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lunes, 5 de febrero de 2024

VUDÚ Rhys Bowen

 


EN LOS MODERNOS REPORTES POLICIACOS no es frecuente que se mencione el vudú como causa de muerte, pero eso decía el papel escrito por el oficial Paul Renoir que encontré sobre el escritorio en el cuartel general del Departamento de Policía de Nueva Orleans. Probable causa de muerte: vudú.

Me intrigó tanto esa palabra del reporte que determiné llevar a cabo la investigación personalmente, en lugar de encomendarla a alguno de los funcionarios más jóvenes. Después de veinte años en la división de homicidios del departamento de policía de una ciudad grande, me sentía fastidiado con violaciones colectivas, tratos frustrados de tráfico de drogas y hombres que les destrozaban la cabeza a sus esposas sencillamente porque les dieron ganas de hacerlo después de una noche de parranda.

Mandé llamar a Renoir. Era un joven de aspecto serio, de menor estatura de lo que era habitual en la policía en los tiempos en que yo me uní a la corporación, de cara redonda y bien dispuesto al trabajo. Llevaba solo dos meses en la sección de homicidios, y era muy evidente que se hallaba incómodo en mi presencia.

-¿De qué se trata esto, Renoir? -le pregunté, agitando el reporte hacia él, que desplazaba de un pie a otro su peso, en actitud incómoda?-. ¿Se trata de una broma?

-Oh, no, señor -repuso, y aumentó la seriedad en su expresión?-. Sé que suena de verdad raro, pero la viuda insistió mucho. Dice que no hay ninguna otra explicación. Y el doctor también se sentía confuso.

Le indiqué una silla de vinilo y acero frente a mi escritorio.

-Mejor siéntate y cuéntame los pormenores del caso.

Se sentó al borde de la silla, todavía evidenciando nerviosismo.

-El oficial Roberts y yo recibimos una llamada solicitándonos acudir al Garden District para investigar un posible homicidio. Es una de esas grandes mansiones, señor.

-Las mansiones suelen ser grandes, Renoir. Hay que aprender a ser breves, Renoir, ¿de acuerdo?

-Lo siento mucho, señor. Una de esas grandes, eh, casas en Saint Charles. La esposa desconsolada nos recibió en la puerta y nos hizo subir la escalera a la recámara principal, donde estaba tendido un hombre muerto. No vimos señales de lucha, nada que indicara que no murió por causas naturales. Le pregunté cuándo había fallecido y si había llamado a un doctor, y me respondió que el médico de la familia ya había estado allí y se encontraba igual de confundido que ella. Él tampoco podía encontrar ninguna otra explicación.

-¿Ninguna otra, aparte de qué?

-Eso le pregunté yo, señor. Me miró a los ojos y dijo: «Vudú». A continuación me relató que un mes antes él ofendió a una sacerdotisa de vudú, quien lo maldijo diciéndole que si no cambiaba su modo de pensar, iba a morir antes de que pasara un mes.

-Supongo que no cambió su modo de pensar, sea cual fuere.

-En efecto, señor, y a partir de ese momento comenzó a estar cada vez peor. Me dijo la esposa que fue como si lo viera morirse poco a poco con sus propios ojos.

Los ojos de Renoir me miraban con ansiedad, queriendo que yo creyera en sus palabras.

-De verdad creo que debería usted ir a hablar con ella, señor. Salí de la casa con una sensación de espanto.

-Renoir, a un oficial de policía no le está permitido sentir espanto, ni siquiera ante un cadáver desmembrado y medio devorado.

Renoir se encogió.

-No, señor.

Me levanté de la silla.

-Lo mejor es que vuelvas de inmediato a esa casa.

-¿Yo, señor?

Intentaba expresar compostura, pero sus palabras sonaban como un graznido.

-Es lo mismo que cuando te caes del caballo -?le expliqué, sonriendo?-. Tienes que montarte de nuevo enseguida, o el espanto te dura para siempre. Tú puedes ir al volante, yo iré contigo.

Se le encendió el rostro.

-¿Usted viene también, señor?

