué la mató?

-No lo sé. La maté… la navaja… subiendo y bajando… Por eso compré la navaja, para asesinarla.

-¿Lo planeó usted?

-Quizá… de una manera vaga.

-¿Dónde está la navaja?

-No la tengo. La tiré por una alcantarilla.

-¿Qué alcantarilla?

-No me acuerdo. En alguna parte.

Se llenó la ropa de sangre. Eso es seguro, porque ella se desangró. ¿Tiene las ropas en casa?

-Me deshice de ellas.

-¿Cómo? ¿En otra alcantarilla?

-Oye, Ray, uno no le aplica el tercer grado a un tipo cuando éste se halla a punto de confesar de motu propio.

-Perdone, Cuttleton, ¿ha escondido las ropas cerca de su casa?

Algo le vino a la memoria, pero muy confuso, una cuestión relacionada con el fuego.

-Un incinerador -dijo.

-¿El incinerador de su edificio?

-No, de algún otro. En el mío no tenemos. Fui a casa y me cambié de ropa, de eso sí que me acuerdo; luego, la metí en una bolsa, me fui corriendo a otro edificio, la eché en el incinerador y regresé a toda prisa a mi habitación. Me lavé. Tenía las uñas llenas de sangre, eso también lo recuerdo.

Le hicieron quitarse la camisa. Le miraron los brazos, el pecho, la cara y el cuello.

-Ni una herida -dijo el sargento Rooker-. Ni una sola marca. Y a ella le hemos encontrado restos en las uñas, porque arañó al asesino.

-Ray, quizá se arañó a sí misma.

-      ¡Mm! O puede que a él le cicatricen enseguida las heridas, ¿no? Vamos, Cuttleton, esto no tiene pies ni cabeza.

Fueron a otra habitación, le tomaron las huellas dactilares y le catalogaron como sospechoso de asesinato. El sargento Rooker le dijo que podía llamar a un abogado si lo deseaba. Él le respondió que no conocía a ninguno. Una vez fue a ver a un notario, para que le arreglase unos papeles, hacía mucho tiempo, pero su nombre se le había olvidado.

Le llevaron a una celda. Entró allí y le encerraron con llave. Se sentó en una banqueta y fumó un cigarrillo. Por primera vez, en casi veintisiete horas, no le temblaban las manos.

Cuatro horas después, el sargento Rooker y otro policía entraron en su celda. El primero dijo:

-Usted no mató a esa mujer, señor Cuttleton. Ahora bien, ¿por qué nos ha dicho que sí?

Él, desesperado, les miró fijamente a los ojos.

-En primer lugar, usted tenía una coartada y no nos dijo nada al respecto. Fue a un cine de sesión continua que hay a dos manzanas de su casa. Lo sabemos porque el taquillero le reconoció al ver una fotografía que le enseñamos; y ha dicho que usted compró una entrada a las 9,30. También le identificó el acomodador, que recuerda que usted tropezó cuando iba al servicio y él le tuvo que echar una mano; y esto último sucedió pasada la medianoche. Una de las mujeres que viven en el piso de abajo declara que usted fue directamente a su habitación. El individuo que estaba hospedado enfrente asegura que a la una usted ya estaba en su cuarto, que no salió y que apagó las luces unos quince minutos después. Ahora, contéstenos, en nombre del Cielo… ¿Por qué nos ha dicho que había matado a esa mujer?

Era increíble. Warren Cuttleton no se acordaba de ninguna película. No recordaba que hubiera comprado una entrada ni que hubiera tropezado con alguien cuando iba al servicio del cine. Nada de nada. Sólo se veía acechando; luego, el sonido de unas pisadas, el asalto, la navaja y los gritos… la navaja perdida en una alcantarilla y las ropas quemadas en algún incinerador; y, al final, él mismo quitándose las manchas de sangre.

-Más aún. Hemos detenido al presunto asesino, un hombre llamado Alex Kanster, convicto dos veces por asalto frustrado. Fuimos a verle en un registro rutinario, y le encontramos una navaja ensangrentada debajo de la almohada. Tenía el rostro lleno de arañazos, y le apuesto tres contra uno a que a esta hora ya debe haber confesado que fue él quien mató a Margaret Waldek, y no usted. En base a esto… ¿a qué viene toda esta farsa? ¿Por qué ha llegado aquí dispuesto a causarnos problemas? ¿Cómo sigue mintiendo?

-¡Yo les estoy diciendo la verdad! -exclamó el señor Cuttleton, indignado.

Rooker estuvo a punto de decir una inconveniencia, pero se abstuvo. El otro policía dijo:

-Ray, tengo una idea. Que venga alguien que sepa manejar el detector de mentiras.

El señor Cuttleton estaba confuso. Le llevaron a otra habitación y le ataron con unas correas a una máquina muy rara, que tenía un gráfico. Y le hicieron muchas preguntas: ¿Cómo se llamaba? ¿Cuántos años tenía? ¿Dónde trabajaba? ¿Había matado a Margaret Waldek? ¿Cuánto eran cuatro y cuatro? ¿Dónde compró la navaja? ¿Cuál era su apellido? ¿Dónde escondió sus ropas?

-Nada -reconoció el otro policía-. No hay reacción. ¿Lo ves? El tipo cree lo que dice, Ray.

-Puede que sólo sea que no reacciona con el aparato. Se han dado muchos casos.

-Entonces dile que mienta.

-Señor Cuttleton -propuso el sargento Rooker-. Voy a preguntarle cuánto son tres y cuatro. Y quiero que usted conteste que son seis. Simplemente conteste «seis».

-Pero si son siete…

-De todos modos diga seis, señor Cuttleton.

-Bueno… si se empeña…

-¿Cuánto son tres y cuatro?

-Seis.

¡Sí, sí que reaccionaba! Se podía ver en el gráfico cómo la mentira había disparado la aguja, que hasta entonces no había sufrido cambios bruscos.

-Lo que pasa -explicó el otro policía-, es que se lo cree, Ray. No está tratando de causarnos ningún problema; él está convencido de lo que dice, ya sea verdad o mentira. Conoces el poder de la imaginación, el modo en que los testigos juran y perjuran haber visto cosas, y simplemente es una perturbación de los recuerdos. Este hombre ha leído la historia y, desde el principio, se ha creído el protagonista.

