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jueves, 2 de octubre de 2025

¿Qué es el conflicto árabe-israelí?

 

¿Qué es el conflicto árabe-israelí?

Se conoce como conflicto árabe-israelí al enfrentamiento entre la nación judía del Estado de Israel y las naciones árabes vecinas. El conflicto tiene sus orígenes en la disputa por el territorio de Palestina, que antiguamente pertenecía al Imperio otomano y, luego, al Mandato Británico de Palestina. Entre los principales enfrentamientos bélicos del conflicto se incluye la Primera Guerra Árabe-israelí (1948-1949), la Guerra de los Seis Días (1967) y la Segunda Guerra Árabe-israelí (1973). 

Durante la segunda mitad del siglo XX, el conflicto entre judíos y árabes afectó las relaciones políticas de todo el Medio Oriente. El origen del conflicto está vinculado con la aparición del sionismo político predicado por Theodor Herlz a finales del siglo XIX, el crecimiento del nacionalismo judío y el nacionalismo árabe, la emigración de la población judía de diferentes partes del mundo hacia Palestina, la intervención extranjera del Reino Unido e influencia de la Organización de las Naciones Unidas

 Conflictos en Medio Oriente

Antecedentes del conflicto árabe-israeli

Origen del sionismo político

Hacia finales del siglo XIX, un escritor austrohúngaro de origen judío llamado Theodor Herzl (1860-1904) comenzó a predicar la idea de que la población de origen judío dispersa en Europa debía retornar a Israel, país al que se considera la patria ancestral judía. 

En el siglo II d. C., luego de una serie de rebeliones, Israel fue derrotado por el Imperio romano y perdió su independencia como reino autónomo. Desde entonces, la población judía se dispersó por diferentes territorios. El exilio de los judíos de Israel es conocido como “la diáspora”. 

Ante la discriminación y la persecución que algunas comunidades judías sufrían en Europa a finales del siglo XIX, Herlz sostenía que la población judía debía inmigrar a la tierra de Israel, que para ese entonces era parte de la región de Palestina en el Imperio Otomano. Esta región estaba habitada desde hacía siglos por poblaciones de origen árabe de fe cristiana y musulmana. Existía además una pequeña comunidad judía en la ciudad de Jerusalén. 

En 1897, Herlz fundó la Organización Sionista Mundial (OSM) cuyo objetivo era lograr el derecho de los judíos a vivir en Israel. Para ello, la OSM buscó fortalecer el sentimiento nacionalista judío, sentar las bases para el poblamiento judío de la región a través de la inmigración pacífica y lograr el reconocimiento internacional del derecho de la nación judía sobre esas tierras. Este movimiento es conocido como “sionismo político”. 

A comienzos del siglo XX, comunidades de judíos europeos comenzaron a emigrar a la región de Palestina. Durante esta primera etapa, la migración fue pacífica y gradual. 

El Acuerdo de Sykes-Picot

Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el Imperio otomano se alió con el Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro (“las Potencias Centrales”), en contra de Francia, el Reino Unido e Italia (“los Aliados”). En 1916, los Aliados firmaron el Acuerdo de Sykes-Picot, a través del cual se acordó el reparto de las posesiones otomanas en caso de ganar la guerra.  

Sin embargo, el futuro del Oriente Medio se hizo aún más complejo pues los aliados hicieron promesas a los árabes a cambio de su levantamiento contra el Imperio turco, promesas que eran a su vez contradictorias con lo ofrecido a los judíos en la Declaración Balfour.

Al concluir la guerra, en la Conferencia de París (1919) las potencias aliadas optaron por repartir los territorios entre británicos y franceses e implementar una organización política de “mandatos”. De esta manera, la antigua región de Palestina pasó a ser oficialmente el Mandato Británico de Palestina. 

La declaración Balfour

En el contexto de la guerra, diferentes agentes británicos alentaron rebeliones internas dentro del Imperio otomano, con el objetivo de desestabilizar la política interna del Estado y debilitar su poderío en los frentes de batalla. El gobierno británico buscó generar alianzas con la población local descontenta para beneficiarse en el transcurso de la guerra. 

En 1917, el Ministro de Asuntos Exteriores británico, Arthur Balfour, declaró que el Reino Unido apoyaba la conformación de “un hogar nacional” para el pueblo judío en la región de Palestina. Esta declaración fue un hito importante para el movimiento sionista, ya que una potencia legitimó a nivel internacional sus reclamos ideológicos y políticos. 

El Mandato Británico de Palestina

Al finalizar la Primera Guerra Mundial, el Imperio otomano se disolvió y las potencias aliadas definieron la creación del Mandato Británico de Palestina. Durante la década de 1920, la población judía en los territorios del Mandato de Palestina se duplicó. 

La OSM promovió la inmigración y logró importantes concesiones del gobierno británico. Por ejemplo, a través de la Agencia Judía para Palestina (una nueva organización local), la comunidad judía obtuvo ciertas prerrogativas de autogobierno que fueron fundamentales para el crecimiento de sus asentamientos (como la construcción de calles, la instalación de servicios, la creación de escuelas y hospitales).

Inicialmente, los colonos judíos y la población árabe local vivieron en paz. Sin embargo, el gobierno británico había hecho promesas contradictorias para ambos grupos durante la guerra. El nacionalismo de la población árabe y su reclamo por la independencia prometida creció de manera paralela al aumento de la población judía. 

Durante la década de 1930, la tensión entre ambos pueblos comenzó a convertirse en un enfrentamiento directo. Entre 1936 y 1939, las revueltas nacionalistas de ambos bandos se intensificaron. La represión de las autoridades británicas llevó al exilio a la mayor parte de los líderes árabes palestinos.

La creación del Estado de Israel

A comienzos de la década de 1940, se generalizaron los conflictos entre la población árabe, la población judía y las autoridades británicas. El Reino Unido fue incapaz de cumplir con sus promesas contradictorias de independencia para árabes y judíos y resolvió en 1947 renunciar a su mandato en Palestina y entregarlo a la Organización de las Naciones Unidas (creada en 1945). Recomendó la creación de dos Estados separados con el acuerdo de ambas naciones.

