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lunes, 5 de febrero de 2024

SUS CONFESIONES Lawrence Block

 


 

Por la mañana, Warren Cuttleton salió de su cuarto amueblado en la calle 83 Oeste, y se fue caminando a Broadway. Era un día claro, soplaba un aire fresco, pero no helado, y el sol brillaba, aunque sin cegar. En la esquina, le compró el Daily Mirror al quiosquero ciego, que le vendía el periódico todos los días y que, al contrario de lo que reza el estereotipo, no le reconocía ni por la voz ni por sus pisadas. Se llevó el diario a la cafetería donde desayunaba habitualmente y lo mantuvo doblado con cuidado bajo el brazo mientras pedía un bollo y un café. Se sentó solo en una mesa pequeña, y se dispuso a tomarse el dulce y la bebida oscura y caliente mientras leía el Daily Mirror de cabo a rabo.

Cuando llegó a la página tres, dejó el bollo e hizo a un lado la taza de café. Le había llamado la atención la historia de una mujer, asesinada la noche anterior en Central Park. La víctima, llamada Margaret Waldek, trabajaba de enfermera en el hospital de la Quinta Avenida. A medianoche terminó su turno; de regreso a casa, cuando atravesaba el parque, alguien se le echó encima, la violó y la apuñaló repetidamente en el pecho y en el abdomen. Los detalles estaban descritos con una minuciosidad morbosa, e iban acompañados de una fotografía de Margaret Waldek de bastante mal gusto. Warren terminó de leer el artículo y miró la desagradable fotografía.

¡Y recordó!

La memoria se le despertó de golpe. Un paseo por el parque. La brisa nocturna. Una navaja grande y fría en una mano. El mango del arma blanca que se había vuelto resbaladizo por culpa del sudor de la palma y de los dedos. La espera, solo en el frío. Unos pasos, más cerca, su propio movimiento abandonando el camino y metiéndose entre las sombras.

Y la mujer. Unido a la furia horrible del ataque, al miedo y al dolor en el rostro de la mujer, los gritos de ella ensordeciéndole. Y la navaja, arriba y abajo, subiendo y descendiendo con fuerza. Los alaridos creciendo, hasta convertirse en agónicos y, de pronto, parándose abruptamente. La sangre…

Warren Cuttleton se mareó. Luego examinó su mano, esperando ver el filo de una navaja brillando en la palma. En su lugar, sostenía un bollito a medio acabar. Lo soltó. El trozo de dulce cayó sobre el mantel. Y él creyó que iba a vomitar.

-¡Dios mío! -musitó en voz muy baja.

Nadie pareció oírle. Le invocó otra vez, en un tono algo más alto; y después encendió un cigarrillo con manos temblorosas. No supo apagar la cerilla, de tan débiles, y mal dirigidos, que eran sus soplidos. La tiró al suelo y lo hizo con la suela del zapato. Respiró hondo.

Había matado a una mujer. A alguien que ni conocía, ni había visto antes. Lo que él era lo decían bien claro los titulares… ¡Un asesino, un criminal, un sádico! Constituía una amenaza para la ciudad, y la policía le encontraría y le haría confesar; más tarde, habría un juicio, una condena y una apelación; y un rechazo de este recurso legal; mientras tanto, él permanecería en una celda pequeña, donde acabaría por salir a dar un paseo largo, que le llevaría a sufrir una sacudida eléctrica. Entonces, afortunadamente, caería en la nada absoluta.

Cerró los ojos. Apretó los puños y se los llevó contra las sienes. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué andaba mal en su cabeza? ¿Por qué, por qué él había matado?

¿Cómo alguien era capaz de quitar la vida a otra persona?

Se quedó sentado a la mesa hasta que se fumó tres cigarrillos, encendiendo cada uno con la colilla del anterior. Cuando terminó el último, se levantó de la mesa y fue al teléfono. Echó unos centavos y marcó un número. Después esperó hasta que alguien contestase a su llamada.

-Soy Cuttleton -dijo-. No me esperen hoy. Me encuentro mal.

Una de las chicas de la oficina había atendido el teléfono. Le contestó que lo sentía mucho y que esperaba que se mejorara. Él le dio las gracias y colgó.

¡Que se encontraba mal! Nunca se había ausentado por enfermedad durante los veintitrés años que llevaba trabajando en la Compañía Bardell, salvo dos veces que sufrió una fiebre muy alta. Le creerían, claro está. Porque no mentía, ni engañaba a sus superiores, y ellos lo sabían. Sin embargo, le molestó hacerlo en aquella ocasión.

