GATUNO
No tuve ningún mal presentimiento cuando
Smithby se casó con Cynthia Carmichael y se marchó con ella en viaje de novios.
Ninguna voz interior susurró su espantosa advertencia en mi oído cuando se
rumoreó que Smithby estaba dedicando sus doce meses de permiso a
investigaciones de una naturaleza extrañamente particular. Incluso en mi
calidad de jefe de su departamento, ¿cómo podía saber que Smithby se disponía a
dar a luz su Gatuno?
Su permiso estaba a punto de terminar,
empezó el mío, y me marché, con la intención de pasar tres deliciosos meses en
la soleada Italia, dedicando los nueve meses restantes a explorar los tesoros
de la Biblioteca Nacional de Escocia. Pero no pudo ser. Apenas una semana
después de mi llegada a Edimburgo, recibí la carta.
¿He dicho «carta»? No había ninguna carta
en el feo sobre que me había seguido los pasos desde el norte de Italia.
Contenía únicamente una breve nota, acompañada de un enorme recorte de algún
periódico sensacionalista.
Leí el breve mensaje:
Querido Cristopher:
Smithby ha traicionado nuestra tradición
y nuestra confianza. En su departamento reina el caos. Tres de nosotros hemos
presentado ya la dimisión.
WITHERSPOON
Durante un horrible momento, cerré los
ojos; y el rostro de Smithby, una pálida máscara de modesta erudición, apareció
ante mí. Luego, con dedos temblorosos, abrí el recorte.
¡EL AMOR CONYUGAL IMPULSA EL TRIUNFO DE
LA CIENCIA!
¡Un joven profesor de Bogwood gana sus
laureles con los primeros estudios sobre el lenguaje de los gatos!
gritaban los titulares, encima de una
fotografía de Smithby y de su esposa, cada uno de ellos con un gran felino en
brazos. Estupefacto, leí:
New Haven, 5 de agosto: Por primera vez
en casi un siglo, la Universidad de Bogwood ha acaparado el interés nacional al
hacerse públicos los trabajos de Emerson Smithby, profesor de Literatura
Inglesa, sobre algo que los hombres de ciencia consideran como el más
importante de los descubrimientos de nuestra época: el idioma hablado por los
gatos.
Si hemos de creer a su esposa, la rubia y
curvilínea Cynthia Smithby, el joven profesor ha derribado una barrera que
hasta ahora parecía insuperable: la barrera existente entre el hombre y los
llamados animales inferiores.
El profesor Smithby, por su parte, ha
declarado:
«Los gatos no solamente poseen un idioma,
sino que su complejo cultural no presenta desemejanzas básicas con el nuestro.
Empecé a sospecharlo cuando mistress Smithby y yo realizábamos nuestro viaje de
luna de miel; y ella me ha ayudado incansablemente, aportando sus propios gatos
a la investigación.
»Cuando logramos convencerles de la
importancia del proyecto, progresamos rápidamente. En menos de dos meses, nos
pusimos en condiciones de hablar el Gatuno con cierta fluidez».
A continuación, el profesor Smithby
reveló que ya ha preparado un texto para principiantes: El Gatuno, Su Gramática
Fundamental, Pronunciación y Uso General.
Sin embargo, se ha negado a comentar un
rumor según el cual gracias a los esfuerzos de Gregory Morton, conocido
gatófilo y miembro del Consejo Directivo de la Universidad de Bogwood, el
vocabulario Gatuno no tardará en quedar enriquecido con algunas maldiciones
propias de los felinos. Debido a la ausencia del profesor Cristopher Flewkes,
jefe del departamento del doctor Smithby, nos ha sido imposible recabar su
opinión.
Me quedé de piedra. Imposible pensar de
un modo coherente. El ciego instinto me dijo que Bogwood estaba en peligro…,
que Bogwood me necesitaba…, que debía tomar el primer barco de regreso.
Nada podía haberme preparado la recepción
que el Destino había dispuesto en el Club de la Facultad la noche de mi
llegada. Quizás la brillante luz que ardía sobre el pupitre del vestíbulo me
cegó al entrar; quizás mis propias preocupaciones me distrajeron hasta el punto
de impedirme ver el gato. Lo cierto es que no me di cuenta de su presencia
hasta que su repentino maullido informó al mundo que yo le había pisado la
cola.
Un extraño cuadro. El gato había huido,
dejándome de pie al lado de mi maleta, caída en el suelo. Detrás del pupitre,
un joven oriental contratado durante mi ausencia, me contempló a través de un
par de aquellas curiosas gafas conocidas por el nombre de «arlequines».
-¿Acostumbra usted a pisar
descuidadamente a los huéspedes? -me preguntó con plácida insolencia-. Si es
así, puede marcharse por donde ha venido.
El corazón me dio un vuelco.
-Oiga -repliqué-, soy el doctor Flewkes…
Cristopher Flewkes.
El individuo sonrió.
-En tal caso, el pisotón será un
accidente. He oído hablar de usted. Usted es Flewkes, yo soy Usted.