Esta situación de inestabilidad política propició el aumento de los disturbios y la violencia. Luego de varios meses, el 29 de noviembre de 1947, la ONU resolvió un Plan de Partición de Palestina. Este proyecto dividía el territorio en tres partes: el Estado judío, el Estado árabe y la ciudad de Jerusalén (que quedaría bajo control de la ONU). 

Sin embargo, esta división era conflictiva: el Estado de Israel incluiría el 55 % del territorio con una población de 500.000 judíos y 400.000 árabes palestinos. En cambio, el Estado de Palestina incluiría el 44 % del territorio, con una población de más de 800.000 árabes palestinos y una pequeña minoría de 10.000 judíos. La Liga Árabe (que agrupaba a los principales Estados árabes) rechazó la propuesta. 

David Ben-Gurión (uno de los principales líderes sionistas) proclamó la Declaración de la Independencia de Israel, el 14 de mayo de 1948, un día antes de la retirada de las tropas británicas de Palestina. 

El 15 de mayo, una coalición de ejércitos árabes de los países vecinos de Egipto, Transjordania, Siria, Líbano e Irak atacó al recién creado Estado de Israel. De esta manera, empezó la Guerra árabe-israelí de 1948, la primera de las guerras que marcaron el extenso conflicto árabe-israelí.

La primera guerra árabe-israelí (1948-1949)

El 14 de mayo de 1948, el líder judío David Ben Gurión proclamó la independencia del Estado de Israel en los territorios adjudicados por la ONU. La reacción árabe fue inmediata: cuando los británicos abandonaron Palestina el 15 de mayo, tropas egipcias, transjordanas, sirias, libanesas e iraquíes atacaron al recién creado Estado de Israel.

Pese a la desigualdad numérica, la primera guerra árabe-israelí (de mayo de 1948 a julio de 1949) concluyó con una victoria israelí. El nuevo estado judío pasó a ocupar el 78 % de la antigua Palestina, en lugar del 55 % asignado por el reparto de la ONU.

Los territorios árabes que quedaron fuera de su control fueron anexionados por los estados árabes vecinos: la franja de Gaza pasó a manos de Egipto, y tanto Cisjordania como la ciudad antigua de Jerusalén quedaron en poder del reino de Transjordania.

La población palestina fue expulsada en masa de los territorios israelíes y debió refugiarse en los países vecinos. Por otro lado, el Estado de Israel se consolidó con la continua llegada de inmigrantes judíos y el afianzamiento de las Fuerzas de Defensa de Israel, que se modernizaron durante los años siguientes.

 Primera guerra árabe-israelí

La crisis de Suez (1956)

Cuando Gamal Abdel Nasser llegó a la presidencia de Egipto en 1954, impulsó una política nacionalista que llevó en 1956 a nacionalizar la Compañía del canal de Suez (que controlaba el tráfico entre el mar Mediterráneo y el mar Rojo), previamente en manos de accionistas británicos y franceses. Este episodio provocó una crisis internacional, y los gobiernos británico y francés obtuvieron el apoyo del Estado de Israel para invadir la península del Sinaí.

El gobierno estadounidense condenó la invasión del Sinaí y las tropas invasoras se retiraron, mientras que un cuerpo de pacificación de la ONU ocupó la península para evitar futuros conflictos entre egipcios e israelíes. La figura de Nasser creció en popularidad en el mundo árabe, pues la retirada de los aliados fue percibida como una victoria diplomática egipcia.

Tras la crisis de Suez, el gobierno egipcio y otros países árabes reforzaron sus lazos con la Unión Soviética (URSS), mientras que Israel se convertía en el aliado estratégico de Estados Unidos en la región. La dinámica política del Medio Oriente pasó a formar parte del enfrentamiento global de la Guerra Fría.

 Crisis del Canal de Suez

La guerra de los Seis Días (1967)

En seis días, el ejército israelí venció a las tropas de la coalición árabe.

Luego del éxito diplomático de 1956, y con el apoyo militar soviético, Nasser multiplicó sus acciones amenazantes contra Israel. En mayo de 1967, barcos egipcios bloquearon el golfo de Áqaba, al sudeste de la península del Sinaí, lo que impedía el tráfico del puerto israelí de Eilat con el mar Rojo y el océano Índico.

La respuesta militar israelí fue, el 5 de junio de 1967, un ataque simultáneo contra los países árabes que rodeaban al Estado de Israel, lo que desencadenó la guerra de los Seis Días. En seis días, el ejército israelí ocupó los Altos del Golán en Siria, la península del Sinaí en Egipto y la franja de Gaza, Cisjordania y la ciudad vieja de Jerusalén en los territorios palestinos.

Aliado con Estados Unidos, que temía la alianza de Egipto y Siria con la Unión Soviética, Israel se negó esta vez a devolver los territorios ocupados. También proclamó unilateralmente la reunificación de Jerusalén, al anexionarse Jerusalén Este. Todo esto provocó que una nueva oleada de palestinos se refugiara en los países vecinos.

La Organización para la Liberación de Palestina

En creada en 1964 se creó la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Tras la derrota árabe de 1967, la OLP se convirtió, bajo la dirección de Yasser Arafat, en la principal organización del pueblo palestino que vivía bajo la ocupación israelí o en los campos de refugiados de los países vecinos. Fracasado el objetivo de Nasser de conseguir una victoria militar convencional sobre el estado israelí, la OLP inició una guerra de guerrillas contra Israel.

Desde Jordania, los guerrilleros de Fatah (Conquista), organización dirigida por Arafat y mayoritaria en la OLP, emprendieron ataques contra Israel. El ejército israelí respondió con duras represalias. A la vez, dentro de Jordania, el creciente poder de las organizaciones palestinas amenazaba la estabilidad de la monarquía jordana, por lo que el rey Hussein empleó a su ejército para expulsar, en septiembre de 1970, a gran parte de los refugiados y a los guerrilleros de la OLP, que huyeron hacia el Líbano.

Desde el Líbano, la OLP continuó sus ataques contra Israel. La llegada masiva de palestinos rompió además el equilibrio que existía entre cristianos, drusos, musulmanes chiítas y musulmanes sunnitas, lo que dio inicio en 1975 a una guerra civil. Posteriormente se involucraron también las fuerzas armadas israelíes y sirias.