Realmente, no había dicho una mentira, ya que no se sentía bien. En el camino de vuelta a su habitación, compró el Daily News, el Herald Tribune y el Times. No le dijo nada nuevo el primer periódico, ya que publicaba también la historia del crimen en la página tres, pero tanto lo que contaba así como la fotografía era similar a lo del Daily Mirror. Resultó más difícil encontrar la historia en los otros dos, pues lo habían publicado en la segunda sección, como si se tratara de algo trivial. Esto no le cupo en la cabeza.

Por la tarde, compró el Journal American, el World Telegram y el Post. Este último incluía una entrevista con la hermanastra de Margaret Waldek, una cosa tristísima. Warren Cuttleton lloró amargamente mientras la leía, derramando una cantidad igual de lágrimas por la víctima que por sí mismo.

A las siete en punto, se dijo que la suerte estaba echada. Había matado, y como respuesta le iban a ejecutar.

A las nueve en punto, creyó que jamás le descubrirían. Releyó los diarios, y se dio cuenta de que la policía no contaba con ninguna prueba substancial. No se decía nada de huellas dactilares pero, de todos modos, él sabía que las suyas no estaban en ningún archivo. Nunca se las habían tomado así que, a menos que alguien le hubiera visto, la policía jamás hallaría la forma de conectarle con el crimen. Y él no recordaba que le hubieran visto.

Se fue a la cama a medianoche. Durmió poco y mal, reviviendo cada uno de los horrorosos detalles de la noche anterior… las pisadas, el ataque, la navaja, la sangre, y su huida del parque. Se despertó por última vez a las siete, sobresaltado en el momento más cruel de la pesadilla, chorreando de sudor…

No había escapatoria si iba a soñar esas cosas una noche tras otra… ¡sin remedio! Jamás se había considerado un psicópata; el bien y el mal resultaban conceptos que le importaban, y mucho. Redimirse, abrazado a una silla eléctrica, le pareció el menos terrible de los castigos posibles. Ya no deseaba esquivar a la Justicia, sino que ésta le echara mano, para que, al castigarle por el asesinato, le librara del mismo.

Salió y compró un periódico. No se había producido ningún progreso en la investigación. Leyó una entrevista en el Mirror con la sobrinita de Margaret Waldek, y lloró de nuevo.

Warren Cuttleton nunca había estado antes en una comisaría. Se hallaba sólo a unas cuantas manzanas de la pensión donde vivía pero jamás había pasado por allí, conque tuvo que buscar la dirección en la guía telefónica. Al llegar, se puso a mirar a su alrededor en busca de alguien que pareciese investido de la suficiente autoridad. Al final, se dirigió al sargento de guardia y le explicó que deseaba hablar con un agente en relación con el caso Waldek.

-Waldek… -intentó recordar el sargento de guardia.

-La mujer del parque.

-¡Ah! ¿Tiene información?

-Sí -respondió el señor Cuttleton.

Después esperó en un banco de madera mientras el suboficial preguntaba arriba quién estaba a cargo del caso Waldek. Luego, bajó y le dijo que fuese a la primera planta a ver al sargento Rooker. Y así lo hizo.

Rooker era un joven de rostro meditativo. Le respondió que sí, que se hallaba a cargo del caso Waldek y que, para empezar, ¿podría decirle su nombre, su dirección y otros detalles?

Warren Cuttleton le dio todos los datos que le pidió. Rooker los anotó con un bolígrafo en una hoja amarilla. Luego, le miró, apartando la vista del papel, mostrándose solícito.

-Muy bien, esto ya está -señaló-. Ahora, ¿qué es lo que trae para nosotros?

-Me traigo a mí mismo -respondió el señor Cuttleton.

Y, como el sargento Rooker frunciese el ceño con curiosidad, explicó-: Fui yo. ¡He matado a esa mujer, a Margaret Waldek! Yo lo hice.

Seguidamente el sargento Rooker y un segundo policía se lo llevaron a otro cuarto, y le hicieron un montón de preguntas. Lo explicó todo exactamente como lo recordaba, desde el principio al final. Les contó la historia, intentando no sucumbir al horror de las partes más desagradables. Sólo se derrumbó en dos ocasiones. No es que llorara pero el pecho se le inundaba y la garganta se le cerraba, por culpa de la angustia, y le era imposible continuar. Preguntas…

-¿Cómo consiguió la navaja?

-En una tienda de artículos rebajados y usados.