Pensé:
«Este hombre está loco, desde luego».
Y, en voz alta, dije:
-¿De veras? ¿Usted es yo?
Sin dejar de sonreír, el hombre sacudió
la cabeza gravemente.
-No es eso. Me llamo Usted… Beowulf
Usted. Descubrí el nombre en una novela inglesa.
-De acuerdo -dije-. Usted es Usted. ¿Está
preparada mi habitación?
Usted se inclinó cortésmente.
-Estoy aquí para estudiar -me informó-.
Por la noche soy un empleado; durante el día estudio Gatuno con cierto
aprovechamiento. Es posible que consiga licenciarme en Gatuno…
-¿Está preparada mi habitación? -repetí
en tono irritado.
-Casi seguro, señor -dijo Usted-. Dentro
de un momento le acompañaré con mi presencia. Ahora, debo, presentarle sus
disculpas a nuestro huésped…
Se acercó al gato, el cual estaba en un
rincón, lamiéndose el lastimado apéndice.
-Ee-owr-r -dijo Usted, muy cortésmente-.
Miau, meu, mr-ou.
El gato no le prestó la menor atención; y
Usted, con una expresión preocupada, se apresuró a sacar un pequeño volumen de
su bolsillo, lo consultó, y repitió varias veces su comentario original.
Finalmente, el animal levantó la cabeza.
-Miau -dijo, quejumbrosamente.
Usted se inclinó. Luego se volvió hacia
mí con aire de contento.
-Está usted perdonado; es un gato muy
civilizado. Ahora, subiremos a su habitación.
Asentí débilmente. Mientras subíamos la
escalera, vi que el vestíbulo estaba lleno de gatos. Tumbados, en las butacas,
sobre la alfombra, delante del fuego… Incluso sobre la repisa de la chimenea,
debajo del retrato de Ebenezer Bogwood.
Entré en mi habitación. Usted me dio las
buenas noches y se marchó. Fatigado, me senté en la cama… y al hacerlo vi el
Programa De Cursillos del semestre sobre la mesilla de noche. Luché contra el
deseo de cogerlo… pero perdí la batalla. Lo abrí, volví las páginas. Y vi:
Departamento de Lenguajes Felinos
Emerson Smithby, Ph. D., Director
Seguía una lista de cursillos: Gatuno 100
A (Elemental), Gatuno 212 (Filología), Gatuno 227 (Literatura)… y otros datos
pertinentes, incluyendo la información de que toda la enseñanza corría a cargo
de míster y mistress Smithby.
Desalentado, sollocé por Bogwood hasta
que amaneció.
No me desperté hasta poco antes de la
hora del almuerzo, cuando el teléfono sonó por informarme de que Witherspoon
estaba esperándome en el vestíbulo; y a pesar de lo triste de mis pensamientos,
me obligué a levantarme y a vestirme. La nota de Witherspoon había mencionado
su dimisión de la Facultad; y, ahora, se me ocurrió que tal vez debería unirme
a él en su trágico apartamiento del mundo académico, que tal vez ambos habíamos
sido sobrepasados por la ciencia de una nueva época. Finalmente, con el traje
arrugado y la barba sin peinar, bajé al encuentro de mi colega.
Entré en el vestíbulo, y oí aquella voz
familiar dándome la bienvenida, y vi aquella larga y desgarbada figura
levantándose de una butaca junto al hogar.
-¡Bertrand! -exclamé, y un instante
después nos fundíamos en un abrazo.
Le miré con asombro. ¿Era éste el amable
y melancólico Witherspoon que yo había conocido? Su aspecto continuaba siendo
tan gris como siempre. Pero me di cuenta en seguida de que el antiguo
Witherspoon se había desvanecido, dejando paso a un hombre de hierro.
Pareció leer mi pensamiento.
Conduciéndome a una butaca, propinó un manotazo a un gato, ahuyentándolo, para
que yo pudiera sentarme.
-Cristopher -me dijo, en tono muy firme-,
he decidido continuar en mi puesto. Ha llegado el momento de luchar… ¡Y
lucharemos!
Al oír aquellas palabras, mi corazón se
llenó de negra desesperación por nuestra causa perdida.
-¿Cómo podemos luchar, Bertrand?
-exclamé, señalando con un gesto a la felina población de la estancia.
Witherspoon se sentó a mi lado.
-¡Valor, Cristopher! Esos malditos
animales -señaló a los gatos- no tienen la culpa. Incluso Morton, a pesar de su
traición, no es más que un instrumento. Nuestro enemigo es Smithby. ¡Debemos
destruirle por todos los medios, nobles o innobles!
Sus ojos llameaban mientras pronunciaba
aquellas palabras. Luego bajó el tono de su voz, hasta convertirlo en un
susurro conspirador.
-He planeado la estrategia para nuestra
campaña -murmuró-. ¿Quieres que te la revele?
-Desde luego -dije, inclinándome hacia
adelante ávidamente.
Pero Witherspoon no tuvo la posibilidad
de contestarme. Súbitamente, su mirada se había endurecido. Con los puños
apretados y el ceño fruncido, sus ojos estaban clavados en la puerta de entrada
al vestíbulo.