Israel ocupó el sur del Líbano en 1978 y bombardeó Beirut (capital del Líbano) en 1982, y esto originó la guerra del Líbano (1982-1985). Durante este conflicto nació la organización islámica chiíta Hezbolá, influida también por la Revolución islámica en Irán de 1979. Finalmente, el ejército israelí consiguió que los guerrilleros de la OLP abandonaran el Líbano. Sin embargo, la guerra civil continuó hasta 1990 y acabó con un país arruinado bajo la hegemonía de Siria.

La segunda guerra árabe-israelí (1973)

Tras la muerte de Nasser en 1970, lo sucedió en la presidencia de Egipto Anuar el-Sadat, quien comenzó a preparar junto al gobierno de Siria una nueva guerra para recuperar los territorios perdidos por los países árabes en la guerra de los Seis Días.

El 6 de octubre de 1973, tropas egipcias y sirias aprovecharon que se estaba celebrando la festividad religiosa judía de Yom Kippur y atacaron por sorpresa a Israel en la península del Sinaí y los Altos del Golán. Se inició así la segunda guerra árabe-israelí (también conocida como guerra de Yom Kipur o guerra del Ramadán), en la que los primeros avances árabes fueron luego contrarrestados por las fuerzas armadas israelíes.

Luego de 16 días de combate, las dos superpotencias de la Guerra Fría, que habían apoyado con armamento a sus respectivos aliados (Estados Unidos a Israel, y la Unión Soviética a Egipto y Siria), buscaron una solución al conflicto. El 25 de octubre de 1973 cesaron las hostilidades.

La guerra de Yom Kippur tuvo repercusiones en la economía mundial, pues los países árabes de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) restringieron entre 1973 y 1974 las exportaciones de petróleo a los países occidentales que habían apoyado a Israel, lo que provocó un aumento del precio del petróleo y redujo la actividad económica de las naciones industriales (este fenómeno se conoció como “crisis del petróleo”).

Segunda guerra árabe-israelí

La "crisis del petróleo" de 1973

Una consecuencia importante del conflicto árabe-ísraelí a nivel internacional fue la crisis económica que se desencadenó en 1973, luego de la segunda guerra árabe-israelí, conocida como la “crisis del petróleo”. Ese año, la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo (OPEP) decidió no exportar petróleo a los países que habían apoyado al Estado de Israel durante la segunda guerra árabe-israelí. 

Esta decisión afectó profundamente a los países occidentales más industrializados ya que generó un aumento del precio del petróleo, lo que llevó a un aumento de la inflación y la reducción de su actividad económica. A su vez, esto desestabilizó profundamente la economía internacional y generó que estos países encararan políticas permanentes de largo plazo para depender cada vez menos del petróleo árabe. 

La paz entre Egipto e Israel (1979)

Los acuerdos de Camp David permitieron que Egipto e Israel firmaran la paz.

Una de las consecuencias de la guerra de Yom Kippur fue la apertura de un proceso de paz entre Anuar el-Sadat (presidente de Egipto) y Menájem Beguín (presidente de Israel), mediado por el gobierno de Estados Unidos, que se concretó con la firma de los Acuerdos de Camp David (1978) y el tratado de paz entre Israel y Egipto (1979).

El tratado de paz estableció relaciones diplomáticas entre ambos países y devolvió el control del Sinaí a Egipto. Los territorios palestinos continuaron bajo ocupación israelí. Estos acuerdos provocaron que el gobierno egipcio fuera cuestionado por los otros países árabes y musulmanes, y luego fuera suspendido de la Liga Árabe hasta 1989.

En 1981, Sadat, que además de firmar el tratado de paz con Israel había roto la alianza de Egipto con la Unión Soviética y se había acercado a Estados Unidos, fue asesinado por el grupo Yihad Islámica Egipcia, opuesto a los acuerdos con Israel. 

Por otro lado, grupos palestinos de la franja de Gaza y Cisjordania comenzaron en 1987 la primera Intifada (una sublevación contra Israel debido a la creciente ocupación de tierras de Cisjordania por parte de colonos judíos).

En 1993 se firmaron los acuerdos de paz de Oslo entre el Estado de Israel y la OLP, que supusieron reconocer la legitimidad de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) como gobierno de Cisjordania y la franja de Gaza (desde 2013 la ANP adoptó el nombre de Estado de Palestina). De todos modos, el conflicto israelí-palestino continuó en los años siguientes con episodios como la segunda Intifada o los conflictos entre el Estado de Israel y el gobierno de la franja de Gaza que pasó a estar en manos del grupo islámico Hamás.

La declaración de independencia israelí

La causa principal del conflicto árabe-israelí es la declaración de la independencia del Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948. Esta declaración fue hecha por las fuerzas de la población israelí el día anterior a que las tropas británicas se retiraran de Palestina. El objetivo era que la comunidad internacional reconociera el territorio de Palestina como propiedad del pueblo judío. Con esta declaración se inició la primera guerra árabe-israelí de 1948. El texto de la declaración ilustra la justificación ideológica que el pueblo judío da para la ocupación de las tierras palestinas.

Declaración de la Independencia del Estado de Israel

14 de mayo de 1948

"Eretz-Israel (Tierra de Israel) fue el lugar de nacimiento del pueblo judío. Aquí toma forma su identidad espiritual, religiosa y política. Aquí obtuvieron por vez primera un Estado, crearon valores culturales de importancia nacional y universal y aportaron al mundo el Libro de los Libros.

Después del exilio forzoso de su tierra, el pueblo mantuvo su fe a través de su dispersión y no cesó de rezar y de esperar la vuelta a su tierra y la restauración en ella de su libertad política.

Empujados por estos lazos históricos y tradicionales, los judíos se esforzaron a través de las generaciones en establecerse de nuevo en su antigua tierra. En las últimas décadas volvieron en masa. Pioneros «mapilim» (inmigrantes que van a Eretz-Israel desafiando la legislación restrictiva) y defensores hicieron florecer el desierto, re vivir la lengua hebrea, construyeron pueblos y ciudades, y crearon una comunidad próspera controladora de su propia economía y cultura, amante de la paz pero sabiendo defenderse, aportando los bienes del progreso a los habitantes de todos los países, y aspirando a una nación independiente.