-¿Dónde?

-En la avenida de Columbus.

-¿Recuerda la tienda?

Warren Cuttleton se acordaba del dependiente, también de un representante, y hasta de haber pagado por la navaja; y de lo que hizo al llevársela. Sin embargo, no supo dar el nombre de la tienda.

-¿Por qué la mató?

-No lo sé.

-¿Y por qué eligió a Margaret Waldek?

-Supongo que porque fue ella la que… pasó por allí.

-¿Por qué la atacó?

-Tenía que hacerlo. Algo… algo me poseyó, una necesidad que no entendí entonces, ni entiendo ahora, una sensación apremiante. ¡Simplemente, debía hacerlo!

-¿Por qué la mató?

-No lo sé. La maté… la navaja… subiendo y bajando… Por eso compré la navaja, para asesinarla.

-¿Lo planeó usted?

-Quizá… de una manera vaga.

-¿Dónde está la navaja?

-No la tengo. La tiré por una alcantarilla.

-¿Qué alcantarilla?

-No me acuerdo. En alguna parte.

Se llenó la ropa de sangre. Eso es seguro, porque ella se desangró. ¿Tiene las ropas en casa?

-Me deshice de ellas.

-¿Cómo? ¿En otra alcantarilla?

-Oye, Ray, uno no le aplica el tercer grado a un tipo cuando éste se halla a punto de confesar de motu propio.

-Perdone, Cuttleton, ¿ha escondido las ropas cerca de su casa?

Algo le vino a la memoria, pero muy confuso, una cuestión relacionada con el fuego.

-Un incinerador -dijo.

-¿El incinerador de su edificio?

-No, de algún otro. En el mío no tenemos. Fui a casa y me cambié de ropa, de eso sí que me acuerdo; luego, la metí en una bolsa, me fui corriendo a otro edificio, la eché en el incinerador y regresé a toda prisa a mi habitación. Me lavé. Tenía las uñas llenas de sangre, eso también lo recuerdo.

Le hicieron quitarse la camisa. Le miraron los brazos, el pecho, la cara y el cuello.

-Ni una herida -dijo el sargento Rooker-. Ni una sola marca. Y a ella le hemos encontrado restos en las uñas, porque arañó al asesino.

-Ray, quizá se arañó a sí misma.

-      ¡Mm! O puede que a él le cicatricen enseguida las heridas, ¿no? Vamos, Cuttleton, esto no tiene pies ni cabeza.

Fueron a otra habitación, le tomaron las huellas dactilares y le catalogaron como sospechoso de asesinato. El sargento Rooker le dijo que podía llamar a un abogado si lo deseaba. Él le respondió que no conocía a ninguno. Una vez fue a ver a un notario, para que le arreglase unos papeles, hacía mucho tiempo, pero su nombre se le había olvidado.

Le llevaron a una celda. Entró allí y le encerraron con llave. Se sentó en una banqueta y fumó un cigarrillo. Por primera vez, en casi veintisiete horas, no le temblaban las manos.

Cuatro horas después, el sargento Rooker y otro policía entraron en su celda. El primero dijo:

-Usted no mató a esa mujer, señor Cuttleton. Ahora bien, ¿por qué nos ha dicho que sí?

Él, desesperado, les miró fijamente a los ojos.

-En primer lugar, usted tenía una coartada y no nos dijo nada al respecto. Fue a un cine de sesión continua que hay a dos manzanas de su casa. Lo sabemos porque el taquillero le reconoció al ver una fotografía que le enseñamos; y ha dicho que usted compró una entrada a las 9,30. También le identificó el acomodador, que recuerda que usted tropezó cuando iba al servicio y él le tuvo que echar una mano; y esto último sucedió pasada la medianoche. Una de las mujeres que viven en el piso de abajo declara que usted fue directamente a su habitación. El individuo que estaba hospedado enfrente asegura que a la una usted ya estaba en su cuarto, que no salió y que apagó las luces unos quince minutos después. Ahora, contéstenos, en nombre del Cielo… ¿Por qué nos ha dicho que había matado a esa mujer?

Era increíble. Warren Cuttleton no se acordaba de ninguna película. No recordaba que hubiera comprado una entrada ni que hubiera tropezado con alguien cuando iba al servicio del cine. Nada de nada. Sólo se veía acechando; luego, el sonido de unas pisadas, el asalto, la navaja y los gritos… la navaja perdida en una alcantarilla y las ropas quemadas en algún incinerador; y, al final, él mismo quitándose las manchas de sangre.