Yo no me había fijado en las personas que
cruzaban el vestíbulo, camino del comedor, durante nuestra conversación. Pero
ahora miré a mi alrededor… y vi avanzar a Smithby y Cynthia Smithby, seguidos
de Beowulf Usted. Un enorme gato negro estaba posado sobre los hombros de
mistress Smithby, en sorprendente contraste con sus dorados cabellos. Otro
gato, un siamés, sostenía un agradable tête-á-tête con Smithby, que lo llevaba
en brazos.
Oí que Witherspoon susurraba a mi oído:
-¡Mírala! Parece un cruce entre un bollo
de crema y una valquíria.
La descripción, debo confesarlo, me
sorprendió. Más tarde me enteré de que Witheread la había oído de labios de un
estudiante. Pero, no era del todo inexacta. Cynthia Smithby era muy alta: media
docena de pulgadas más alta que su marido; se parecía a la Julie de Herrick:
una espléndida figura, demasiado imponente para el gusto moderno, una boquita
muy roja, una diminuta y redondeada barbilla, una mirada envolvente…
Ella fue la primera en verme.
Inmediatamente, una traviesa sonrisa asomó a sus labios, y cambió de ruta. Con
la cabeza muy erguida, avanzó hacia mí.
Me erguí a mi vez, para esperarla con un
adusto e intransigente semblante. Sabía que Witherspoon estaba equivocado.
¡Ella era nuestro enemigo! ¡La Lilith que había seducido a un hombre débil,
desviándole del camino de la sobria erudición! Y me di cuenta de que no debía
andarme con rodeos, definiendo claramente mi actitud desde el primer momento.
Con un delicioso rubor en sus mejillas,
Cynthia Smithby se detuvo delante de mí.
-¡Querido míster Flewkes! -exclamó, con
su voz musical-. ¡Qué deliciosa sorpresa! Me alegro de verle de nuevo entre
nosotros. -Inclinó sus pestañas con burlona modestia-.'Y lo mismo digo de
Emerson. ¿No es cierto, Emerson?
Smithby enrojeció, se cambió dos o tres
veces de mano un libro que llevaba y asintió con evidente placer.
-Han ocurrido muchas cosas desde que
usted se marchó -continuó Cynthia-. Cosas maravillosas. Aunque… será mejor que
se entere de ellas asistiendo a los cursillos de Emerson.
Me obligué a mí mismo a mirarla
rectamente a los ojos.
-Señora -declaré fríamente-, he dedicado
la mitad de mi vida al servicio de esta institución y a la defensa de sus
austeros ideales. Me siento avergonzado al comprobar la triste decadencia de lo
que fue una noble tradición. ¡Nunca transigiré con esta deslealtad!
Por el rabillo del ojo vi la expresión
dolida que asomaba al rostro de Smithby; vi que Beowulf Usted abría la boca
estúpidamente. Por un instante, también, Cynthia Smithby frunció los labios
como un chiquillo sensible bruscamente reprendido. Luego, se encogió de
hombros.
-Míster Flewkes -dijo-, me alegro de
veras de que adopte esa actitud. -Se volvió hacia Smithby-. Aquí está el reto
que necesitábamos, Emerson. Tu genio superará esta muralla de conservadurismo
clásico. Nuestro actual proyecto está destinado al éxito. Cuando tengamos
pruebas positivas e irrefutables, míster Flewkes te presentará sus disculpas.
-¡Oh! A mí, no -dijo Smithby, mirando a
su esposa con ojos de carnero degollado-. A ti, querida Cynthia. El mérito será
tuyo. ¡El mundo sabrá que tú lo has hecho todo!
Beowulf dejó oír una risita.
-Entonces, también Flewkes investigará
sobre el Gatuno. -Me miró a través de sus arlequines-. Creo que podré ayudarle.
Las palabras del Gatuno son todas monosilábicas, como el cantonés.
Cynthia Smithby sonrió aviesamente.
-Bueno, Beowulf -dijo-, debes dedicar tu
tiempo a aprender mejor el Gatuno. Ya sabes que no has aprobado ninguno de los
cursos. Vamos, Emerson -añadió, cogiendo el brazo de Smithby-. El almuerzo nos
espera. Míster Flewkes, estamos encantados de haberle saludado. ¡Miau!
Mientras la puerta del comedor se cerraba
detrás de ellos, me dejé caer pesadamente contra el respaldo de mi butaca.
-¡Dios mío, Bertrand! -murmuré-. Me ha…
me ha maullado.
-Creo -dijo Witherspoon- que te ha dicho
adiós en Gatuno.
Me pasé la mano por la frente, empapada
en un frío sudor.
-El genio del mal no es Smithby… ¡Es
ella!
-¡Tonterías! -gruñó Witherspoon-. Lo que
pasa es que mistress Smithby es una mujer-pantera… y tú eres demasiado
impresionable.
Enrojecí.
-Pero… ¿qué es eso de su nuevo proyecto?