En el año 5657 (1897), en el requerimiento del padre espiritual del Estado Judío Theodor Herzl, el Primer Congreso Sionista convino y proclamó el derecho del pueblo judío a su renacimiento nacional en su propio país

Este derecho fue reconocido en la Declaración de Balfour de 2 de noviembre de 1917, y reafirmado en el Mandato de la Liga de las Naciones que en concreto sancionó la conexión histórica entre el pueblo judío y Eretz-lsrael y el derecho del pueblo Judío a rehacer su Casa Nacional.

La catástrofe que recientemente padeció el pueblo judío —la masacre de millones de judíos en Europa— fue otra demostración clara de la urgencia de la resolución de este problema de falta de hogar mediante el restablecimiento de Eretz-lsrael como Estado judío, que abriría ampliamente las puertas de su tierra a cada judío y daría al pueblo judío el status de pleno reconocimiento con miembro de la Comunidad de naciones.

Los supervivientes del holocausto Nazi en Europa, así como los judíos de otras partes del mundo, continuaron emigrando a Erezt-lsrael superando las dificultades, restricciones y peligros, y nunca cesaron de afirmar su derecho a una vida digna, libre y honrada en su tierra nacional. Durante la Segunda Guerra Mundial, la comunidad judía de este país participó plenamente en la lucha entre las naciones que defendían la libertad, paz y amor contra la maldad de las fuerzas nazis, y con la sangre de sus soldados y su esfuerzo militar ganó el derecho a figurar entre los pueblos fundadores de las Naciones Unidas.

El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una resolución proclamando el establecimiento del Estado judío en Erezt-Israel; la Asamblea General solicitaba la adopción por los habitantes de Eretz-Israel de todas las medidas necesarias para la ejecución de esta resolución. El reconocimiento del derecho del pueblo judío a establecerse en su Estado, hecho por las Naciones Unidas, es irrevocable.

El derecho es el derecho natural del pueblo judío de ser dueños de su propio destino, como todas las naciones, en su propio Estado soberano.

En conformidad, nosotros miembros del Consejo del Pueblo, representantes de la comunidad judía de Eretz-Israel y del Movimiento Sionista estamos aquí reunidos en el día del final del mandato británico sobre Eretz-Israel y, en virtud de nuestro derecho natural e histórico y la fuerza legal de la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas por la presente declaramos el establecimiento del Estado Judío en Eretz-Israel, que será conocido como Estado de Israel.

Declaramos que, con efecto desde el momento de la terminación del Mandato que será esta noche, vísperas del Sabat, el 6 Iyas 5708 (15 de mayo de 1948), antes del establecimiento de las autoridades del Estado regularmente elegidas de acuerdo con la Constitución que deberá adoptarse por la Asamblea Constituyente elegida no más tarde del 1 de octubre de 1948, el Consejo del Pueblo actuará como Consejo Provisional del Estado, y su órgano ejecutivo, la Administración del Pueblo, será el Gobierno Provisional del Estado judío, llamado Israel.

El Estado de Israel estará abierto a la inmigración judía y a la recogida de los exiliados, fomentará el desarrollo del país para el beneficio de todos sus habitantes, estará basado en la libertad, justicia y paz como lo preveían los profetas de Israel, asegurará la total igualdad de derechos sociales y políticos a todos sus habitantes, sin consideración de religión, raza o sexo; garantizará la libertad de religión, conciencia, lengua, educación y cultura, protegerá los lugares sagrados de todas las religiones y será fiel a los principios de la Carta de las Naciones Unidas.

El Estado de Israel está dispuesto a cooperar con las agencias y representaciones de las Naciones Unidas para ejecutar la resolución de la Asamblea General de 29 de noviembre de 1947, y adoptará todas las medidas necesarias para la unión económica de todo Eretz-Israel

Apelamos a las Naciones Unidas para que ayuden al pueblo judío en la construcción de su Estado y para que reciban al Estado de Israel en el comité de Naciones.

Apelamos en medio del ataque emprendido contra nosotros desde hace meses a los habitantes árabes del pueblo de Israel para que conserven la paz y participen en la construcción del Estado, en las bases de ciudadanía plena e igual y representación correspondiente en todas sus instituciones provisionales y permanentes.

Extendemos nuestra mano a todos los Estados vecinos y a sus gentes y ofrecemos paz y buenas relaciones, y apelamos a ellos para el establecimiento de puntos de cooperación y ayuda mutua con el pueblo judío establecido en su propia tierra. El Estado de Israel está dispuesto a hacer todo lo posible en un esfuerzo común para el progreso de Oriente Próximo.

Apelamos a todo el pueblo judío de la Diáspora para que colabore junta con los judíos de Eretz-Israel en la labor de inmigración y de construcción y para que estén unidos a ellos en la gran lucha por la realización del sueño de los tiempos la redención de Israel.

Poniendo nuestra confianza en el Todopoderoso firmamos esta declaración en esta sesión del Consejo de Estado provisional en la tierra de nuestro hogar, en la ciudad de Tel-Aviv, en vísperas del Sabat del día 5 de Iyar, 5708 (14 de mayo de 1948)."


              Editado del original Ingles, al Español. por Paya Frank 

jueves, 25 de septiembre de 2025

LA JUDEOFOBIA ESPAÑOLA .- Gustavo D. Perednik











Perednik acaba de publicar en inglés una extensa investigación sobre la judeofobia española, en la edición de otoño del Jewish Political Studies Review (Jerusalén, 15:3-4). En este artículo se sintetizan algunas de sus ideas acerca de esta patología social que, más de medio milenio después de la expulsión de los judíos de España, sigue carcomiendo el raciocinio de una buena parte de los españoles. Especialmente se destacan los medios de prensa de la península


Miguel Angel Moratinos publicó en junio de este año una exhortación para que Israel «despierte» y favorezca el surgimiento de un Estado árabe-palestino, el primero de la historia. Que los esfuerzos diplomáticos de Israel estuvieron y están encaminados en esa dirección, y que toda propuesta israelí para concretarlos fue respondida con un baño de sangre, pues parece escapársele al despierto exhortador.