Estuvieron hablando con él un rato, tanto Rooker como el otro policía, explicándole cuál era su problema. Le dijeron que se sentía culpable de algo que no había hecho, que sufría alguna depresión psicológica de las que se hallan latentes en la persona, y que todo aquello le obligaba a acusarse de haber asesinado a la señorita Waldek cuando, de hecho, era inocente.

A Warren Cuttleton le costó hacerse a la idea de que los dos policías no estaban completamente locos porque, si alguien se hallaba un poco tarado, era él mismo. Y a esta conclusión no llegó hasta que le demostraron todas las pruebas ante sus propios ojos, y vio que era imposible que hubiera sido él el asesino. No había manera de echar por tierra los sólidos argumentos de los policías. Tenían razón. Debía creerles.

¡Bueno!

Se fió de ellos. Sabía que tenían razón y que, por tanto, él (su memoria) estaba confundido. Pero aquello no alteraba el hecho de que él recordase el crimen. Cada uno de sus espeluznantes detalles le seguía hiriendo en la memoria. Obviamente, esto sólo venía a subrayar su innegable locura.

-Bien. Supongo que a estas alturas -reconoció, muy oportunamente, el sargento Rooker-, usted cree que es un obseso. No deje que todo esto le amargue la vida, señor Cuttleton. Esta urgencia que usted padece de confesar un crimen que no ha realizado no es tan poco común como podría creer. Cada suceso violento que sale a la luz pública atrae hacia nosotros una docena de confesiones falsas; y algunos de los infelices pondrían la mano en el fuego para demostrarnos que dicen la verdad. Usted lleva el deseo de matar encerrado en alguna parte de su ser; y es algo que le obliga a sentirse culpable. Y este complejo de culpabilidad es el que le ha empujado a confesar un crimen que, si bien no ha cometido, quizá deseara haberlo hecho. Nos sucede de vez en cuando. La mayoría de los seres humanos no están tan convencidos como usted, ni tan acertados en los detalles. El detector de mentiras es lo que me reveló que usted se creía culpable. Pero no se preocupe, ya verá como es algo que usted mismo puede controlar.

-Es una cuestión psicológica -añadió el otro policía.

-Es probable que le suceda otra vez -siguió Rooker-, Si es así, intente superarlo. Ahora sabe que no se tratará más que de un mal sueño; ya ve que se acabaron las confesiones, ¿de acuerdo?

Primero, se sintió como un niño estúpido. Después, fue como si alguien le hubiese aliviado de una carga tremenda. No habría silla eléctrica. Tampoco arrastraría un complejo perpetuo de culpabilidad.

Aquella noche durmió a pierna suelta, sin pesadillas.

Aquello pasó en marzo. Cuatro meses después, en julio, ocurrió de nuevo. Warren Cuttleton se despertó, bajó a la calle, fue a la esquina, compró el Daily Mirror, se sentó en la cafetería con su bollito y su taza de café, abrió el periódico por la tercera página y leyó la historia de una colegiala de catorce años a la que, durante la noche anterior, camino de su casa, en la zona del Astoria, un hombre la había matado en un callejón abriéndole la garganta con una cuchilla. También se incluía una fotografía muy expresiva del cuerpo de la muchacha, con la garganta abierta de oreja a oreja.

De repente, ante él, los recuerdos estallaron como unos relámpagos en la noche, iluminándolo todo.

Vio la cuchilla en su mano, la muchacha luchando por deshacerse de sus garras… Evocó la dulce sensación de su jovencísima piel asustada, sus quejidos, la sangre saliendo a borbotones por la garganta herida…

La escena evocada resultó tan viva, que pasó un rato antes de que se diera cuenta de que no era la primera vez que la memoria le jugaba una mala pasada. Se acordó de lo que había sucedido en marzo. Aquello terminó no siendo cierto. Lógicamente, esto tampoco.

Pero no podía equivocarse una y otra vez. Lo recordaba. Cada detalle, tan claramente…

Luchó consigo mismo diciéndose que el sargento Rooker le había alertado para que no se sorprendiera si le asaltaba de nuevo ese impulso irresistible de revivir un crimen que no había protagonizado. Tampoco debía confesarlo después. Pero la lógica no resiste el ataque de la certeza, aunque ésta sea absurda. Si uno sostiene una rosa en su mano, y siente la suavidad de sus pétalos, y se ve embriagado por su perfume dulce, y además sus espinas le pinchan, todas las deducciones más racionales del mundo no bastarán para convencerle de que la rosa no existe. Y, a veces, las flores del recuerdo son tan difíciles de arrancar como las reales y tangibles.

Aquel día Warren Cuttleton fue a trabajar. Esto no le causó ningún bien, ni a él ni a sus patrones, ya que le resultó imposible prestar atención a los papeles acumulados en su mesa. Sólo podía pensar en la locura que había cometido matando a Sandra Gitler. Sabía que no podía haberlo hecho; sin embargo, al mismo tiempo, estaba convencido de que era el asesino.

Una chica de la oficina le preguntó si se sentía mal, ya que tenía un aspecto terrible. Un compañero de la empresa quiso saber si se había sometido a un chequeo médico últimamente. A las cinco en punto, Warren Cuttleton se fue a casa. Luego, le costó un gran esfuerzo mantenerse alejado de la comisaría, pero lo consiguió.

Los sueños fueron terribles, vividos con una intensidad insoportable. Se despertó, sobresaltado, una y otra vez. Llegó a dar un grito. Por la mañana, cuando ya se había rendido a la evidencia de que no podría dormir, comprobó que las sábanas estaban empapadas de sudor. La humedad había traspasado el colchón. Después, permaneció largo tiempo bajo el chorro de agua helada de la ducha; se vistió, y se fue a la comisaría.

La última vez él confesó pero ellos probaron que era inocente. Parecía imposible que pudieran haber cometido un error, del mismo modo que debía considerarse absurdo que hubiese matado a Sandra Gitler; pero quizás el sargento Rooker volviera a espantar al fantasma de la muchacha. Haría la declaración, probarían su inocencia y, a partir de entonces, podría dormir todas las noches.

No se detuvo ante el sargento de guardia, sino que subió directamente a hablar con Rooker, el cual le guiñó un ojo.