-Alguna estupidez. ¿Qué otra cosa podría
ser? Mistress Smithby ni siquiera ha cursado estudios superiores.
El argumento era indiscutible, desde
luego. Me tranquilicé un poco.
-Él es el culpable -continuó
Witherspoon-. ¿Te has fijado en el libro que llevaba? Es su última obra:
Baladas de los Tejados, Traducidas del Gatuno Original. Se las canta a todos
sus alumnos, acompañándose a sí mismo con un laúd. Me han dicho que su maulleo
es magnífico. Y tenemos el cursillo suplementario para domadores de leones, que
tiene lugar por las noches. Ha traído a una gente muy rara a Bogwood, te lo
aseguro.
Hizo una breve pausa. Luego apuntó un
apocalíptico dedo a los cielos.
-¿Te extraña que haya tomado medidas
desesperadas? -inquirió-. ¿Te extraña que haya contratado los servicios de un
detective privado?
-¿Un… detective… privado?
-Desde luego -dijo Witherspoon-. Es muy
bueno. Lo he traído de Nueva York, donde los delincuentes más empedernidos
huyen sólo con oír mencionar su nombre.
Empecé a protestar, pero Witherspoon no
permitió que le interrumpiera.
-He arreglado las cosas para que puedas
conocerle. Almorzaremos con él. No aquí, sino secretamente… en un
establecimiento llamado Jakey’s Java Joint.
-Pero, Bertrand -objeté débilmente-,
¿cómo puede ayudarnos esa persona? ¿Cómo?
Witherspoon prorrumpió en una orgullosa y
triunfal carcajada.
-¡Ten un poco de paciencia, Cristopher!
¡No tardarás en saberlo!
Recuerdo muy pocos detalles de aquel
primer encuentro. Unos tipos de mala catadura, sin afeitar, devorando unos
raros condumios en unos sucios cubículos, un lenguaje soez, una música horrible
surgida de un instrumento automático… Es lo único que recuerdo vagamente. En
cambio, mi primera y desfavorable impresión de Luigi Hogan permanece muy clara
en mi cerebro. Pequeño, rechoncho y sorprendente peludo, no parecía ni se
comportaba como un detective.
Witherspoon y yo habíamos subido los
cuellos de nuestros abrigos y bajado las alas de nuestros sombreros para evitar
el ser reconocidos, pero los astutos ojillos de Hogan nos localizaron en cuanto
entramos, y el hombre salió a nuestro encuentro. Witherspoon efectuó las
correspondientes presentaciones, e inmediatamente se dedicó a conspirar en voz
baja con el detective.
La dicción de Hogan era atroz; su jerga
del bajo mundo resultaba casi incomprensible para mí; hablaba y reía con la
boca llena de bocadillo de salchicha. Aún en el caso de que nuestro encuentro
con Cynthia Smithby me hubiera dejado en plena posesión de mis facultades, dudo
de que hubiese sido capaz de captar más que unos ocasionales fragmentos de la
conversación. Observé que Hogan se dirigía a Witherspoon llamándole «Jefe». Le
oí decir que había estado asistiendo al cursillo suplementario de Smithby para
domadores de fieras. Le oí repetir las palabras que Smithby había pronunciado
al inaugurar el cursillo en cuestión: Si asimilan mis enseñanzas, podrán
meterse tranquilamente en la jaula del más fiero de los leones y hablar con él
de tú a tú…
La expresión de Witherspoon se animó al
escuchar aquellas palabras.
-Conque, de tú a tú, ¿eh? -susurró-.
Hogan, tiene usted que localizar un circo o un parque zoológico donde haya un
buen tigre, ¿comprende? ¡Je, je! Retaremos a Smithby para que entre en la jaula
y hable con el tigre de tú a tú. No podrá negarse, ¿comprende?
-Comprendo, jefe -asintió Hogan-. Los
reporteros van a disfrutar.
-No sólo los reporteros, Hogan -murmuró
Witherspoon con una maquiavélica sonrisa-. No sólo los reporteros…
En cuanto al resto de lo que hablaron…
bueno, Witherspoon me lo resumió a grandes trazos mientras regresábamos al
campus a través de oscuras callejuelas. La idea de un Smithby convertido en
entremeses para un tigre no era más que un detalle. Hogan iba a vigilarle
continuamente hasta que el profesor cometiera alguna peligrosa indiscreción,
con preferencia de naturaleza amorosa. Entonces se procuraría unas fotografías
que podríamos utilizar para hundir a Smithby, para obtener su fulminante
expulsión de Bogwood. Como último recurso, Hogan proporcionaría un reclamo: la
joven Marilynne, especialista en aniquilar inhibiciones masculinas.
Normalmente, lo despiadado de aquellos
métodos me hubiera impresionado profundamente. Pero ahora, obsesionado por el
peligro que corría Bogwood, compartí la ferocidad de Witherspoon y no sentí
ningún escrúpulo. Sólo me preocupaba una cosa: Cynthia Smithby. En realidad,
ella no tenía ningún título académico; la posibilidad de que efectuara algún
nuevo descubrimiento peligroso para nosotros era muy remota. Sin embargo, ¿no
era posible que Smithby, después de todo, no fuera más que una marioneta de
cuyos hilos tiraba una mujer astuta y obstinada?