Me pregunto si, en vistas del virulento recrudecimiento de la judeofobia europea, no debería escribirse un corolario a la moratinada, titulado Despierta Europa, por lo menos para sacudir a la mayoría de ellos que, según las encuestas del Eurobarómetro de noviembre pasado, opinan que el principal país que amenaza la paz mundial es Israel.


No las autocracias belicistas árabes que mantienen a sus pueblos en la miseria culpando siempre al exterior, ni algunas dictaduras corruptas del África, ni Irán fundamentalista, Libia asesina, Arabia misógina, Siria que ocupa el Líbano entero, Sudán genocida. Europa siente que Israel la amenaza, y Moratinos nos pide a los israelíes que nos despertemos y descubramos las causas de sentimientos tan sagaces.


Algunos genios europeos han dado un paso adicional y procedieron a explicar por qué Israel es el problema. Mikis Theodorakis acaba de declarar públicamente que «los judíos, carentes de historia, arrogantes y agresivos, son la raíz del mal». Goebbels perpetraba similares invitaciones al genocidio, pero por lo menos no se trataba de un admirado compositor. Mientras Europa odia a Israel y alienta a sus destructores, lo acusa simultáneamente de nazi. Así hablaron Gaspar Llamazares y José Saramago, quienes agregaron que no cabe conmiserarse ni siquiera por los sufrimientos que los judíos han sufrido en el pasado. Ni que hablar de los que sufren hoy.


Niños israelíes pueden volar en pedazos en pizzerías y fiestas de cumpleaños, pero para la mayor parte de los europeos la agresión radicará en «el muro» que Israel construye para impedir la infiltración de terroristas (dicho sea de paso, no hay muro alguno. Es una valla reversible parecida a la que España ha construido para evitar la infiltración de magrebíes en Melilla, y eso que Marruecos nunca se ha propuesto destruir España).


En un estudio sobre las actitudes judeofóbicas en varios países europeos que fue dada a conocer a fin de 2002, España resultó ser el peor, tanto entre los cinco países estudiados como entre otros cinco considerados dos meses antes. En la encuesta española, el 21% de los entrevistados resultaron judeófobos.


Se me ocurre que ingentes esfuerzos deberían invertirse en despertar a España de la pesadilla judeofóbica que la enferma; antes de que una buena parte de Europa, fría, hipócrita y suicida, sea capaz de perpetrar un pequeño Holocausto más, al mismo tiempo que le reproche a Israel ser nazi y asesino. Así operó el nazismo: mientras destruía al pueblo judío, explicaba su genocidio como un acto de autodefensa frente a las maquinaciones del «lobby judío».


El caso español


Imaginemos a un inquisidor del siglo XVI. Aun si se hubiera horrorizado de las matanzas de judíos en 1391, no habría sido capaz de notar que él mismo encarnaba la continuación de aquella cruzada judeofóbica. «¿Cómo puede usted comparar?» espetaría. «Ferrant Martínez masacró inocentes arbitrariamente. Nuestra Inquisición, por el contrario, tiene el noble objeto de proteger la unidad religiosa, y además otorga a las víctimas la opción de la fe antes de la hoguera.»


Del mismo modo, quien durante el siglo XIX se enterara con estupor de las torturas inquisitoriales, no admitiría que ese odio tuviera relación con la discriminación e injurias que durante su propia época padecían los descendientes de judíos: «¿Cómo se puede equiparar la brutalidad medieval –exclamaría– con la autodefensa de la sociedad española actual frente a las perniciosas influencias judaicas?»


La judeofobia es singular. No sólo porque se trata del odio más antiguo, universal, profundo, persistente, obsesivo, quimérico y eficaz que haya existido, sino porque quien lo padece, raramente lo asume conscientemente. Aunque Lope de Vega, Quevedo, o Bécquer, hubieran expresado reservas frente a los horrendos mitos del pasado que habían provocado el derramamiento de torrentes de sangre judía, los mitos pretéritos no los habrían disuadido de difamar ellos mismos a sus contemporáneos de origen israelita. Para el ilustre trío, los judíos dominan todo, corrompen todo.


Pareciera que la compasión por las víctimas judías, es válida siempre y cuando los agredidos ya hayan muerto en el remoto ayer. Empero, la sensibilidad para con el dolor tiende a desvanecerse cuando uno debe hurgar en la judeofobia que pervive en su propia sociedad.


De entre los españoles de hoy también, pocos proclamarían abiertamente odiarnos, pero la mayoría de ellos guarda, aún en el más cálido de los corazones, un gélido rincón para «el judío de los países». Una encuesta de Gallup, encontró que sólo el 4% de los españoles sienten empatía con Israel con respecto al conflicto en Medio Oriente.


Que Israel es el Estado más cuestionado del mundo no parece sorprenderlos. Que sufrió las dos terceras partes de las condenas de la Asamblea de las Naciones Unidas, no los hace parpadear, aun después de enterarse de que ese organismo, hasta 1991 jamás había condenado a ningún régimen árabe, pese a sus violaciones reiteradas a los derechos humanos.


No los conmueve que Israel es el único país del mundo que tiene vedado el acceso al Consejo de Seguridad, y que, a pesar de ser la única democracia del Medio Oriente, se descarguen sobre él los dardos acusadores de los medios de difusión. Que es el único país del mundo al que se zahiere con epítetos como «nazi», «cáncer de Medio Oriente», proferidos aun por intelectuales y grandes escritores. Que a los medios de difusión europeos los tiene obsesionados el pujante Estado cuya creación fue precisamente una necesidad para salvar millones de vidas de las garras de Europa. Ninguna prueba es suficiente. No despierta su admiración el reverdecer del desierto, ni el renacimiento del hebreo, ni la más alta tecnología. Al contrario: son logros con los que incrementan su arsenal de desprecio contra «la explotación judía». Y si Israel ha compartido sus logros en agricultura ayudando como ningún otro país a los africanos, pues es parte de su soberbia. Si siempre estuvo dispuesta a transacciones territoriales en aras de la paz, pues es mentirosa.


A Israel no hay que dejarlo ni hablar. No era suficiente con que tenga vedado el acceso a la mayor parte de los medios españoles. La Universidad Carlos III acaba de cancelar unilateralmente una presentación del embajador de Israel en España argumentando que recibió amenazas de violencia. Debemos suponer que también «los judíos» son los culpables de esas amenazas y así ¡una universidad! opta por someterse a los violentos, y silencia de plano a una de las partes de un conflicto. La verdad tiene en España una sola cara.