-¿Y por qué no? Me hará bien reírme un poco.

-No creo que le vaya a dar risa, señor -dijo Renoir al salir de mi oficina.

Después de una hora, Renoir llevó el automóvil sobre los rieles del tranvía en la avenida Saint Charles al barrio adinerado del Garden District, donde se concentraba el dinero viejo de Nueva Orleans. Pasamos junto a un tranvía antiguo repleto de turistas que se asomaban por las ventanas para grabar videos de las casas frente a las que pasaban. Nos miraron con enfado cuando obstruimos sus vistas.

-Es aquí, señor.

Renoir detuvo el auto frente al hogar de John Torrance III y su esposa, Millie. Cuando Renoir me dijo que le agradaba que lo llamaran Trey, se me encendió un foco en la mente. El nombre de Trey Torrance me era familiar, pues aparecía en el periódico en reportajes sobre eventos caritativos de distintas clases. Al consultar los archivos descubrí que el señor Torrance tenía cincuenta y nueve años de edad y se mantenía muy activo en sus negocios, así como en diversas organizaciones filantrópicas. Por ejemplo, era uno de los principales patrocinadores de Bacchus Carnival Krewe. Nació en una familia de dueños de plantaciones al otro lado del río y heredó varios terrenos de tamaño considerable. Se hizo todavía más rico cuando los fraccionó y puso las subdivisiones a la venta.

No pude criticar sus gustos arquitectónicos. Trey Torrance vivía en una mansión sólida en forma de cuadrado, con contraventanas blancas y un enorme árbol de magnolia grandiflora que arrojaba una sombra amplia sobre la construcción. Nada demasiado ostentoso, sin pilares o pórticos al estilo sureño. Pero los jardines estaban atendidos con primor y en el lugar se respiraba un aire de prosperidad. Dejamos el auto bajo uno de los robles vivos que formaban un toldo sobre la calle.

-Demos gracias a Dios por los árboles -dije?-. Por lo menos el auto no se convertirá en horno mientras estemos adentro.

Yo esperaba que abriera la puerta alguna sirvienta, pero fue la señora Torrance en persona quien estaba ahí de pie, con aspecto frágil pero elegante en su vestido a franjas blancas y negras y con sus perlas. Me pregunté cuántas mujeres llevaban por la tarde perlas dentro de casa en estos tiempos. Sobre todo si su marido acababa de fallecer. Me presenté con ella.

-Agradezco mucho que haya venido, teniente Patterson -?dijo la señora Torrance?-. Por favor, pase, y usted también, oficial Renoir. ¿Puedo prepararles un vaso de té helado o de limonada?

Ni siquiera la muerte de su marido despojaba a esa dama de sus buenos modales sureños.

-Muchas gracias, señora, pero no nos hace falta nada -?repuse, al tiempo que ingresábamos a la deliciosa frescura de un vestíbulo con mosaicos de mármol en el piso. Nos condujo a una sala de estar decorada con un buen gusto discreto: muebles de caoba y pinturas de calidad en las paredes. Una de ellas consistía en el retrato de un hombre con cara de bulldog, que evocaba una tenacidad digna de Winston Churchill. La mandíbula protuberante le daba un toque retador, acentuado por un ceño permanentemente fruncido. Resultaba claro que Trey Torrance fue un hombre que esperaba salirse con la suya y que a la gente más le valía no hacerlo enojar.

-¿No tiene usted sirvienta, señora Torrance? -?pregunté, sin poderlo evitar.

Tenía en la mano un delicado pañuelo de encaje, y se cubrió la boca con él.

-Sí, pero no se encontró a gusto aquí después de… después de lo sucedido. Dijo que sentía a los espíritus volando en la casa. Tuve que permitirle que se fuera a su hogar, aunque yo tampoco me siento demasiado cómoda aquí, se lo aseguro.

Le dediqué una larga mirada, llena de consideración.

-¿Vudú, señora Torrance? -le pregunté-. ¿Qué le hizo pensar que el vudú causó la muerte de su marido?