Esperar que los trabajos de Hogan
fructificaran no resultó una tarea fácil. Me sentía continuamente atormentado
por dudas y temores… en tanto que la situación iba de mal en peor. A pesar de
nuestras amargas protestas, la horrible lista se vio enriquecida con un
cursillo de Cultura Felina. La Prensa, manteniendo continuamente ante los ojos
del público todo lo que se relacionaba con el Gatuno, acogió con entusiasmo la
aparición de los manuales de Smithby para el personal de los circos y de los
parques zoológicos: Leonés Básico, Leopardés Básico, Pantero Básico, etc. Y los
columnistas, entretanto, comentaban los rumoreados progresos del proyecto de
Cynthia Smithby, la naturaleza del cual era mantenida en secreto. Al parecer,
se trataba de un método para enseñar el Gatuno, tan fácil que cualquier niño
podría aprenderlo en un par de horas. Con ello se eliminaría la necesidad de
las Babysitters, de los profesores de los jardines de infancia. Y se
modificaría la estructura social y económica del mundo.
Tuvimos nuestros momentos de euforia. Por
ejemplo, cuando Hogan anunció que había llegado a un acuerdo con el gerente de
un circo, en cuya colección de fieras figuraba un tigre de humor sombrío, que
acababa de enviar al otro mundo a un domador. El gerente escribió una carta
abierta a los periódicos, retándole a penetrar en la jaula de aquel tigre para
conversar con él. Witherspoon y yo saltamos de alegría al leer los titulares.
EL PROFESOR DE GATUNO, DESAFIADO A DOMESTICAR AL FIERO SEÑOR DE LA SELVA.
Pero Smithby no cayó en la trampa.
Conversar con cualquier tigre normal, anunció, sería un placer. Pero aquel
tigre era un enfermo mental.
«Necesita un psiquiatra felino -dijo
Smithby-. Después de todo, aunque yo hablo inglés, no trataría de razonar con
un demente armado hasta los dientes».
¡Y la Prensa servil le elogió por su
«sentido común»!
Transcurrieron las semanas, y nuestros
furtivos encuentros en el Jakey’s Java Joint aportaban informes cada vez más
desalentadores. Todos los pequeños detalles de la vida de Smithby eran
conocidos… e irreprochables. Perversamente, insistía en comportarse como un
marido modelo. Incluso Marilynne, cuando finalmente la trajimos de Nueva York,
desplegó inútilmente todas sus artes: Smithby era inatacable.
Por raro que pueda parecer, el fracaso de
los planes cuidadosamente elaborados por Witherspoon no enfrió su entusiasmo;
se negó a escuchar mi sugerencia de que debíamos combatir a Smithby en un
terreno puramente académico. Insistió en que mantuviéramos a Hogan a nuestro
servicio; y, cuando protesté, amenazó con contratar a unos «gorilas» para que
«le taparan la boca a Smithby».
Incluso cuando nos enteramos de que
Smithby se había quejado de nosotros al Consejo Directivo, incluso cuando
fuimos citados para comparecer ante aquel severo tribunal, Witherspoon no
compartió mis temores y mi desaliento.
-¡Ah, Cristopher! -gritó, sacudiendo su
puño-. El viernes debemos comparecer ante el Consejo. ¡Eso significa que
tenemos tres días! Créeme: algo sucederá para que podamos presentarnos ante
todos ellos con la cabeza muy alta. ¡Hemos de ver a Smithy revolcándose en el
polvo! ¡El Gatuno no habrá sido más que un mal sueño!
¡Cuán amargamente juegan al gato y al
ratón con los hombres los traviesos dioses! El viernes por la mañana, hundido
en la desesperación, me dirigía hacia el campus cuando, con gran asombro por mi
parte, un taxi de color rojo se detuvo a mi lado con un chirriar de frenos, y
su portezuela se abrió para dar paso a un exultante Witherspoon, el cual me
cogió por el brazo.
-¡La victoria es nuestra! -gritó,
empujándome hacia el vehículo-. ¡Hogan me acaba de telefonear! ¡Smithby ha
caído en la trampa! -Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, me hizo
subir al taxi, a su lado, y golpeó con los nudillos el cristal de separación-.
¡Adelante, Lee! -le gritó al conductor, y el vehículo salió disparado.
Traté de sonsacar a Witherspoon durante
nuestra loca carrera, pero se limitó a contestar a todas mis preguntas con un
«¡Te lo había dicho! ¡Te lo había dicho!», proferido en una especie de éxtasis.
Cuando llegamos a nuestro destino, un restaurante chino situado en el barrio
comercial, estaba tan en ayunas como antes.