-¡Warren Cuttleton!-exclamó el suboficial-. ¿A confesar?

-No quería venir. Ayer me recordé a mí mismo matando a la chica, en Queens. Sé que lo hice aunque estoy convencido de que no la asesiné. Pero…

-Usted está seguro de ser el criminal.

-Sí.

El sargento Rooker le comprendió. Llevó a Cuttleton a un cuarto, en lugar de a una celda, y le dijo que le esperara un momento. Regresó a los pocos minutos.

-Llamé al oficial encargado del caso Queens -informó-. Ha averiguado unas cuantas cosas sobre el asesinato, cosas que no han salido en los periódicos. ¿Recuerda usted haber grabado algo en el vientre de la muchacha… un tatuaje, unas palabras o un signo parecido?

Le vino a la memoria. La cuchilla dibujando en la piel desnuda, quizás unas palabras.

-¿Qué grabó ahí, señor Cuttleton?

-Yo… no consigo acordarme…

-Usted puso «Te quiero». ¿Lo recuerda?

Sí, lo pudo recordar mentalmente. La cuchilla penetrando la carne tierna, inventando una escritura nueva, otro modo de decir «te quiero», en un intento de dar a entender a la muchacha que aquel acto horrible llevaba un mensaje de amor subyacente a la destrucción. ¡Ah, ya lo creo que se acordaba! Aparecía nítido en su mente, tanto como si fuera de cristal…

-¡Señor Cuttleton! Señor Cuttleton, no era eso lo que había grabado en el vientre de la muchacha: eran palabras irrepetibles, no había en ellas nada de amor, porque eran groseras y obscenas. Por eso no lo publicaron en los periódicos, entre otras cosas, para descubrir enseguida las falsas confesiones. Esto lo considero, créame, una gran idea. Hemos añadido inmediatamente un nuevo dato al archivo caótico de su memoria, y usted se lo ha creído. Es el poder de la sugestión. No sucedió, así como tampoco llegó a tocar a esa chica; pero ha recogido la falsa información y la ha aceptado como verdadera, tal y como recordó todo cuanto leyó en los periódicos.

Warren Cuttleton se quedó allí sentado un rato, mirándose las uñas mientras el sargento Rooker no apartaba la vista de él. Entonces, lentamente dijo:

-Siempre supe que no podía haberlo hecho. Pero eso no me ha sido de mucha ayuda.

-Ya veo.

-He tenido pesadillas. En todas ellas, he revivido el suceso, igual que la otra vez. Sabía que no debía venir, que iba a hacerle perder el tiempo. Pero es que hay cosas que se saben y otras que se ignoran, sargento.

-Y usted necesitaba que probasen su inocencia, ¿no es así?

Asintió miserablemente. El sargento Rooker dijo que no importaba; que sí, que ese tipo de cosas hacían perder el tiempo a la policía; pero que ellos disponían de más tiempo del que mucha gente se pensaba aunque, por desgracia, menos del que muchos creían; y que el señor Cuttleton podía acudir a él siempre que necesitara confesar algún crimen.

-Venga a mí directamente -se ofreció el suboficial-. Así todo será más sencillo, porque yo le comprendo. Sé lo que sufre con esto; y alguno de los demás muchachos, con menos experiencia, podrían no entenderle tan fácilmente.

Warren Cuttleton dio las gracias al sargento Rooker y se despidió con un apretón de manos. Salió de la comisaría y tropezó en la puerta con un marinero a quien le acababan de quitar un albatros de los hombros. Aquella noche durmió sin que le asaltara ningún mal sueño.

Volvió a suceder en agosto. Una mujer fue estrangulada en su apartamento de la calle 27-Oeste. El arma homicida había sido un cable de la luz. Warren Cuttleton recordó haber comprado un alargador el día anterior, justo con aquella intención.

De nuevo acudió al sargento Rooker inmediatamente. No hubo ningún problema. La policía acababa de capturar al asesino pocos minutos después de que salieran los diarios de la mañana. Fue el conserje de la finca donde vivía la víctima. Le detuvieron y confesó.

Una tarde de septiembre. Había estado lloviendo toda la mañana pero, en aquel momento, había aclarado. Warren Cuttleton regresaba a casa después de un día de mucho trabajo en la oficina, y se detuvo en una lavandería china para recoger unas camisas. Luego, entró en una farmacia y compró un frasco de aspirinas. En el camino de regreso a su pensión, pasó por delante de una ferretería.

Y    entonces ocurrió algo muy raro…

Entró allí como un robot, igual que si algún extraño hubiera tomado posesión de su cuerpo, se hubiera metido dentro de él. Esperó pacientemente mientras el dependiente vendía un paquete de tornillos a un narigudo. Y, luego, compró una pequeña piqueta para romper el hielo.

De regreso a su habitación, sacó las camisas de la bolsa -seis de color blanco, que había comprado en la misma mercería-, y las colgó cuidadosamente en las perchas del armario. Se tomó dos aspirinas y metió el frasco en el cajón superior de la cómoda. Después, sostuvo la piqueta entre sus manos, sintiendo la suavidad del mango de madera y acariciando el frío acero de la hoja. Puso la punta del dedo gordo en el extremo del filo, y sintió lo deliciosamente cortante que resultaba…

Se metió la piqueta en el bolsillo. Se sentó a fumar un cigarrillo, lentamente; y, luego, salió del cuarto y fue caminando a Broadway. En la calle 86 se metió en la boca del metro en la estación IRT, introdujo una ficha en la entrada giratoria y tomó el tren que iba a Washington Heights. A la salida, fue caminando en dirección a un pequeño parque. Allí estuvo esperando un cuarto de hora.

Abandonó el lugar. El viento helado soplaba con fuerza, había oscurecido. Fue a un restaurante, en realidad, un pequeño mesón situado en la avenida Dyckman. Pidió un solomillo, muy hecho, con patatas fritas y una taza de café. Degustó la cena con fruición.

En los servicios del mesón sacó la piqueta del bolsillo y la acarició una vez más. Tan bien afilada, tan fuerte… Dirigió una sonrisa a la pequeña arma, la besó con los labios algo separados, para no cortarse… Tan bien afilada, tan fría…

Pagó la cuenta, le dio una propina al camarero y salió del local. Ya era de noche, y hacía un frío como para congelar el pensamiento. Atravesó caminando las calles desiertas. Encontró un callejón. Esperó, inmóvil y en silencio.