-¿Qué pudo ser sino eso? -repuso, en tono de reprimenda?-. Fue a ver a esa mujer, ella lo maldijo y él murió, justo como ella profetizó.

-A ver, vamos un poco hacia los antecedentes. ¿De qué mujer se trata?

-Trey era dueño de varios terrenos al otro lado del río. Tierras pantanosas que no sirven de nada. Pero se hizo de varios rellenos sanitarios que proyectaba traer en barcazas desde Missouri. Planeaba construir en esos terrenos y hacer nuevas subdivisiones con ellos. Ya le dije que sobre todo son pantanos y hierbas, pero con algunas chozas a lo largo del río, y esta vieja mujer vive en una de ellas. Rehusó abandonar la casa, aunque no tiene derechos de propiedad. Trey posee las escrituras de esos terrenos. Trey fue a verla, y ella se lo advirtió. Le dijo que lo iba a lamentar si insistía en llevar a cabo sus planes.

-¿Y qué hizo su marido?

-Se rio de ella, naturalmente. Le dijo que iba a traer bulldozers para aplanar la tierra y que le daba lo mismo si ella seguía en la choza.

-¿Así que su marido no tomó en serio su amenaza?

-Desde luego que no. Trey no respondía con bondad a las amenazas, y tampoco era un hombre capaz de creer en algo tan ridículo como el vudú. Vino a casa y me lo contó. «¡Qué perra más tonta!», dijo, y les pido perdón por las malas palabras. Trey solía expresarse abiertamente. «Si piensa que puede asustarme con sus brujerías, ya puede ir pensando de nuevo».

-¿Qué sucedió después?

-Llegó el muñeco.

Alzó la mirada con ojos asustados y huecos, y volvió a apretar el pañuelo contra la boca.

-¿Un muñeco vudú?

Ella asintió sin hablar.

-¿Puedo verlo?

Ella desapareció y volvió casi de inmediato con algo envuelto en tela. Dentro había un muñeco muy sencillo, hecho de muselina burda sin blanquear. No tenía cara ni facciones, y pudo ser un juguete infantil, excepto por las agujas con punta roja clavadas en el corazón, el estómago y la garganta. Lo examiné y se lo pasé a Renoir, que parecía no querer tocarlo.

-Quise tirarlo, pero por algún motivo no pude. Pensé que eso podía acelerar la maldición o algo semejante. Como es natural, no quise que Trey lo viera.

-¿Hace cuánto tiempo de eso?

-Poco menos de un mes. Ella le dijo que iba a morir antes de un mes, y así sucedió.

-Y el cuerpo, ¿aún está arriba?

Ella volvió a asentir, moviendo temerosa los ojos.

-Será mejor que me lleve a verlo.

Nos llevó por una escalera con curvas bien diseñadas a una enorme recámara principal. Las cortinas se hallaban cerradas y la habitación tenía un aire de acuario. Encendí la luz. El hombre tendido en la cama parecía estar en paz, pero ya no se parecía nada al retrato del feroz bulldog. Se veía pequeño y encogido.

-Su marido perdió mucho peso desde que pintaron aquel retrato -?comenté.

-Desde la maldición -corrigió ella-. Yo vi cómo se iba encogiendo.

-¿No comía?

-Comenzó a vomitar al día siguiente, y después de eso no podía retener sus alimentos. Se sentía bien, comía algo y entonces le volvían a dar los vómitos. Se puso tan débil que ya no era capaz de mantenerse de pie.

-¿Llamaron a un médico?

-Dijo que probablemente se trataba de un virus. No lo tomó muy en serio.

-¿Tengo entendido que lo mató un ataque cardiaco?

-Eso dijo el doctor. Los vómitos cesaron después de unos cuantos días, pero Trey quedó más débil que un bebé y le resultaba difícil tragar. Luego comenzó a tener palpitaciones. Ya antes había tenido problemas con el corazón, sabe, y tomaba medicinas. El doctor le aumentó la dosis de digoxina, pero no tuvo mayor efecto. Yo le supliqué que fuera a ver a aquella mujer para decirle que la dejaría en paz, pero era tan testarudo que no quiso hacerlo. Aunque arriesgaba la vida, se negó a ir a verla.