-Más aún. Hemos detenido al presunto asesino, un hombre llamado Alex Kanster, convicto dos veces por asalto frustrado. Fuimos a verle en un registro rutinario, y le encontramos una navaja ensangrentada debajo de la almohada. Tenía el rostro lleno de arañazos, y le apuesto tres contra uno a que a esta hora ya debe haber confesado que fue él quien mató a Margaret Waldek, y no usted. En base a esto… ¿a qué viene toda esta farsa? ¿Por qué ha llegado aquí dispuesto a causarnos problemas? ¿Cómo sigue mintiendo?

-¡Yo les estoy diciendo la verdad! -exclamó el señor Cuttleton, indignado.

Rooker estuvo a punto de decir una inconveniencia, pero se abstuvo. El otro policía dijo:

-Ray, tengo una idea. Que venga alguien que sepa manejar el detector de mentiras.

El señor Cuttleton estaba confuso. Le llevaron a otra habitación y le ataron con unas correas a una máquina muy rara, que tenía un gráfico. Y le hicieron muchas preguntas: ¿Cómo se llamaba? ¿Cuántos años tenía? ¿Dónde trabajaba? ¿Había matado a Margaret Waldek? ¿Cuánto eran cuatro y cuatro? ¿Dónde compró la navaja? ¿Cuál era su apellido? ¿Dónde escondió sus ropas?

-Nada -reconoció el otro policía-. No hay reacción. ¿Lo ves? El tipo cree lo que dice, Ray.

-Puede que sólo sea que no reacciona con el aparato. Se han dado muchos casos.

-Entonces dile que mienta.

-Señor Cuttleton -propuso el sargento Rooker-. Voy a preguntarle cuánto son tres y cuatro. Y quiero que usted conteste que son seis. Simplemente conteste «seis».

-Pero si son siete…

-De todos modos diga seis, señor Cuttleton.

-Bueno… si se empeña…

-¿Cuánto son tres y cuatro?

-Seis.

¡Sí, sí que reaccionaba! Se podía ver en el gráfico cómo la mentira había disparado la aguja, que hasta entonces no había sufrido cambios bruscos.

-Lo que pasa -explicó el otro policía-, es que se lo cree, Ray. No está tratando de causarnos ningún problema; él está convencido de lo que dice, ya sea verdad o mentira. Conoces el poder de la imaginación, el modo en que los testigos juran y perjuran haber visto cosas, y simplemente es una perturbación de los recuerdos. Este hombre ha leído la historia y, desde el principio, se ha creído el protagonista.

Estuvieron hablando con él un rato, tanto Rooker como el otro policía, explicándole cuál era su problema. Le dijeron que se sentía culpable de algo que no había hecho, que sufría alguna depresión psicológica de las que se hallan latentes en la persona, y que todo aquello le obligaba a acusarse de haber asesinado a la señorita Waldek cuando, de hecho, era inocente.

A Warren Cuttleton le costó hacerse a la idea de que los dos policías no estaban completamente locos porque, si alguien se hallaba un poco tarado, era él mismo. Y a esta conclusión no llegó hasta que le demostraron todas las pruebas ante sus propios ojos, y vio que era imposible que hubiera sido él el asesino. No había manera de echar por tierra los sólidos argumentos de los policías. Tenían razón. Debía creerles.

¡Bueno!

Se fió de ellos. Sabía que tenían razón y que, por tanto, él (su memoria) estaba confundido. Pero aquello no alteraba el hecho de que él recordase el crimen. Cada uno de sus espeluznantes detalles le seguía hiriendo en la memoria. Obviamente, esto sólo venía a subrayar su innegable locura.

-Bien. Supongo que a estas alturas -reconoció, muy oportunamente, el sargento Rooker-, usted cree que es un obseso. No deje que todo esto le amargue la vida, señor Cuttleton. Esta urgencia que usted padece de confesar un crimen que no ha realizado no es tan poco común como podría creer. Cada suceso violento que sale a la luz pública atrae hacia nosotros una docena de confesiones falsas; y algunos de los infelices pondrían la mano en el fuego para demostrarnos que dicen la verdad. Usted lleva el deseo de matar encerrado en alguna parte de su ser; y es algo que le obliga a sentirse culpable. Y este complejo de culpabilidad es el que le ha empujado a confesar un crimen que, si bien no ha cometido, quizá deseara haberlo hecho. Nos sucede de vez en cuando. La mayoría de los seres humanos no están tan convencidos como usted, ni tan acertados en los detalles. El detector de mentiras es lo que me reveló que usted se creía culpable. Pero no se preocupe, ya verá como es algo que usted mismo puede controlar.