Tiempo…

Sus ojos se hallaban fijos en la boca del callejón. Pasaron varios transeúntes… chicos, chicas, hombres, mujeres… Warren Cuttleton no se movió de donde estaba. Siguió esperando. Al final, no habría nadie en las calles, excepto él y la persona que aguardaba con impaciencia. La hora sería perfecta y ocurriría lo que tendría que ocurrir. Actuaría de la forma más rápida y certera.

Repentinamente unos tacones altos se le acercaron con un ritmo staccato. No se oía nada más, ni coches, ni otras pisadas. Despacio, con cuidado, se dirigió a la boca del callejón. Su mirada descubrió quién hacía ese ruido con los tacones: era una mujer joven, joven y bonita, con unas curvas muy atractivas y el cabello negro, con labios rojos, sensuales… una hermosa criatura. ¡Sí, su mujer, la que había estado esperando…! Aquella misma, sí, ¡ahora!

Ella se puso al alcance de la mano homicida, sin que sus tacones altos alterasen el ritmo. Era una maravilla verla moverse. De pronto, unos dedos le cerraron la boca, se apretaron contra sus labios rojos. El otro brazo se cerró en torno a su cintura, y el hombre la atrajo hacia él. Ella perdió el equilibrio y el homicida la arrastró hasta la boca del callejón…

La mujer podía haber gritado, si no fuera porque él le estampó la cabeza contra el suelo de cemento del callejón. Luego, contempló su mirada vidriosa. Intentó pedir auxilio; sin embargo, el asesino se lo impidió tapándole la boca. Ella tampoco llegó a morderle, ya que él tuvo cuidado de que eso no sucediera.

Entonces, mientras la víctima luchaba por deshacerse del abrazo mortal, el obseso le clavó la piqueta en el corazón.

Por último, la dejó allí, muerta, abandonada. Arrojó el arma a una alcantarilla. Encontró la boca del metro y subió al tren que iba en dirección a la estación de donde había partido, la IRT. Llegó a su habitación, se lavó la cara y las manos, se metió en la cama y se durmió. Lo hizo de un tirón, sin que ningún mal sueño o pesadilla viniera a turbar su conciencia agotada.

Por la mañana, cuando se levantó a la hora habitual, se sintió como siempre: descansado, fresco y listo para el trabajo diario. Se duchó, se vistió, fue a la calle y le compró el Daily Mirror al quiosquero ciego.

Leyó el artículo. Una joven danzarina exótica, llamada Mona More, había sido asaltada en Washington Heights. El criminal la mató con una piqueta de las que se usan para el hielo.

Lo recordó. Al momento, todo volvió a su mente: el cuerpo de la muchacha, la piqueta, el asesinato…

Apretó los dientes hasta que le dolieron. ¡Con qué realismo lo imaginaba todo! Se preguntó si un psiquiatra podría ayudarle pero este tipo de médicos eran tan caros… Sus sesiones nada más que estaban al alcance de los ricos. Por otra parte, él tenía su propio psiquiatra, uno personal y que no cobraba un céntimo por el exorcismo… ¡su sargento Rooker!

Sin embargo, Warren Cuttleton lo recordaba todo. ¡Todo! Se acordaba de haber comprado la piqueta del hielo, de haber tirado a la muchacha al suelo, de cómo había hundido la piqueta en el corazón de su víctima…

Aspiró profundamente. Se dijo a sí mismo que ya iba siendo hora de mostrarse metódico con todo aquello. Fue al teléfono y llamó a la oficina.

-Soy Cuttleton -dijo-. Hoy llegaré algo tarde, como dentro de una hora. Tengo cita con el médico. Iré tan pronto como pueda.

-¿Es algo grave?

-¡Oh, no! -dijo-. Nada serio.

Y, de hecho, tampoco estaba diciendo ninguna mentira. Después de todo, el sargento Rooker venía a ser su psiquiatra personal, y un psiquiatra también es médico. Él contaba con una cita previa, porque el policía le había dicho que acudiera a verle en cuanto le volvieran a aparecer las pesadillas. No se trataba de nada serio; esto también formaba parte de la verdad, porque él sabía que su inocencia se hallaba fuera de toda duda, por muy crueles que resultaran sus recuerdos.

Rooker casi le sonrió.

-¡Hombre, mira a quién tenemos por aquí! -exclamó-. Debería habérmelo figurado. ¡El señor Cuttleton! Un crimen muy de su estilo, ¿no? Una mujer asaltada y asesinada, ésa es su forma, ¿verdad?

El recién llegado no pudo sonreír.

-Yo… esa More. Mona More.

-¿Verdad que todas esas cabareteras se ponen unos nombres salvajes? Mona More… como Mon Amour. Eso es francés.

-¿Sí?

El sargento Rooker asintió.

-Y fue usted, por supuesto.

-Ya sé que no soy el asesino pero…

-Debería usted dejar de leer los periódicos -le aconsejó el policía-. Vamos, adelante con el exorcismo; le extirparemos su complejo de culpabilidad.

Fueron a la habitación. El señor Cuttleton se sentó en una silla con el respaldo recto. El sargento Rooker se quedó de pie, junto a la mesa, y le preguntó:

-Mató a esa mujer, ¿verdad? Muy bien, ¿dónde consiguió la piqueta del hielo?

-En una ferretería.

-¿Alguna especial?

-Una que hay en la avenida Amsterdam.

-¿Y por qué una piqueta del hielo?

-Me excitaba la idea. El mango era tan suave y fuerte… y tenía la hoja muy afilada.

-¿Dónde la ha metido?

-La tiré por una alcantarilla.

-Vaya, usted no cambia de método. Habrá habido un montón de sangre, con una piqueta de ese tipo… ¿Un río de sangre?

-Sí.

-¿Se empapó la ropa de sangre?

-Sí.

El asesino recordaba cómo se le había llenado la ropa de sangre, lo mucho que había corrido para llegar a casa, procurando que nadie le viera.

-¿Y las ropas?

-En el incinerador.