«¿Cómo puede usted comparar?» nos preguntarían enojados las marujatorres y los javieresnart. «¿Qué tienen que ver los excesos de la intolerancia en el pasado con las críticas al Estado sionista, dirigidas contra la ocupación?» Será quijotesco procurar que piensen en que el terrorismo palestino mataba niños judíos antes de la ocupación. Que se den cuenta de que Israel les ofreció en el año 2000 concluir la ocupación, y el jefe palestino rechazó la oferta sin contraproponer nada, y lanzó a su desdichado pueblo a un baño de sangre que lleva más de dos años. Será imposible sacudirlos de una judeofobia que les impide ver que la ocupación israelí no es la causa, sino la consecuencia de la agresión árabe.


El terrorismo árabe no nos mataba sólo antes de la ocupación. Mataba judíos décadas antes de que el Estado de Israel siquiera hubiera nacido. Un dato que entorpece la estrecha visión del judeófobo contemporáneo sería, por ejemplo, que terroristas árabes destruyeron la comunidad judía de Hebrón el 24 de agosto de 1929, décadas antes de «la ocupación». Asesinaron a decenas de judíos, hombres, mujeres y niños, sólo por ser judíos, exactamente igual que los pogromos que venían diezmando por medio siglo las comunidades israelitas de Europa Oriental. Una miniatura del Holocausto que comenzaría diez años después. ¿Por qué no habríamos de cotejar odio con odio, si compartían el mismo blanco, la misma saña, y la misma condonación generalizada?


No atenderán ningún argumento, porque la judeofobia de hoy, como la del pasado, padece de inconciencia. No admite reclamos. Se limita a atacar. Europa castiga a Israel cuando se atreve a defenderse, y se limita a condenar la judeofobia... pretérita.


Los medios de difusión españoles (salvo algunas honrosas excepciones) siguen el modelo enfermizo de El País, que consiste en demonizar a Israel, presentándolo como una intolerante teocracia financiada por un poder oculto internacional. El resultado es esperable: el lector medio no habrá de contentarse con ninguna «solución» al conflicto que en la práctica no implique la destrucción del único Estado judío del mundo. Un estado imperial cuyo territorio cabe más de veinte veces en España y más de quinientas veces en los territorios árabes, ricos en petróleo y en analfabetismo impuesto por jeques y reyezuelos.


Pero las voces ofensivas de su vocabulario, los españoles las tienen reservadas para los judíos. «Judiada» y «sinagoga» siguen siendo recogidos en España como insultos. Los antisionistas de hoy han extendido la nómina infame agregándole «Israel», y la voz «lobby judío», que en España se utiliza con una frecuencia escalofriante. Se atribuye al «lobby judío» todo tipo de maquinaciones, ¡en un país donde los judíos son el 0,05% de la población!). Marisa Paredes llegó a culpar a ese «lobby» que la película «El pianista» ganara un Oscar.


Sólo en los medios de España, Jenin fue un Holocausto. Sólo en España aún se reverencia la memoria de niños supuestamente torturados y martirizados por diabólicos judíos (un par de ejemplos son la catedral de La Seo en Zaragoza, y la de San Nicolás en Sevilla, en la que el obispo Carlos Amigo Vallejo difunde el libelo de sangre). Sólo en España «matar judíos» puede ser considerado un juego de niños.


Ni derecho a la existencia


Un artículo de Crónica esgrimió que los judíos están encaramados en la élite política española y que aún de la cárcel pueden liberarse gracias a sus conexiones en la banca, en la industria y en las tenebrosas bambalinas desde las que controlan todo. Cuando un atrevido lector osó cuestionar la calumnia, el editor Agustín Pery Riera publicó una respuesta que debería incluirse en una antología del atolondramiento más pérfido: «si alguien descubriera que la mitad de los hombres de negocios españoles son gaditanos, y yo pidiera un artículo al respecto, nadie me acusaría de querer destruirlos a todos» (13/11/02). El profundo pensador da aquí por sobreentendido dos taras de la judeofobia española: los judíos lo dominan todo, y la única forma posible de la judeofobia es «matarlos a todos». Si sólo se trata de insultarlos a todos, pues eso no es judeofobia. Es ciencia pura, políticamente correcta.


Cuando a principios de marzo de este año fui invitado a dar una conferencia a la universidad Rovira i Virgili de Tarragona, una avanzada estudiante me interrumpió con ingenuidad: «Me lo han explicado cien veces y no logro entenderlo: ¿qué derecho tiene Israel a existir?» Me permito detenerme en su pregunta porque intuyo que íntimamente se la formulan muchos españoles.


Si la audiencia tarraconense no hubiera sido hostil, habría optado por regalarle a mi interlocutora su centésimoprimera explicación, aunque convencido de que tampoco cien adicionales la habrían hecho entender, porque la judeofobia tiende a oscurecer el raciocinio.


Opté por no justificar mi existencia y le reboté su pregunta: «Estimada Eva, ¿sabe usted cuántos Estados hay en el mundo?» Como me replicó intrigada que lo ignoraba, me apresuré a aclararle: «Hay 192. Yo felicito a 191, porque han aprobado su concienzudo examen de derecho a la existencia. Hay un solo Estado, mucho más pequeño que Cataluña y agredido por los regímenes más atroces, al que usted ha reprobado en su minuciosa inspección. ¿No le despierta sospechas?» En mi experiencia, este método de retribuir un cuestionamiento con otro, coadyuva a quebrar el prejuicio.


Si hubiera optado por esclarecerla sobre nuestro derecho a existir, me habría bastado echar mano del judío más famoso del mundo. Jesús de Nazaret fue un hebreo en su tierra, un judío en Judea. Se regía por el mismo calendario de los israelíes de hoy, usaba su alfabeto y celebraba sus festividades, practicaba su religión y estudiaba el mismo libro. Asumía su historia y contemplaba la misma geografía. Jamás escuchó la palabra «Palestina» ni vio mezquita alguna. Al igual que David, que los macabeos, los escribas, los profetas, los salmistas, los reyes de Judea y los herederos de su tierra por milenios. Los que retornaron a su tierra siglo tras siglo, cuando en el mundo no había documento alguno que atestiguara la existencia de otro pueblo palestino más que el pueblo judío en Sión.