-Es una cuestión psicológica -añadió el otro policía.

-Es probable que le suceda otra vez -siguió Rooker-, Si es así, intente superarlo. Ahora sabe que no se tratará más que de un mal sueño; ya ve que se acabaron las confesiones, ¿de acuerdo?

Primero, se sintió como un niño estúpido. Después, fue como si alguien le hubiese aliviado de una carga tremenda. No habría silla eléctrica. Tampoco arrastraría un complejo perpetuo de culpabilidad.

Aquella noche durmió a pierna suelta, sin pesadillas.

Aquello pasó en marzo. Cuatro meses después, en julio, ocurrió de nuevo. Warren Cuttleton se despertó, bajó a la calle, fue a la esquina, compró el Daily Mirror, se sentó en la cafetería con su bollito y su taza de café, abrió el periódico por la tercera página y leyó la historia de una colegiala de catorce años a la que, durante la noche anterior, camino de su casa, en la zona del Astoria, un hombre la había matado en un callejón abriéndole la garganta con una cuchilla. También se incluía una fotografía muy expresiva del cuerpo de la muchacha, con la garganta abierta de oreja a oreja.

De repente, ante él, los recuerdos estallaron como unos relámpagos en la noche, iluminándolo todo.

Vio la cuchilla en su mano, la muchacha luchando por deshacerse de sus garras… Evocó la dulce sensación de su jovencísima piel asustada, sus quejidos, la sangre saliendo a borbotones por la garganta herida…

La escena evocada resultó tan viva, que pasó un rato antes de que se diera cuenta de que no era la primera vez que la memoria le jugaba una mala pasada. Se acordó de lo que había sucedido en marzo. Aquello terminó no siendo cierto. Lógicamente, esto tampoco.

Pero no podía equivocarse una y otra vez. Lo recordaba. Cada detalle, tan claramente…

Luchó consigo mismo diciéndose que el sargento Rooker le había alertado para que no se sorprendiera si le asaltaba de nuevo ese impulso irresistible de revivir un crimen que no había protagonizado. Tampoco debía confesarlo después. Pero la lógica no resiste el ataque de la certeza, aunque ésta sea absurda. Si uno sostiene una rosa en su mano, y siente la suavidad de sus pétalos, y se ve embriagado por su perfume dulce, y además sus espinas le pinchan, todas las deducciones más racionales del mundo no bastarán para convencerle de que la rosa no existe. Y, a veces, las flores del recuerdo son tan difíciles de arrancar como las reales y tangibles.

Aquel día Warren Cuttleton fue a trabajar. Esto no le causó ningún bien, ni a él ni a sus patrones, ya que le resultó imposible prestar atención a los papeles acumulados en su mesa. Sólo podía pensar en la locura que había cometido matando a Sandra Gitler. Sabía que no podía haberlo hecho; sin embargo, al mismo tiempo, estaba convencido de que era el asesino.

Una chica de la oficina le preguntó si se sentía mal, ya que tenía un aspecto terrible. Un compañero de la empresa quiso saber si se había sometido a un chequeo médico últimamente. A las cinco en punto, Warren Cuttleton se fue a casa. Luego, le costó un gran esfuerzo mantenerse alejado de la comisaría, pero lo consiguió.

Los sueños fueron terribles, vividos con una intensidad insoportable. Se despertó, sobresaltado, una y otra vez. Llegó a dar un grito. Por la mañana, cuando ya se había rendido a la evidencia de que no podría dormir, comprobó que las sábanas estaban empapadas de sudor. La humedad había traspasado el colchón. Después, permaneció largo tiempo bajo el chorro de agua helada de la ducha; se vistió, y se fue a la comisaría.

La última vez él confesó pero ellos probaron que era inocente. Parecía imposible que pudieran haber cometido un error, del mismo modo que debía considerarse absurdo que hubiese matado a Sandra Gitler; pero quizás el sargento Rooker volviera a espantar al fantasma de la muchacha. Haría la declaración, probarían su inocencia y, a partir de entonces, podría dormir todas las noches.

No se detuvo ante el sargento de guardia, sino que subió directamente a hablar con Rooker, el cual le guiñó un ojo.

-¡Warren Cuttleton!-exclamó el suboficial-. ¿A confesar?