-Aunque no en el de su edificio.

-No, no. Me cambié de ropa en casa y fui a otro edificio, que ahora mismo no recuerdo, donde quemé toda la ropa.

El sargento Rooker dio una palmada contra la mesa.

-Esto ya está resultando un juego de niños -reconoció-. O es que me estoy convirtiendo en un especialista. A la cabaretera le clavaron la piqueta en el corazón, una herida diminuta que le causó la muerte instantánea. Este tipo de heridas no sangran, por lo que no provocan riadas de sangre.

Ya ve que su historia no tiene ni pies ni cabeza. ¿Se siente usted mejor?

Warren Cuttleton asintió, lentamente.

-Pero todo parecía tan real… -musitó.

-Siempre es así. -El sargento Rooker agitó la cabeza-. ¡Pobre hombre! Me parece que ve usted demasiadas películas de crímenes. Me pregunto cuánto tiempo le durará todo esto. -Ensayó una sonrisa irónica-. ¡Si continúa con su complejo de culpabilidad, uno de los dos va a perder la cabeza!

 

FIN

 

EL COSTO DE KENT CASTWELL Avram Davidson

 


 

CLEM GOODHUE FUE A RECIBIR EL TREN en su taxi. Si acaso viniera a bordo la anciana señora Merriman, tendría al menos asegurado un viaje. Además, a la señora Merriman, por una extraña razón, se le metió en la cabeza que la tarifa mínima era de un dólar. En realidad era de setenta y cinco centavos, pero Clem no se sintió obligado a sacarla de su error. Sin embargo, esa mañana ella no estaba a bordo del tren. En cambio, Sam Wells sí. Volvía de la ciudad -?de presentar una solicitud de aumento en su pensión?-, pero Sam Wells jamás pagaría cinco centavos para recorrer cualquier distancia menor de ocho kilómetros. Clem no se volvió a mirarlo.

Tras el viejo Sam, una jovencita flaca de pelo castaño descendió del tren, seguida por una joven, también delgada y de pelo castaño, y Clem pensó que sería la hermana mayor. En realidad era su madre.

Después de eso apareció Kent Castwell.

Clem ya lo había visto antes, a principios del verano. En Ashby los fuereños no son numerosos, mucho menos aquellos que se portan mal y causan conmociones en los bares. Clem por eso no lo olvidaría pronto. Un tipo grandulón y fornido que siempre parecía estarse burlando despectivamente. Pero la mujer y la jovencita no estaban con él en aquella otra ocasión.

-¿Taxi? -ofreció Clem.

Castwell, sin hacerle ningún caso, comenzó a bajar equipaje del tren. Pero la mujer joven, que tomaba de la mano a la chica, se dio la vuelta y dijo:

-Sí… Espere un minuto.

-¿Adónde vamos? -preguntó Clem una vez que el equipaje estaba ya cargado en el taxi.

-A la antigua casa de Peabody -repuso la mujer?-. ¿Usted sabe dónde queda?

-Sí. Pero ahí ya no vive nadie.

-Eso fue antes. Ahora viviremos ahí nosotros.

El grandulón blasfemaba intentando manipular la manija de la portezuela, que estaba atada con cuerdas.

-¿Por qué no la arregla o consigue un carro nuevo?

-Eso cuesta dinero -repuso Clem-. ¿A la casa de Peabody? Tendré que cobrarles tres dólares por el viaje.

-¡Vámonos, maldita sea, vámonos ya!

Ya en marcha, Castwell dijo:

-Le daré dos dólares. Seguramente el doble de la tarifa real, de cualquier modo.

Clem protestó, volviendo un poco la cabeza:

-Ya le dije, señor. Son tres.

-Pues yo le digo, señor -dijo Castwell, remedando el acento de Nueva Inglaterra del chofer?-, que solo le daré dos.

Clem arguyó que la casa de Peabody quedaba lejos. Mencionó el precio de la gasolina, las condiciones de la carretera, el desgaste de las llantas. El grandulón respondió con un bostezo y enseguida barbotó una palabra que Clem usaba muy raras veces, y jamás en presencia de mujeres o niños. Pero aquella mujer y la niña no parecieron oírlo.

-Deténgase en la oficina de bienes raíces de Nickerson -?indicó Castwell.

Levi P. Nickerson, que se desempeñaba además como tasador de impuestos del municipio, lo recibió:

-Señor Castwell. ¿Y supongo que ella es la señora Castwell?

-Suponga lo que le dé la gana -repuso Kent. Y enseguida se rio de manera desagradable. La mujer sonrió apenas, y L. P. Nickerson se permitió una risita también, antes de aclararse la garganta. La gente de la ciudad tenía un sentido del humor raro.

-A ver, señor Castwell. El lugar que usted ha alquilado. No me di cuenta, mejor dicho, usted no mencionó a esta joven.

-¿Y eso qué? Es asunto mío. Mire, no tengo todo el día…

Nickerson comentó que la casa de Peabody era un lugar solitario, aislado, sin otras casas en un radio de dos kilómetros, y que en el barrio no vivía ningún otro niño. La señora Castwell (si acaso era realmente su esposa) repuso que no importaba, porque Kathie pasaría la mayor parte del tiempo en la escuela.

-La escuela, sí. Bueno, eso será problemático. El autobús escolar tendrá que desviarse casi cinco kilómetros de la ruta regular para recoger a su pequeña. Eso significará pavimentar el camino; la nieve se acumula en esta parte. Hasta ahora, como nadie vivía en la casa de Peabody, no tuvimos que molestarnos con arreglar el camino. Eso significa…

Se puso a contar con los dedos.

-… que le va a costar a Ed Westlake, el conductor del autobús, más de lo calculado cuando preparó su contrato; el municipio requerirá hacer más gastos para mantener abierta la carretera. Además del costo de la escuela de la niña. Un tercer desembolso.

Kent Castwell se limitó a decir que la situación no le concernía, y pidió:

-He venido por las llaves, Nick.

La expresión del agente de bienes raíces por un momento reflejó disgusto por la familiaridad del apodo.