Nos apeamos del taxi y entramos en el
restaurante. Inmediatamente salió a nuestro encuentro un oriental, que saludó a
Witherspoon por su nombre y nos condujo a una pequeña habitación que utilizaba
como despacho particular. Y allí, desde el mismo umbral, contemplé un cuadro
que me cortó el resuello. En el centro de la habitación había una mesa y cinco
sillas. Dos de las sillas estaban vacías. Otras dos estaban ocupadas por Luigi
Hogan y un chino bien vestido, de mediana edad. En la quinta, cubriéndose el
avergonzado rostro con las manos, se sentaba Beowulf Usted.
En cuanto nos vio, Hogan extendió los
brazos con gesto melodramático.
-¡Todo arreglado, muchachos! -declaró-.
¡Lo del Gatuno es una impostura! ¡Smithby es un farsante!
Witherspoon profirió una exclamación de
asombro; Beowulf Usted dejó escapar un ahogado sollozo.
-¡Eso es increíble! -grité-. He visto con
mis propios ojos cómo hablaba con gatos. Y he oído que los gatos le
contestaban. Un hecho lamentable, desde luego, pero que no puede atribuirse a
un simple fraude. ¡Explíquese, Hogan!
-Es muy sencillo -dijo Hogan-. ¡Gambas!
-¿Gambas? -repetimos Witherspoon y yo al
mismo tiempo.
Hogan se encogió de hombros y señaló con
el pulgar al caballero chino que estaba sentado a su lado.
El chino sonrió gravemente.
-Es cierto -dijo-. Me llamo Chester Usted
y soy tío de Beowulf. También soy el propietario de las Pescaderías «Los Padres
Peregrinos»…
Hizo una pausa cortés mientras ocupábamos
las sillas vacías.
-Desde hace una temporada -continuó-, he
visto al profesor Smithby entrar en mi tienda una vez al día, seguido de cerca
por míster Hogan. El profesor Smithby compraba exactamente diez centavos de
gambas, no quería que se las envolvieran y se las metía directamente en el
bolsillo. El hecho me intrigó… y hace un par de días me tomé la libertad de
hablarle del asunto a míster Hogan.
Hogan sonrió afectadamente.
-Comparamos nuestros puntos de vista
-continuó Chester Usted-. Cuando me enteré de la personalidad de mi extraño
cliente, mi interés aumentó. Los chinos sentimos un gran respeto por la
enseñanza, y la afición de mi sobrino al Gatuno me ha producido muchos
quebraderos de cabeza. Míster Hogan y yo llegamos a la única conclusión
posible. Comprobamos nuestra teoría con Hwang-ho, mi propio gato; y los
resultados fueron indiscutibles. Hwang-ho, al olor de las gambas, empezó a
maullar. De modo que esta mañana cogimos a Beowulf por nuestra cuenta. Ante lo
abrumador de las pruebas, terminó por confesarlo todo.
Beowulf se tapó los oídos con las manos,
gimiendo en voz baja.
-Sí -declaró su tío-, mi sobrino admitió
que había descubierto el secreto de Smithby, el cual maullaba a los gatos… y
los gatos maullaban al olor de las gambas. Esto es todo.
-¿Quiere usted decir que todas aquellas
personas fingían entender el Gatuno? -exclamé.
-Convencidos de que el profesor Smithby
lo entendía perfectamente, no se atrevían a confesar su ignorancia.
Sacudí la cabeza.
-No creo que ningún grupo de hombres y
mujeres inteligentes…
-Vamos, vamos, Cristopher -protestó
Witherspoon-. He sido testigo de ese fenómeno una docena de veces en el
Departamento de Filosofía.
Me vi obligado a admitir que tenía razón.
Witherspoon se puso en pie.
-Les estamos muy agradecidos, caballeros,
por haber contribuido a desenmascarar a ese farsante -declaró-. Ahora podremos
librar a Bogwood de su presencia. -Consultó su reloj-. Son las once en punto.
Dentro de media hora se reúne el Consejo Directivo… y ustedes se han ganado el
derecho a compartir nuestro triunfo, el triunfo de la verdadera erudición.
¡Vamos! ¡Aniquilaremos al nefasto Smithby!
Echó a andar hacia la puerta, y nosotros
le seguimos. Mi corazón exultaba cuando salimos del restaurante y subimos al
automóvil de Hogan.
El Consejo Directivo estaba reunido en el
Cruett Hall, en el salón que Ebenezer Bogwood había destinado a tal fin. Es una
amplia estancia, artesonada con madera de roble, llena de tradición. De sus
paredes cuelgan los severos retratos de aquellos eruditos que, a través de las
generaciones, han ocupado nuestro sillón presidencial. Y, al entrar en el
salón, pensé en el placer que experimentarían sus nobles espíritus cuando
Witherspoon y yo diéramos al traste con la farsa del Gatuno.
Todas mis dudas se habían disipado. No
sentía ningún temor. Entré en el salón como un conquistador.