Adivine el lector: ¿con qué pueblo actual se habría identificado Jesús: con los griegos, los palestinos, o los israelíes? Quien pueda responder con honestidad una pregunta tan simple como esa, comprenderá nuestro derecho a una tierra en la que nos hemos forjado como nación, de la que nos alejaron por la fuerza, y a la que jamás renunciamos. Entiéndase eso, y la judeofobia contemporánea comenzará a disiparse.


Pero tampoco para los medios de difusión españoles bastarán cien explicaciones. Optan por las macabras caricaturas de Reboredo y de Ferreres acerca del sionismo y de Israel, como los europeos de antaño baldonaban al judío y su religión. Creo que a un diario local le sería suficiente publicar un titular bisilábico que se limitara a decir «Sharón», para que el lector medio reaccionara indignado por el despliegue de fanatismo y agresividad que le provocan las asociaciones de su imaginario.


Todos los Estados modernos nacieron gracias a movimientos nacionales, pero solamente el sionismo es bastardo a los ojos españoles. Es el único movimiento nacional al que se le atribuyen intentos de dominio mundial, como antaño a los judíos.


El terrorismo judeofóbico es invisible para los lentes europeos. Para los judíos no, porque lo pagamos con sangre. Por ello Israel continuará defendiéndose de una agresión que no admite alternativas: no se confronta a una u otra política, sino, como la estudiante Eva, cuestiona nuestra misma existencia. Israel no aparece en los mapas árabes cualesquiera, y la mayoría de los Estados árabes, después de medio siglo, aún no lo reconocen.


Ninguno de esos datos logra penetrar la muralla autista de los medios españoles. Someten al sionismo a una metamorfosis similar a la que la Europa de antaño sometía al judaísmo, «la religión vengativa y sanguinaria».


«¡Cómo puede usted comparar!» los oigo irritarse a los antoniogalas. Pues les respondo: lo hago, porque se trata del mismo objeto de desprecio, de la misma soberbia que elige sólo a uno para no perdonarle nada y deja a los demás indemnes de sus implacables dictámenes. Comparo porque es el mismo empecinamiento en descalificar al judío y sólo al judío. Comparo porque es la misma judeofobia letal, colérica e ingenua.


En esta campaña de demonización de Israel, el método más tentador para los medios es emplear voceros judíos, quienes por su origen permitan simular buena predisposición. Entrevístese a Chomsky, Shahak y Avneri, y Arafat querrá contratarlos para su ministerio de propaganda.


Con el ardid de hacer hablar a periodistas locales con apellidos judíos, o a israelíes que odian Israel, la ponzoña de la prensa se asume insospechable de judeofobia. Individuos que no representan a nadie entre los judíos, ocuparán páginas enteras de El País. El implícito argumento es de una lógica impecable: si nada menos que judíos critican a Israel, qué podría esperarse del resto de pobres nosotros. El lector inteligente sabrá cómo evitar caer en la trampa. Se espera de un diario, más que pluralidad de etnias y religiones, pluralidad de ideas. Una policromía que en general brilla por su ausencia cuando se debate sobre el Medio Oriente.


Porque sobre Israel, las conclusiones que se esperan del lector español son monocordes y maniqueas; la culpa la tiene Israel. Siempre el judío. Así fue el título del artículo de Enrique Curiel (La Razón de Madrid, 20/4/03): «El nombre del problema es Israel.» En una combinación de estulticia y paranoia que sólo la judeofobia puede engendrar, se explica allí que la culpa de la guerra en Irak la tienen los judíos, y que la Intifada árabe fue el resultado de una conspiración entre Bush, Ehud Barak y Ariel Sharón. Los pobres terroristas árabes (perdón, quise decir «activistas») son dominados por el poder judío internacional.


Escribo estas líneas para El Catoblepas, del círculo de Gustavo Bueno, que es en alguna medida una ráfaga de aire puro en una España contaminada de judeofobia suicida. Desde estas páginas sí puede hacerse un humilde llamamiento para que España tome una iniciativa educacional que la despierte de su obsesión para descalificar a un solo país, el judío.


Cuando el español medio tome conciencia de esa obsesión, podrá sacar una de dos conclusiones: o Israel es en efecto la obra más satánica de la historia humana, o bien la saña de la que el Estado judío es objeto, es la heredera directa de la que castigó al pueblo hebreo por milenios.



En ambos casos habremos revelado la judeofobia subyacente. Desvincularla pues de la judeofobia pretérita, sería tan ingenuo como atribuir toda opinión sobre el conflicto al odio antijudío.

miércoles, 13 de agosto de 2025

En Marruecos recuerdan el origen musulmán de Madrid







                                                        Grabado de época de cómo era Madrid© Yabiladi

Madrid fue erigida como ciudad musulmana por los gobernantes omeyas de Al-Ándalus, a partir del siglo IX. Esta edificación y la organización social que de ella surgió son todavía poco reconocidas, pero restos arqueológicos y escritos históricos las documentan. En ellos se encuentra, en particular, un espacio donde musulmanes, cristianos y judíos convivieron durante siglos.

Hoy en día, --escribe Yabiladi--, resulta difícil imaginar a Madrid como una ciudad musulmana amurallada. Sin embargo, así fue como la capital de España comenzó a tomar forma durante el califato andalusí a partir del siglo IX. Los Omeyas, que gobernaron el mundo musulmán desde Damasco entre 661 y 750, y posteriormente Al-Ándalus de 756 a 1031, ordenaron la construcción de esta fortaleza en 865, supervisándola de cerca. Durante los primeros 220 años de su existencia, la ciudad se convirtió en un punto de encuentro para musulmanes, judíos y cristianos, hasta que fue capturada por la realeza cristiana durante la Reconquista (722-1492).