-Veo que no toma en cuenta que todos estos gastos extra del municipio no están incluidos en la tasación fiscal de la casa de Peabody -?señaló?-. Resulta que a partir de esta semana hay una casa disponible en las afueras del pueblo. La señora Sarah Beech falleció, y su hermana, la señorita Lavinia, se mudó con la hermana casada de ambas, la señora Calvin Adams. A usted le costará lo mismo el alquiler, pero a nosotros nos ahorrará gastos considerables.

Castwell, con su expresión de desprecio, se levantó.

-¡Qué! ¿Vivir donde una casera solterona se esté quejando todo el día por el trato que doy a sus cosas? No, gracias.

Extendió la mano.

-Las llaves, chico, suelta las llaves.

El señor Nickerson le dio las llaves. Pasado el tiempo, repitió con frecuencia su arrepentimiento por no haberlas arrojado al lago Amastanquit.

Los escasos ingresos de los Castwell consistían en un cheque mensual y un giro postal. El cheque llegaba el día quince, de un fideicomiso en la ciudad, tal vez una herencia, como algunos suponían, aunque otros creían que lo enviaba la misma familia de Castwell para mantenerlo aparte. El giro postal a nombre de Louise Cane iba firmado por un sargento del ejército en Alaska, y la joven beneficiaria explicó que era su pensión de divorciada, siendo el sargento Burndall su exmarido. Tom Talley, dueño de la tienda de abarrotes, le hacía endosar el giro dos veces, como Louise Cane y Louise Castwell. Tom siempre ha sido una persona muy prudente.

No cabe duda de que Castwell maltrataba a Louise. Si por casualidad pasaba entre el televisor y el sofá, donde se encontraba casi todo el tiempo, saltaba y le daba una paliza con el cinturón. Más de una vez, tanto ella como la niña tuvieron que salir huyendo de la casa para escapar de él. En general no las perseguía, pues solía estar descalzo y no le interesaba abordar el problema de ponerse los zapatos.

Echarse en el sofá para beber cerveza y ver la televisión a lo largo de la tarde, y al anochecer, salir al pueblo para beber whisky de los bares y ver la televisión: tales eran las ocupaciones regulares de Kent Castwell. Se enteró de quiénes iban por la carretera con regularidad, a qué horas y en qué direcciones, y los esperaba puntualmente. Más de un conductor prefería abstenerse de los placeres de semejante compañía, pero Castwell se ponía al centro de la carretera agitando los brazos y no se movía hasta que el automóvil paraba.

¿Qué se podía hacer? ¿Meterlo a la cárcel? Eso se hubiera podido hacer.

Antes de que transcurriera la primera semana, armó una pelea en el Bar Ashby.

-Ha perturbado la paz, utilizando palabras obscenas y abusivas, y además se ha resistido al arresto. Son tres cargos y tres multas de diez dólares, o diez días en prisión por cada una -?sentenció el juez Paltiel Bradford?-. Pudo ser mucho más, considérese afortunado. Pague al cajero.

Sin embargo, Castwell, con su repulsiva expresión de desprecio, todavía más desagradable por las huellas de golpes en la cara, declaró:

-Acepto la cárcel.

El juez Bradford apretó su larga mandíbula y cuando la aflojó dijo:

-Mire usted, señor Castwell, eso que le dije fue solo el lenguaje legal requerido. La cárcel está cerrada. Desde julio está sin usarse.

Estaban en noviembre.

-Habría que arreglar la calefacción -prosiguió el juez?-, poner la electricidad, conectar el agua, además de contratar a un guardia, por no hablar de los gastos de alimentación. No veo por qué el municipio ha de cubrir esos gastos exclusivamente por culpa suya. Pague treinta dólares en la caja. Si no los trae con usted, venga mañana. ¿Entiende?

-Prefiero la cárcel.

-Resulta muy inconveniente que…

-Qué lástima, honorable juez.

El juez, sin decir más, lo miró furioso. Gamaliel Coolidge, el fiscal del pueblo, se levantó de su asiento.

-Tal vez la corte aplique el privilegio de suspender la sentencia por esta vez -?sugirió?-, ya que se trata de su primera ofensa.

La corte lo aplicó. Pero la semana siguiente ya estaba de vuelta, acusado de los mismos delitos. La sentencia sumaba así sesenta dólares o sesenta días. De nuevo, Castwell eligió la cárcel.

-No es mi costumbre hacer esto -dijo el juez, iracundo?-, pero permitiré que pague la multa a plazos, considerando a su esposa y su hija.

-Ajá. Mejor la cárcel.

-¡No le va a gustar la comida! -le advirtió el magistrado.

Castwell repuso que se conformaría con que sus alimentos cumplieran con los requisitos de la ley. De lo contrario, presentaría una queja formal ante el Consejo Estatal de Inspectores de Cárceles.

Se tomaron cuidados especiales para que la comida que le sirvieron a Kent durante su estancia en prisión fuese mejor que los requisitos legales, aunque tampoco mucho mejor. La última vez que las autoridades estatales inspeccionaron la cárcel municipal hubo un cargo de doscientos dólares en los impuestos. Ya sufrían gastos cuantiosos con tener en la cárcel a Kent Castwell, aunque el juez redujo el costo al ordenar que las sentencias se cumplieran en forma concurrente.

Si se suman sus condenas, durante aquel invierno Kent pasó más de un mes en la cárcel. Algunos pensaron que cuando se le terminaba el dinero dejaba que lo mantuviera el municipio y abandonaba a su suerte a la mujer y la niña. Tom Talley les daba un poco de crédito en la tienda, pero no mucho.

Cuando Ed Westlake renovó el contrato del autobús escolar añadió el gasto de desviar la ruta cinco kilómetros para recoger a Kathie. El municipio no tuvo más remedio que absorber el costo adicional. Se le reprochó a Louise esperar a la firma del contrato antes de dejar a Castwell y volver a la ciudad con su niña. El camino de tierra a la casa de Peabody no requería tantos arreglos, pero sí algunos. ¡Tantos gastos extra solo por la presencia de un hombre! ¡Una locura!

Casi parecía -mejor dicho, sin duda parecía?- que Kent Castwell estuviera desafiando frontalmente la respetabilidad y prudencia económica de Nueva Inglaterra. Los sagrados mandamientos: «Comer todos los alimentos, usar la ropa hasta que se desgaste, comprar conforme a tu dinero o abstenerte de comprar» no significaban nada para él. Una persona claramente hostil.