-No quería venir. Ayer me recordé a mí mismo matando a la chica, en Queens. Sé que lo hice aunque estoy convencido de que no la asesiné. Pero…

-Usted está seguro de ser el criminal.

-Sí.

El sargento Rooker le comprendió. Llevó a Cuttleton a un cuarto, en lugar de a una celda, y le dijo que le esperara un momento. Regresó a los pocos minutos.

-Llamé al oficial encargado del caso Queens -informó-. Ha averiguado unas cuantas cosas sobre el asesinato, cosas que no han salido en los periódicos. ¿Recuerda usted haber grabado algo en el vientre de la muchacha… un tatuaje, unas palabras o un signo parecido?

Le vino a la memoria. La cuchilla dibujando en la piel desnuda, quizás unas palabras.

-¿Qué grabó ahí, señor Cuttleton?

-Yo… no consigo acordarme…

-Usted puso «Te quiero». ¿Lo recuerda?

Sí, lo pudo recordar mentalmente. La cuchilla penetrando la carne tierna, inventando una escritura nueva, otro modo de decir «te quiero», en un intento de dar a entender a la muchacha que aquel acto horrible llevaba un mensaje de amor subyacente a la destrucción. ¡Ah, ya lo creo que se acordaba! Aparecía nítido en su mente, tanto como si fuera de cristal…

-¡Señor Cuttleton! Señor Cuttleton, no era eso lo que había grabado en el vientre de la muchacha: eran palabras irrepetibles, no había en ellas nada de amor, porque eran groseras y obscenas. Por eso no lo publicaron en los periódicos, entre otras cosas, para descubrir enseguida las falsas confesiones. Esto lo considero, créame, una gran idea. Hemos añadido inmediatamente un nuevo dato al archivo caótico de su memoria, y usted se lo ha creído. Es el poder de la sugestión. No sucedió, así como tampoco llegó a tocar a esa chica; pero ha recogido la falsa información y la ha aceptado como verdadera, tal y como recordó todo cuanto leyó en los periódicos.

Warren Cuttleton se quedó allí sentado un rato, mirándose las uñas mientras el sargento Rooker no apartaba la vista de él. Entonces, lentamente dijo:

-Siempre supe que no podía haberlo hecho. Pero eso no me ha sido de mucha ayuda.

-Ya veo.

-He tenido pesadillas. En todas ellas, he revivido el suceso, igual que la otra vez. Sabía que no debía venir, que iba a hacerle perder el tiempo. Pero es que hay cosas que se saben y otras que se ignoran, sargento.

-Y usted necesitaba que probasen su inocencia, ¿no es así?

Asintió miserablemente. El sargento Rooker dijo que no importaba; que sí, que ese tipo de cosas hacían perder el tiempo a la policía; pero que ellos disponían de más tiempo del que mucha gente se pensaba aunque, por desgracia, menos del que muchos creían; y que el señor Cuttleton podía acudir a él siempre que necesitara confesar algún crimen.

-Venga a mí directamente -se ofreció el suboficial-. Así todo será más sencillo, porque yo le comprendo. Sé lo que sufre con esto; y alguno de los demás muchachos, con menos experiencia, podrían no entenderle tan fácilmente.

Warren Cuttleton dio las gracias al sargento Rooker y se despidió con un apretón de manos. Salió de la comisaría y tropezó en la puerta con un marinero a quien le acababan de quitar un albatros de los hombros. Aquella noche durmió sin que le asaltara ningún mal sueño.

Volvió a suceder en agosto. Una mujer fue estrangulada en su apartamento de la calle 27-Oeste. El arma homicida había sido un cable de la luz. Warren Cuttleton recordó haber comprado un alargador el día anterior, justo con aquella intención.

De nuevo acudió al sargento Rooker inmediatamente. No hubo ningún problema. La policía acababa de capturar al asesino pocos minutos después de que salieran los diarios de la mañana. Fue el conserje de la finca donde vivía la víctima. Le detuvieron y confesó.

Una tarde de septiembre. Había estado lloviendo toda la mañana pero, en aquel momento, había aclarado. Warren Cuttleton regresaba a casa después de un día de mucho trabajo en la oficina, y se detuvo en una lavandería china para recoger unas camisas. Luego, entró en una farmacia y compró un frasco de aspirinas. En el camino de regreso a su pensión, pasó por delante de una ferretería.