En aquel entonces, la ciudadela era conocida como «Majrit» o «Maŷrīṭ», debido a sus abundantes recursos hídricos. María Jesús Viguera Molíns, miembro de la Academia Real de Historia de España y colaboradora de la Fundación para la Cultura Islámica (FUNCI), ha dedicado gran parte de su trabajo a documentar las diversas etapas de esta ciudad originalmente musulmana, utilizando fuentes árabes. Destaca que la primera mención de la ciudad aparece en los escritos del cronista Ibn Ḥayyān (fallecido en 1076), quien cita a su predecesor Razi (fallecido en 955).


Los registros indican que el castillo de Madrid era una de las muchas infraestructuras imponentes cuya construcción fue ordenada por el emir omeya Muḥammad I (852-886) "para los habitantes de la frontera de Toledo". La obra monumental se inició en un contexto de intensa actividad de construcción y fortificación en las áreas fronterizas de Al-Ándalus, con el objetivo de repeler incursiones. En el siglo IX, esta preocupación era constante para los emires, especialmente porque la península ibérica estaba siendo recuperada por los cristianos, hasta la caída de Granada en 1492, que puso fin a ocho siglos de dominio musulmán.

La fundación de la ciudad tenía como objetivo consolidar el poder de Córdoba en esta región fronteriza y poco poblada, y enfrentar la constante insubordinación de Toledo y las incursiones asturianas, explica Daniel Gil-Benumeya, coordinador científico del Centro de Estudios del Madrid Islámico (CEMI) y profesor de estudios árabe-islámicos en la Universidad Complutense de Madrid. En su artículo «El Madrid andalusí, entre historia y memoria», el investigador sugiere que podría haber existido una fundación anterior a 865.


Según él, el desarrollo urbano de Muhammad I habría concluido antes de 871. Ibn Hayyan describe a «un rebelde toledano» llamado Masuna o Masiya, interceptado y asesinado ese año en Madrid "por quien pudo haber sido el primer guardián de la ciudad: ‘Ubayd Allāh b. Sālim". Otras hipótesis atribuyen la fundación de la primera fortificación (ḥiṣn) de Madrid a "uno de los muchos rebeldes del emirato o a la iniciativa del clan bereber de los Banū Sālim, asentado en la Marca Media, al cual podría estar relacionado el apellido del mencionado ‘Ubayd Allāh b. Sālim".

No obstante, "la preexistencia de una supuesta colonia visigoda es un tema recurrente, a pesar de la ausencia de pruebas documentales o materiales", precisa Daniel Gil-Benumeya, refiriéndose a una hipótesis de Jaime Oliver Asín (1959), que este último terminaría por abandonar. En cualquier caso, las investigaciones sugieren que «las únicas indicaciones de un hábitat anterior» provienen del período islámico. Sin embargo, las características del santuario de Madrid siguen siendo objeto de conjeturas, ya que los restos fueron destruidos entre los siglos XVI y XX. Los datos más recientes describen "un recinto fortificado de aproximadamente cuatro hectáreas, lo que sitúa a Madrid al mismo nivel que pequeñas ciudades de la Marca Media como Calatrava, Zorita de los Canes y Alcalá".


En cuanto al refuerzo de las murallas, es rastreado por Ibn Ḥayyān y retomado por al-Ḥimyarī en el siglo XV. Relata que durante excavaciones del foso exterior de la muralla, se descubrió una tumba imponente de unos veinte metros. La muralla tiene "al menos dos puertas, que han sobrevivido hasta la época moderna". El geógrafo y viajero marroquí Charif Al-Idrissi también dedicó una parte de su emblemático "Libro de Roger" (Tabula Rogeriana, o Nuzhat al-mushtāq fi'khtirāq al-āfāq) a la descripción del Madrid castellano que conoció. Publicado en 1150, esta obra sitúa «la mezquita principal donde el sermón se pronuncia regularmente» cerca de una de estas entradas.

En esa época, la mezquita servía como iglesia de Santa María, o la iglesia de la "Almudena", debido a su proximidad con la antigua ciudadela musulmana. Las investigaciones también atestiguan que Madrid contaba con cuatro zonas fuera de las fortificaciones (extra-muros). Tres de ellas estarían relacionadas con la urbanización que marcó los siglos X y XI. La última, en la colina de la Vistilla, sería contemporánea o ligeramente anterior a la construcción del corazón de la ciudadela. En los alrededores de la plaza de la Cebada, un cementerio habría servido a los habitantes entre los siglos IX y XV, en la época mudéjar.


Más que un bastión militar, Madrid se revela así como una verdadera medina que experimentó un desarrollo administrativo y urbanístico considerable, bajo el dominio musulmán, y luego durante los primeros años de la realeza cristiana. En este sentido, Charif Al-Idrissi la califica de "pequeña ciudad y fortaleza próspera y bien defendida", rica en su irradiación intelectual y su auge económico. Tuvo su qadi, su gran mezquita, una veintena de ulemas y numerosos eruditos o científicos cuyos nombres están vinculados a la ciudad, como el matemático y astrónomo Maslama al-Maŷrīṭī, fallecido en Córdoba hacia 1007. En cuanto a los restos descubiertos hasta ahora, atestiguan la importante actividad agrícola local, así como una organización del trabajo en el textil, además de una destacada actividad de alfarería.

Hasta entonces fuerte por el poder militar de los gobernantes omeyas, esta organización social será sin embargo sacudida por la reconquista cristiana, que la aleja cada vez más de las zonas de influencia musulmana en la península ibérica. La toma de Madrid se lleva a cabo ya en el siglo XI, más de 300 años antes del final del dominio musulmán de Al-Ándalus en 1492. Artífice de la conquista de Toledo en 1085, el rey Alfonso VI de León (1065-1109) se apodera del territorio para convertirlo en una ciudad castellana y cristiana. Sin embargo, esta sigue marcada por su diversidad cultural, al haber contado con una amplia comunidad mudéjar, y luego mora, durante casi cinco siglos.


En otro de sus artículos dedicados al legado musulmán de Madrid, Daniel Gil-Benumeya estima que esta presencia se extendió incluso a lo largo de 700 años, con la afluencia de moriscos deportados o reducidos a la esclavitud procedentes de Granada. "Otras formas de presencia musulmana o cripto-musulmana perduraron más allá, tales como esclavos de origen musulmán, exiliados, rehenes, renegados y embajadores", explica en "Los musulmanes en las calles de Madrid".

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