Comenzó a sollozar calladamente.

Miré al hombre tendido en la cama y me aclaré la garganta.

-Señora Torrance, siento mucho que haya muerto su esposo, pero no sé qué pueda hacer la policía por usted.

Me miró con enfado.

-Arresten a esa mujer. Que pague por lo que hizo.

Traté de no sonreír.

-Señora Torrance, usted es una mujer sensata, por lo que veo. Seguro entenderá que en este estado ningún tribunal podrá condenar a nadie por un asesinato cometido mediante una maldición. Sería rechazado por la corte aun antes de comenzar un juicio.

-Ella es igual de culpable que si lo hubiese apuñalado u obligado a tragar veneno -?dijo, rabiosa?-. Debió ver a mi marido antes: un hombre agresivo, poderoso, lleno de vida. En el momento en que le pegó la maldición comenzó a derretirse hasta que le falló el corazón. Aunque no pueda probar la maldición del vudú, no dudo que asediarlo y amenazarlo vaya contra la ley, ¿no es así?

Yo negué con la cabeza.

-Si metiéramos en prisión a cada persona que dice «Te voy a matar», las cárceles tendrían aún más sobrepoblación que ahora. Mandar un muñeco por correo no es lo mismo que acosar. ¿No le envió nada más?

-Un muñeco fue suficiente -declaró, y me miró con frialdad?-. Funcionó, ¿no cree usted?

Comencé a acercarme a la puerta. Ese cuarto en penumbra con las persianas cerradas creaba una atmósfera fría e incómoda. Me pregunté si yo mismo no estaría sucumbiendo a la histeria del vudú.

-Mire, señora Torrance, voy a pedir una autopsia para verificar la causa de la muerte. Si fue un ataque cardiaco, no creo que se pueda hacer nada. No sabe cómo lo siento. No dudo que todo esto deba resultarle muy angustioso.

-Es todavía más angustioso saber que gente como Maman Boutin puede matar a su antojo y nadie la va a detener -?reviró ella.

-Muy bien -dije, suspirando-. Dígame cómo encontrar a esa Maman Boutin e iré a hablar con ella.

Nos describió el lugar donde se hallaban las chozas. Hice que Renoir organizara la recolección del cadáver para la autopsia, y enseguida visitamos al médico de la familia.

-Tengo entendido que usted no quedó muy satisfecho con la causa del fallecimiento -?le dije al doctor.

Era un hombre pulcro, exigente y de baja estatura, del tipo que usa blazer y camisas planchadas y almidonadas. En el dedo meñique de la mano izquierda ostentaba un anillo de oro grabado.

-La causa de la muerte fue un ataque cardiaco -?afirmó.

-Producido por…

Meneó la cabeza.

-Aquel hombre era una bomba de tiempo andante. Tuvo durante años problemas con el corazón, pero se negaba a reducir el paso. Le encantaban sus rosquillas y su café, y su bourbon con Seven-Up. Una personalidad clásica tipo A. De mecha muy corta. Si se le contradecía, explotaba de inmediato. El ataque al corazón solo era cuestión de tiempo.

-Así que usted no concuerda con la viuda en que fuera causada por el vudú.

-¿Eso dice ella?

Parecía que le divertía, y enseguida meneó la cabeza.

-Estaba bastante trastornada. Me dijo varias veces que alguna mujer lo tenía bajo una maldición, y acepto que se enfermó justo después de que esa presunta confrontación tuviera lugar, pero como médico no tengo la preparación necesaria para detectar síntomas de vudú. Reitero lo que escribí en el acta de defunción. Lo debilitó un virus agresivo en el estómago y lo liquidó un ataque cardiaco.

-He ordenado que le hagan una autopsia -dije?-, por si las dudas.

-No sé qué cree que van a encontrar -declaró?-, como no sea un músculo cardiaco con daños severos.

-Según su opinión, la muerte de este hombre ¿no tuvo nada de inesperado?