Y    entonces ocurrió algo muy raro…

Entró allí como un robot, igual que si algún extraño hubiera tomado posesión de su cuerpo, se hubiera metido dentro de él. Esperó pacientemente mientras el dependiente vendía un paquete de tornillos a un narigudo. Y, luego, compró una pequeña piqueta para romper el hielo.

De regreso a su habitación, sacó las camisas de la bolsa -seis de color blanco, que había comprado en la misma mercería-, y las colgó cuidadosamente en las perchas del armario. Se tomó dos aspirinas y metió el frasco en el cajón superior de la cómoda. Después, sostuvo la piqueta entre sus manos, sintiendo la suavidad del mango de madera y acariciando el frío acero de la hoja. Puso la punta del dedo gordo en el extremo del filo, y sintió lo deliciosamente cortante que resultaba…

Se metió la piqueta en el bolsillo. Se sentó a fumar un cigarrillo, lentamente; y, luego, salió del cuarto y fue caminando a Broadway. En la calle 86 se metió en la boca del metro en la estación IRT, introdujo una ficha en la entrada giratoria y tomó el tren que iba a Washington Heights. A la salida, fue caminando en dirección a un pequeño parque. Allí estuvo esperando un cuarto de hora.

Abandonó el lugar. El viento helado soplaba con fuerza, había oscurecido. Fue a un restaurante, en realidad, un pequeño mesón situado en la avenida Dyckman. Pidió un solomillo, muy hecho, con patatas fritas y una taza de café. Degustó la cena con fruición.

En los servicios del mesón sacó la piqueta del bolsillo y la acarició una vez más. Tan bien afilada, tan fuerte… Dirigió una sonrisa a la pequeña arma, la besó con los labios algo separados, para no cortarse… Tan bien afilada, tan fría…

Pagó la cuenta, le dio una propina al camarero y salió del local. Ya era de noche, y hacía un frío como para congelar el pensamiento. Atravesó caminando las calles desiertas. Encontró un callejón. Esperó, inmóvil y en silencio.

Tiempo…

Sus ojos se hallaban fijos en la boca del callejón. Pasaron varios transeúntes… chicos, chicas, hombres, mujeres… Warren Cuttleton no se movió de donde estaba. Siguió esperando. Al final, no habría nadie en las calles, excepto él y la persona que aguardaba con impaciencia. La hora sería perfecta y ocurriría lo que tendría que ocurrir. Actuaría de la forma más rápida y certera.

Repentinamente unos tacones altos se le acercaron con un ritmo staccato. No se oía nada más, ni coches, ni otras pisadas. Despacio, con cuidado, se dirigió a la boca del callejón. Su mirada descubrió quién hacía ese ruido con los tacones: era una mujer joven, joven y bonita, con unas curvas muy atractivas y el cabello negro, con labios rojos, sensuales… una hermosa criatura. ¡Sí, su mujer, la que había estado esperando…! Aquella misma, sí, ¡ahora!

Ella se puso al alcance de la mano homicida, sin que sus tacones altos alterasen el ritmo. Era una maravilla verla moverse. De pronto, unos dedos le cerraron la boca, se apretaron contra sus labios rojos. El otro brazo se cerró en torno a su cintura, y el hombre la atrajo hacia él. Ella perdió el equilibrio y el homicida la arrastró hasta la boca del callejón…

La mujer podía haber gritado, si no fuera porque él le estampó la cabeza contra el suelo de cemento del callejón. Luego, contempló su mirada vidriosa. Intentó pedir auxilio; sin embargo, el asesino se lo impidió tapándole la boca. Ella tampoco llegó a morderle, ya que él tuvo cuidado de que eso no sucediera.

Entonces, mientras la víctima luchaba por deshacerse del abrazo mortal, el obseso le clavó la piqueta en el corazón.

Por último, la dejó allí, muerta, abandonada. Arrojó el arma a una alcantarilla. Encontró la boca del metro y subió al tren que iba en dirección a la estación de donde había partido, la IRT. Llegó a su habitación, se lavó la cara y las manos, se metió en la cama y se durmió. Lo hizo de un tirón, sin que ningún mal sueño o pesadilla viniera a turbar su conciencia agotada.

Por la mañana, cuando se levantó a la hora habitual, se sintió como siempre: descansado, fresco y listo para el trabajo diario. Se duchó, se vistió, fue a la calle y le compró el Daily Mirror al quiosquero ciego.

Leyó el artículo. Una joven danzarina exótica, llamada Mona More, había sido asaltada en Washington Heights. El criminal la mató con una piqueta de las que se usan para el hielo.