El municipio de Ashby no era próspero. Faltaban industrias. Carecía de atractivo turístico, igual de lejos del mar que de las montañas, y su único recreo se hallaba en las aguas lodosas del lago Amastanquit. Los suelos eran duros de sembrar, y la explotación de madera costaba demasiado trabajo para los escasos beneficios que aportaba. Todos los jóvenes se iban de allí. Pero, por desgracia, Kent Castwell no daba señales de partir.

A fin de cuentas, no tenía nada de raro que en Ashby no existiera una colonia de artistas. Lo extraordinario consistió en que Clem Goodhue, al ir en su taxi para recibir el tren, reconociera de inmediato a Bob Laurel como un artista. Cuando le preguntaron cómo pudo saberlo, Clem se puso vanidoso y contestó que había estado una vez en Provincetown.

La conversación, según recordó después Clem, se inició cuando Bob Laurel le preguntó si sabía de alguna casa que pudiera alquilar por poco dinero, y que fuera tranquila y tuviera un sitio donde pintar.

-Por eso le recomendé a Kent Castwell -le dijo en una ocasión al sheriff Erastus Nickerson (primo de Levi P.).

-¿Una casa tranquila? -repitió el sheriff?-. Ya sé que Laurel es hombre de la ciudad y un artista, pero de cualquier modo…

Se hallaban sentados en el Bar Ashby, bebiendo su pequeño vaso semanal de cerveza.

-Oye mis consideraciones, Erastus -propuso el taxista?-. Hay muchas casas vacías que podría rentar. Supón que él, este artista, toma una casa de las afueras donde no vive nadie. Supón que él saca una esposa que tiene guardada en algún sitio, y supón que ella trae además un hijo en edad escolar.

-Tienes mucha razón, Clem.

-Claro que tengo razón. Ya resulta excesivo para el municipio hacer tanto gasto por una casa. Mucho peor si fueran dos.

-¿Y tú crees que se quede con Castwell?

-Eso no lo sé -repuso, encogiéndose de hombros?-. Yo hice lo que pude.

Laurel se quedó con Castwell. En realidad no tuvo más remedio. El grandulón lo aceptó como huésped y le cedió el salón del frente para el estudio. Kent Castwell prometió aislantes para la casa, abrir una nueva ventana y quién sabe qué otras cosas, a cambio de varios meses de adelanto en los alquileres. Persuadió no se sabe cómo al artista, y no hace falta decir que se bebió todo el dinero y no cumplió ninguna de sus promesas de realizar mejoras a la casa.

Ni el fiscal Gamaliel Coolidge ni el sheriff Nickerson, ni en realidad nadie más en el pueblo, se compadecieron de Laurel. Solo podía presentar una demanda civil, le dijeron. No existían bases para nada mayor. Debería servirle de lección y no andar tirando su dinero con cualquiera: eso le aconsejaron.

El pobre artista se tuvo que quedar en la vieja casa de Peabody, comprando sus alimentos, cortando su leña y pintando, todo el tiempo pintando sin cesar. Sabía perfectamente que su casero grandulón y descarado aprovechaba cada ausencia del pintor, cuando este tenía que ir al pueblo, para robarle comida y leña.

Laurel convidó a Clem a tomar un vaso de cerveza en varias ocasiones, solo por tener alguien a quien contar sus tribulaciones. Además de robarle comida y combustible, Kent Castwell ponía el televisor al máximo volumen cuando Laurel trataba de dormir; si era demasiado tarde para la televisión, hacía lo mismo con la radio. En los momentos en que el artista se concentraba en los más delicados aspectos de sus pinceladas, Castwell decidía alzar el calentador de leña y dejarlo caer con gran estruendo, sacudiendo toda la casa.

-Habla solo, con esa voz estridente y burda -?se quejó Bob Laurel?-. Tiene una lengua asquerosa. Se burla de mis pinturas…

-Yo sé en qué consiste -dijo Clem-. Kent Castwell no tiene la menor consideración por nadie. De eso se trata con él. Indudable.

Se cruzaron apuestas en el pueblo, cada una de un puro de diez centavos, sobre cuánto tiempo más aguantaría Laurel. Levi Nickerson, el tasador fiscal del municipio, pensó que se iría cuando se venciera el alquiler. Clem opinaba que partiría antes de eso.

-A la gente de la ciudad, el dinero no le importa tanto -?señaló.

Ganó Clem.

Al entrar a la casa de Nickerson, halló a Levi sentado cerca del fuego en la cocina, y este sin decir palabra le entregó el puro. Clem asintió y se lo guardó en un bolsillo. La señora Abby Nickerson, sentada al lado de su marido, vestía un suéter masculino al que todavía le quedaba mucho uso, propiedad de su difunto padre, un hombre que no logró sobrevivir la primera reelección de Franklin D. Roosevelt. Abby deshilvanaba pacientemente viejos calcetines para devanar y formar una madeja de lana. «Nunca desperdicies algo para que nunca te falte nada» era su principio rector, lo mismo que para los demás residentes de edad madura que vivían en el pueblo.

Sobre la estufa, una olla dejaba salir un poco de vapor. En la mesa reposaban dos pilas de sobres. Todos estaban dirigidos a la oficina del tasador fiscal del municipio y se habían abierto cuidadosamente para no mutilarlos. Mientras Clem lo miraba, Levi Nickerson removió uno de los sobres sobre la olla destapada. El vapor aflojó el mucílago de la cubierta del sobre y se abrió con facilidad al toque de Nickerson. Volvió a doblarlo y sellarlo de tal manera que la parte exterior ya usada quedaba por dentro, y a continuación lo puso sobre la otra pila.

-Con este método le ahorré al municipio once dólares el año pasado -?comentó?-. Creo que este año llegaré a doce, tal vez doce cincuenta.

Clem soltó un gruñido de apreciación.

-¿Dónde se encuentra él? -preguntó el tasador.

-¿Laurel? En el Bar Ashby. Ya tiene todo empacado. Le dije que no se moviera aún. Encargué a los del bar que lo vigilen y me avisen por teléfono aquí si hace el menor movimiento para irse.