-Solo la velocidad con que fue empeorando -?dijo?-. Era un hombre fuerte como un toro, y aparte de sus problemas del corazón, nunca se enfermaba. Se contagió de un pequeño virus y al parecer nada pudo ayudarlo.

-¿Está seguro de que fue un virus?

-Si quiere implicar que fue la maldición del vudú, solo puedo decirle que en estos momentos hay un bicho en la ciudad causando daños estomacales, y los síntomas de Trey Torrance fueron consecuentes con los demás casos que me ha tocado tratar, aunque tal vez lo de él fuera más violento y serio, pero Trey no dejó de comer ni beber según era su costumbre. Probablemente no siguió la dieta blanda que yo receté. Lo suyo nunca fue aceptar instrucciones, como ya le habrá dicho la viuda.

-Muchas gracias, doctor -me despedí y nos marchamos de allí.

Era cerca de la hora punta, y nos llevó un buen rato cruzar el río y librarnos del tránsito de la ciudad. A partir de allí tomamos la carretera 18, con praderas y el caballo ocasional ondeando la cola a la sombra de un roble a un lado, y al otro, la enorme extensión del río Mississippi. En momentos como ese, siempre me preguntaba qué diablos hacía encerrado en una ciudad grande. Nací en Kentucky y vine a Nueva Orleans para matricularme en Tulane, y me quedé. Pero en el corazón soy criatura del campo.

El último par de kilómetros antes de llegar a las chozas al otro lado del río tenía que recorrerse sobre una carretera de terracería. La lluvia de unos días antes llenó el camino de charcos. Avanzamos como pudimos, cayendo en baches y salpicando el auto mientras Renoir se disculpaba cada vez que pasábamos encima de un bache descomunal. Ese chico necesitaba que le crecieran un poco más los testículos si quería sobrevivir en el Departamento de Policía de Nueva Orleans.

Terminó la terracería y Renoir se estacionó bajo un árbol medio muerto, de aspecto deplorable. Tan pronto como salimos del auto oí los zumbidos. Apenas me dio tiempo de desenrollar las mangas de la camisa antes de que descendiera sobre nosotros una nube de mosquitos. Renoir corrió con menos suerte: iba de manga corta. Se daba manotazos y soltaba maldiciones sin cesar en voz baja.

-¿Cómo puede alguien querer vivir aquí, señor? -?murmuró?-. Esto es el mismísimo infierno.

-Supongo que hay gente a la que le gustan la tranquilidad y la paz -?conjeturé?-, que prefiere la soledad.

-Yo los dejaría en paz, desde luego, si me siguieran chupando toda la sangre en cada visita.

Seguimos un sendero estrecho a través de los arbustos hasta llegar a un campo de juncia que corría a lo largo de un brazo del río. Donde el brazo desaguaba en el río se agrupaban varias chozas bajo la sombra de un árbol. Las chozas tenían el aspecto de haber sido construidas por una pandilla de niños haciendo la sede de su club. Hoyos en las paredes, porches colapsados sobre el piso y ventanas clausuradas con tablas. No he tenido jamás una visión igual de deprimente.

Renoir se hizo eco de mis sentimientos:

-No veo por qué se pelearon por estos terrenos. No podrían pagarme lo suficiente para hacerme permanecer aquí.

Oímos que algo se arrastraba entre las hierbas a nuestra izquierda, y un cocodrilo viejo y enorme se deslizó por la orilla lodosa y se dejó caer al agua. Una garza pequeña se alzó de la superficie y voló en busca de un lugar más seguro. Los mosquitos siguieron ejecutando su sinfonía de zumbidos. Sentí que me picaban a través del pantalón, pero como oficial al mando mi dignidad no me permitía dar manotazos igual que Renoir.

Un perro flaco salió de abajo de una de las chozas más próximas y comenzó a ladrarnos. Esta señal hizo que un negro viejo asomara la cabeza por la puerta.

-Buenas tardes, señor -saludé-. Estamos buscando a la señora Boutin.