A la cabecera de la mesa, severo y gris,
se sentaba míster Sylvester Furnwillie, presidente del Consejo. A su derecha se
encontraba el director de la Universidad; a su izquierda, el detestable Gregory
Morton fumaba un apestoso cigarro. Los otros seis directivos ocupaban los
asientos laterales, tres a cada lado. Había otras dos sillas, destinadas a
Smithby y a su esposa. En aquel momento, Smithby estaba en pie. En el otro
extremo de la mesa se sentaba un enorme gato, el cual miraba fijamente a míster
Furnwillie con ojos verdes y fríos.
Smithby, que no se había dado cuenta de
nuestra presencia, estaba diciendo:
-… en consecuencia, observamos que el
hsss-s-s del Gatuno antiguo se transformó paulatinamente en el fsss-tt del
Gatuno moderno. Eso demuestra la exactitud de la Ley de Grimalkin…
-¡Ja! -exclamó Witherspoon.
Smithby enmudeció súbitamente. Todos los
ojos se volvieron hacia nosotros.
Míster Furnwillie levantó sus gafas con
una mano temblorosa.
-¡Mis queridos amigos! -exclamó-. Llegan
ustedes un poco tarde, ¿no? No es de buen gusto hacer esperar al Consejo
Directivo… El doctor Smithby ha formulado graves acusaciones contra ustedes.
Muy graves, en realidad. Afirma que le han hecho seguir a todas partes, y que
incluso han contratado a una mujer de mala vida para… ejem… para que le
sedujera. ¡Tsk-tsk! En Bogwood no podemos aprobar unos hechos semejantes,
caballeros. Después de todo…
Se interrumpió. Acababa de darse cuenta
de la presencia de Hogan y de los dos chinos. Frunció el entrecejo con aire de
disgusto.
-¿Quiénes son esos individuos,
Witherspoon? No pueden ser alumnos… No tienen nada que ver con los asuntos de
Bogwood. ¿Son parientes suyos?
Witherspoon cruzó los brazos sobre su
pecho y, con voz terrible, respondió:
-¡Son la ruina de Smithby!
Entre los directivos se produjo un
excitado murmullo. Gregory Morton profirió una maldición en Gatuno.
Witherspoon les redujo al silencio con
una desdeñosa mirada. Luego apuntó a Smithby con su dedo índice.
-Sí, su ruina. Admitimos sus acusaciones,
Flewkes y yo. Contratamos a Hogan para que le siguiera los pasos. Contratamos a
Marilynne. Y estamos orgullosos de haberlo hecho, ya que nuestros humildes
esfuerzos han salvado a Bogwood del desprestigio y de la deshonra.
Respiró a fondo, como un dios de la
guerra a punto de lanzar su dardo decisivo.
-¡Smithby! -gritó-. ¡Smithby, ha llegado
su hora! Presente la dimisión. Márchese lejos de aquí. No vuelva a respirar
este aire sagrado. Beowulf ha confesado su villanía, y lo sabemos todo.
¡Sabemos lo de las gambas, Smithby!
Hizo una pausa, en medio de un
impresionante silencio.
-Sí, las gambas -continuó-. Las gambas
que Smithby introduce en su bolsillo, caballeros. ¡El Gatuno es una burla y un
fraude! ¡Nadie puede hablar una sola palabra de Gatuno! Los animalitos maúllan…
al percibir el olor de las gambas.
Hizo otra pausa. Esperábamos que la
tierra se abriera bajo los pies de Smithby, que los cielos se desplomaran sobre
su cabeza. Y…
Y no ocurrió nada.
Desconcertado, miré a mi alrededor y vi
que los directivos hablaban entre ellos en voz baja y nos dirigían unas miradas
muy raras. Míster Sylvester Furnwillie conferenciaba con Gregory Morton.
Smithby y Cynthia Smithby intercambiaban sonrisas.
El gato, por su parte, fingía mirar
despreocupadamente a través de la ventana.
-¿Qué… qué significa esto? -preguntó
Witherspoon.
Míster Furnwillie le ignoró. Miró a su
alrededor. Su semblante asumió un aire de disgusto. Dirigiéndose a mí, dijo:
-Profesor Flewkes, aunque estoy
profundamente impresionado por esa absurda y vengativa denuncia, he de confesar
que no me sorprende, procediendo de quien procede. Witherspoon no pertenece a
Bogwood. Pero, usted… Tsk-tsk. Estoy sinceramente decepcionado. Y usted…,
bueno, usted debería estar avergonzado.
Herido en lo más vivo, empecé a
protestar. Pero el presidente me interrumpió.
-Profesor Flewkes, también nosotros
sabemos lo de las gambas. El doctor Smithby las lleva en el bolsillo del mismo
modo que otros hombres llevan cigarros para obsequiar a sus amigos. ¿Por qué no
iba a hacerlo? Yo mismo las llevo. No esperará usted que un gato fume cigarros…
-Pe-pero… Beowulf… -tartamudeé.
Smithby tomó la palabra.
-Creo que puedo explicar eso -dijo, con
cierta tristeza-. No hace mucho tiempo, y contra mi voluntad, me vi obligado a
decirle al pobre Beowulf que no podía continuar asistiendo a los cursillos. Su
incapacidad para asimilar el Gatuno era absoluta. Y temo que haya inventado una
historia para justificarse.