Sacó una hoja de papel que puso encima de la mesa. Levi la miró sin hacer ningún movimiento para recogerla. Le dijo a su esposa:

-Espero una visita de Erastus y Gam Coolidge, señora Nickerson. Asuntos del municipio. Creo que hallarás cosas que hacer en las habitaciones delanteras mientras nosotros hablamos.

La señora Nickerson asintió. Tampoco desperdiciaba palabras. Se oyó un auto detenerse frente a la casa.

-Ahí llega Erastus -dijo su primo-. Gam debería llegar… ¡Ah, ha llegado ya! Pude adivinar que vendría con Erastus para no gastar gasolina.

Los dos hombres entraron a la cocina. La señora Abby Nickerson se levantó y salió.

-Espero que esto se resuelva antes del anochecer -?dijo el sheriff?-. No me agrada conducir en la oscuridad. Una de mis luces está fallando, y sale demasiado caro poner una nueva.

Clem se aclaró la garganta.

-Bueno, aquí está -anunció, indicando el papel sobre la mesa?-. La confesión de Laurel. Dice que está dispuesto a entregarse al sheriff y al procurador. Sucedió esta tarde, como a las dos. Fue la gota que derramó el vaso. Kent Castwell actuaba como de costumbre, pateando cosas y lanzando obscenidades allá en la casa de Peabody. Intercambiaron palabras. Laurel salió porque necesitaba ir atrás de la casa…

Clem tenía delicadeza y no quiso especificar que la casa de Peabody carecía de drenaje interior.

-Al volver -prosiguió Clem-, vio que Castwell había pintarrajeado con la brocha más grande todos los cuadros en que Laurel estaba trabajando. Los arruinó por completo.

Sobrevino un instante de silencio.

-Castwell no tenía ningún motivo para hacer lo que hizo -?dijo el sheriff?-. Destruyó las propiedades de otro hombre. Me han dicho que algunos de esos artistas venden sus pinturas hasta por cien dólares cada una… Y después, ¿qué hizo? Me refiero a Laurel.

-Tomó un trozo de leña para la estufa y le pegó con él. Le pegó con fuerza.

-Nadie duda que esté muerto, ¿es así?

Clem negó meneando la cabeza.

-No quedó ningún rastro de sangre en la madera. Se ve igual que cualquier otro pedazo de leña. Pero está muerto, sin la menor duda.

Después de una pausa, Levi Nickerson habló:

-Habrá que notificar a la esposa. No veo por qué el municipio deba cubrir los gastos del entierro. Em. Supongo que ella no tendrá nada de dinero. Será mejor notificar a esos del fideicomiso que enviaban un cheque mensual a Castwell. Ellos lo pagarán.

Gamaliel Coolidge preguntó si alguien más sabía lo sucedido. Clem dijo que no. Bob Laurel no se lo había dicho a nadie. No parecía tener deseos de hablar. Se hizo otra pausa, algo más larga que la anterior.

-¿Se han dado cuenta de lo que Kent Castwell costó al municipio?

Clem sugirió que serían varios cientos de dólares.

-Cientos y cientos de dólares -declaró Nickerson?-. Y además, ¿saben cuánto nos va a costar procesar a este fulano, bien sea por asesinato en cualquier grado o por homicidio involuntario?

El fiscal indicó que eso costaría miles de dólares.

-Miles y más miles -dijo-, y eso solo para cubrir el juicio.

-¿Y si se le encuentra culpable, y él decide impugnar? -?prosiguió?-. Tendremos que sufragar otro juicio. Más miles de dólares. ¿Y si consigue anular el juicio y empezar de nuevo? Tendríamos que cubrir también esos gastos.

Levi P. Nickerson abrió la boca como si le doliera y gruñó:

-Imagínense cómo afectaría eso las tasas de impuestos del municipio…

Su voz se volvió clara y sentenciosa:

-No vale la pena. Él no lo vale; punto.

Clem sacó el puro que había ganado en su apuesta y lo olfateó.

-En mi opinión -declaró-, sería mucho mejor si Laurel simplemente empacara y se fuera de ahí. Cualquiera que encontrara el cadáver supondría que se mató en una caída. Pero esta confesión…

El sheriff Erastus Nickerson reflexionó un poco antes de tomar la palabra.

-Yo no conozco ninguna confesión. ¿Tú, Gam? ¿Y tú, Levi? No, ¿verdad? Lo que nos cuentas es una declaración de oídas, Clem. No se puede proceder solo por oír una declaración, eso va en contra de todos los principios legales de los Estados Unidos… Em. Qué bonita puesta de sol.

Se levantó para asomarse por la ventana. Su primo se juntó con él, y el fiscal Coolidge lo acompañó. Mientras los tres admiraban el crepúsculo, Clem Goodhue, después de echar un vistazo a sus espaldas, tomó la hoja de papel de la mesa de la cocina y la echó al fuego de la estufa. Después de un breve fogonazo, Clem extendió la mano, tomó una esquina del papel entre las cenizas y prendió su puro.

Los tres hombres junto a la ventana se dieron la vuelta enseguida.

El primero en hablar fue Levi P. Nickerson:

-No puedo pedir a nadie que se quede a cenar. Solo es un recalentado de sobras. Supongo que desean ponerse en camino.

Los otros dos funcionarios municipales asintieron.

-Me parece -dijo el taxista- que me daré una vuelta por el Bar Ashby. Tal vez haya una persona que quiera tomar el tren de la tarde. Buenas noches, Levi. No es necesario que enciendas la luz del patio.

-No pensaba hacerlo -dijo Levi-. Encenderlas y apagarlas, eso es lo que desgasta las luces. Buenas noches, Clem, Gam, Erastus.

Cerró la puerta una vez que se fueron las visitas.

-Señora Nickerson -dijo, llamando a su esposa?-, ya puedes venir y poner la cena. Hemos terminado con los asuntos pendientes.

 

FIN

 

El nombre de AVRAM DAVIDSON es muy conocido entre lectores de historias no solo de misterio, sino también de ciencia ficción y fantasía. De hecho, durante varios años fue el editor de la principal revista del género, The Magazine of Fantasy and Science Fiction, y ha sido ganador del Premio Hugo y del Premio Mundial de Fantasía (en tres ocasiones), además del Premio Edgar. El presente relato recibió una mención en el concurso de cuentos de AHMM.