Lo recordó. Al momento, todo volvió a su mente: el cuerpo de la muchacha, la piqueta, el asesinato…

Apretó los dientes hasta que le dolieron. ¡Con qué realismo lo imaginaba todo! Se preguntó si un psiquiatra podría ayudarle pero este tipo de médicos eran tan caros… Sus sesiones nada más que estaban al alcance de los ricos. Por otra parte, él tenía su propio psiquiatra, uno personal y que no cobraba un céntimo por el exorcismo… ¡su sargento Rooker!

Sin embargo, Warren Cuttleton lo recordaba todo. ¡Todo! Se acordaba de haber comprado la piqueta del hielo, de haber tirado a la muchacha al suelo, de cómo había hundido la piqueta en el corazón de su víctima…

Aspiró profundamente. Se dijo a sí mismo que ya iba siendo hora de mostrarse metódico con todo aquello. Fue al teléfono y llamó a la oficina.

-Soy Cuttleton -dijo-. Hoy llegaré algo tarde, como dentro de una hora. Tengo cita con el médico. Iré tan pronto como pueda.

-¿Es algo grave?

-¡Oh, no! -dijo-. Nada serio.

Y, de hecho, tampoco estaba diciendo ninguna mentira. Después de todo, el sargento Rooker venía a ser su psiquiatra personal, y un psiquiatra también es médico. Él contaba con una cita previa, porque el policía le había dicho que acudiera a verle en cuanto le volvieran a aparecer las pesadillas. No se trataba de nada serio; esto también formaba parte de la verdad, porque él sabía que su inocencia se hallaba fuera de toda duda, por muy crueles que resultaran sus recuerdos.

Rooker casi le sonrió.

-¡Hombre, mira a quién tenemos por aquí! -exclamó-. Debería habérmelo figurado. ¡El señor Cuttleton! Un crimen muy de su estilo, ¿no? Una mujer asaltada y asesinada, ésa es su forma, ¿verdad?

El recién llegado no pudo sonreír.

-Yo… esa More. Mona More.

-¿Verdad que todas esas cabareteras se ponen unos nombres salvajes? Mona More… como Mon Amour. Eso es francés.

-¿Sí?

El sargento Rooker asintió.

-Y fue usted, por supuesto.

-Ya sé que no soy el asesino pero…

-Debería usted dejar de leer los periódicos -le aconsejó el policía-. Vamos, adelante con el exorcismo; le extirparemos su complejo de culpabilidad.

Fueron a la habitación. El señor Cuttleton se sentó en una silla con el respaldo recto. El sargento Rooker se quedó de pie, junto a la mesa, y le preguntó:

-Mató a esa mujer, ¿verdad? Muy bien, ¿dónde consiguió la piqueta del hielo?

-En una ferretería.

-¿Alguna especial?

-Una que hay en la avenida Amsterdam.

-¿Y por qué una piqueta del hielo?

-Me excitaba la idea. El mango era tan suave y fuerte… y tenía la hoja muy afilada.

-¿Dónde la ha metido?

-La tiré por una alcantarilla.

-Vaya, usted no cambia de método. Habrá habido un montón de sangre, con una piqueta de ese tipo… ¿Un río de sangre?

-Sí.

-¿Se empapó la ropa de sangre?

-Sí.

El asesino recordaba cómo se le había llenado la ropa de sangre, lo mucho que había corrido para llegar a casa, procurando que nadie le viera.

-¿Y las ropas?

-En el incinerador.

-Aunque no en el de su edificio.

-No, no. Me cambié de ropa en casa y fui a otro edificio, que ahora mismo no recuerdo, donde quemé toda la ropa.

El sargento Rooker dio una palmada contra la mesa.

-Esto ya está resultando un juego de niños -reconoció-. O es que me estoy convirtiendo en un especialista. A la cabaretera le clavaron la piqueta en el corazón, una herida diminuta que le causó la muerte instantánea. Este tipo de heridas no sangran, por lo que no provocan riadas de sangre.

Ya ve que su historia no tiene ni pies ni cabeza. ¿Se siente usted mejor?

Warren Cuttleton asintió, lentamente.

-Pero todo parecía tan real… -musitó.

-Siempre es así. -El sargento Rooker agitó la cabeza-. ¡Pobre hombre! Me parece que ve usted demasiadas películas de crímenes. Me pregunto cuánto tiempo le durará todo esto. -Ensayó una sonrisa irónica-. ¡Si continúa con su complejo de culpabilidad, uno de los dos va a perder la cabeza!

 

FIN

 

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