Mr. Furnwillie le agradeció la
explicación.
-Todo queda aclarado, doctor Smithby. Lo
único que siento es que el incidente haya estropeado una mañana tan brillante…
Detrás de mí, oí la voz de Chester Usted
gruñendo algo en cantonés. Y oí una exclamación de dolor de Beowulf,
seguramente arrancada por algún mojicón de su tío.
Mr. Furnwillie sonrió.
-… cuando acaba usted de añadir una hoja
tan gloriosa a los laureles de Bogwood. -Su sonrisa desapareció-. Sí, profesor
Flewkes, esta mañana, el doctor y mistress Smithby nos han demostrado de un
modo concluyente los méritos del Gatuno. Hemos tenido ocasión de comprobar los
magníficos resultados del proyecto de mistress Smithby en el campo de la
enseñanza y de la investigación. La prueba que nos han ofrecido es absoluta,
indiscutible.
-¡Miente usted! -aulló Witherspoon,
lívido de rabia, temblando de pies a cabeza-. ¡No trate de decirme que esa
mujer analfabeta les ha enseñado a ustedes a hablar Gatuno! ¡Eso es otro
fraude! ¡Y ustedes están participando en él! ¡Informaré a la prensa! ¡Hogan y
yo contaremos toda la verdad!
-¡Tsk-tsk! -dijo míster Furnwillie,
frunciendo el ceño-. Si se comporta usted de ese modo, tendrá que abandonar el
salón. Yo no puedo hablar Gatuno, pero míster Morton puede hacerlo, y…
Witherspoon gritó:
-¡Vamos, Hogan, Flewkes! ¡Busquemos la
compañía de unos hombres honrados! -Echó a andar hacia la puerta, pero antes de
cruzar el umbral se detuvo y se volvió-. ¡Furnwillie! -rugió, como un león
herido-. ¡Furnwillie, presento la dimisión!
Y se marchó. Desde el pasillo, llegó
hasta nosotros el eco de la estúpida risita de Hogan.
No tuve fuerzas para seguirles. Permanecí
de pie ante el Consejo Directivo, mudo, reducidas a cenizas mis esperanzas de
salvar a Bogwood.
Míster Furnwillie se puso las gafas y
volvió a quitárselas.
-¡Qué hombre más violento! -dijo-. A
pesar de que el doctor y mistress Smithby suplicaron al Consejo que no se
tomaran medidas contra él, temo que tendremos que aceptar su dimisión.
-¡Desde luego! -gruñó Gregory Morton; y
los otros miembros del Consejo asintieron solemnemente.
Míster Furnwillie suspiró.
-Bueno, esto nos enfrenta con un penoso
deber. Supongo que tendremos que hacer algo en lo que respecta al profesor
Flewkes…
Me miró, y todos los miembros del Consejo
le imitaron. Incluso el gato me contempló fijamente.
Traté de salvar los restos de mi
dignidad.
-Caballeros -dije-, voy a ahorrarles la
tarea. También yo buscaré una atmósfera más respirable.
Inesperadamente, Cynthia Smithby,
profiriendo un pequeño grito, se puso en pie y corrió hacia mí.
-¡Querido doctor Flewkes! -suplicó,
cogiéndome del brazo-. ¡No dimita! Emerson y yo le apreciamos mucho y no
queremos que se marche. ¡Quédese, por favor!
Insensiblemente, me había arrastrado
hacia el extremo de la mesa.
-Permítanos introducirle a un nuevo
mundo, donde los gatos ocuparán finalmente el lugar que les corresponde,
contribuyendo a la ciencia, a la cultura y a las artes. Créame: llegará día en
que los gatos votarán, ejercerán cargos públicos y educarán a nuestros jóvenes.
¡Tal vez habrá más paz sobre la tierra bajo un parlamento de hombres y gatos!
Señaló al gato sentado sobre la mesa.
-¡Mírele! ¡Por favor! ¡Es Rabindranath,
la prueba viviente!
Me encaré con ella.
-Señora -exclamé bruscamente-, no soy un
imbécil. Puede usted engañar a sus alumnos. Puede usted engañar a míster
Furnwillie en su chochez. ¡Pero a mí no va a convencerme de que puede enseñar
un idioma que no existe!
-¡Oh, por favor! -imploró-. No comprende
usted… Voy a presentarle a Rabindranath. Creo que tienen ustedes intereses
comunes. Rabindranath ha empezado a traducir al Gatuno «Los papeles de Aspem».
Querido doctor Flewkes, ¿no hablará usted con él, por lo menos?
Dos lágrimas fluyeron de sus ojos como
gotas de rocío. No me conmovieron.
-¿Hablar con él? -Desdeñosamente, señalé
el gato-. ¡Nunca! Nunca me rebajaré a hacer miau.
Y… ¡ah, dioses crueles!
Fríamente, Rabindranath me miró de arriba
a abajo.
-¿Miau? -dijo-. Creo que no será
necesario.
FIN
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