-¿Quieren ver a Maman Boutin? -nos preguntó con una voz que sonaba como una rueda que necesitaba aceite?-. No suele recibir bien a los desconocidos.

-Somos policías. Nada más necesitamos hacerle unas pocas preguntas.

-No suelen gustarle tampoco las preguntas -?comentó.

Los mosquitos y el calor húmedo me agotaban la paciencia.

-Y a la policía no le gusta nada que le hagan perder el tiempo -?dije?-. Podemos hablar aquí con ella o pedir que la arresten para poder interrogarla. A mí me da igual.

El viejo nos miró, alarmado.

-Yo no haría eso, señor. No conviene molestar a Maman Boutin. Le pone mal de ojo y se marchita y muere. Yo lo he visto con estos ojos.

-Estoy dispuesto a arriesgarme -dije, y oí tras de mí que Renoir aspiraba ruidoso el aire.

El viejo alzó los hombros, considerando que yo era un caso perdido.

-En aquella casa de allá, junto al árbol.

La choza quedaba medio escondida por el gran tamaño del árbol, con cortinas de musgo español que la terminaban de cubrir. Era una estructura lamentable erigida con trozos disparejos de madera y tablas nuevas clavadas en donde las viejas estaban antes de romperse. Al techo le faltaban parches de grava, y quedaba el papel alquitranado a la intemperie. Me sorprendió que la casucha tan cerca del río pudiera sobrevivir en ese estado. He visto los efectos de las inundaciones de primavera.

Entre charcos llegamos hasta la choza de Maman Boutin. Al primer perro se le unió otro, y andaban a nuestros talones, con gruñidos tenues. No era una sensación cómoda. Renoir se aseguró de mantenerse tan cerca de mí como le era posible.

-¿De verdad tengo que entrar ahí, señor? -?me preguntó.

-¿Le tienes miedo al vudú, Renoir?

-Señor, no es lo mismo para usted -repuso Renoir?-, porque no nació aquí. Lo traemos en la sangre.

-Si es una auténtica sacerdotisa, sabrá que tú no quieres hacerle ningún daño. Vas a estar seguro.

Cuando comencé a subir por los cinco desastrados escalones que conducían a la puerta principal de Maman Boutin, oí de pronto un cacareo que no sonaba igual a nada de este mundo. Mi corazón dio un par de vuelcos hasta que vi que varios pollos blancos dormidos en la sombra del porche se despertaron y armaron una barahúnda alrededor de nosotros. El ruido atrajo un rostro que nos contempló desde la oscuridad tras las puerta.

-Yo sé para qué han venido -dijo una voz seca, con un eco ligero de acento francés.

-¿Usted es Maman Boutin?

-Así me dicen.

-He venido a hacerle unas preguntas sobre el señor Torrance. ¿Recuerda usted al hombre que vino a visitarla?

-¿Ya murió? -preguntó con la mayor tranquilidad.

-Murió esta mañana. ¿Nos permite entrar?

-No veo por qué no, en el caso de usted. Él puede esperar en el porche.

Indicó a Renoir, que mostró un gran alivio.

Al entrar me envolvió una oscuridad tan completa que apenas me permitió percibir la forma de una mesa y una silla de respaldo recto. El lugar apestaba con un olor peculiar, una mezcla de vegetación podrida y sudor, combinado con excrementos de pollo y cierta clase de incienso dulzón. Tosí y traté de no respirar.

-Puede sentarse ahí -sugirió, indicando la silla.

Me senté. Ella se acomodó en su sitio, un viejo sillón que en la oscuridad no había notado antes. Apenas pude distinguir su cara. Lo poco que vi hablaba de vejez y arrugas, como una manzana seca, de color tan oscuro que se fundía en la penumbra del cuarto. Pero sus ojos brillaban diáfanos. Me fui acostumbrando a la oscuridad. Vi que llevaba una tela que le envolvía la cabeza y varios collares de cuentas alrededor del cuello.

-El señor Torrance murió hoy -anuncié.

Ella asintió como si esperara mis palabras.

-Vino a verla hace un mes. Le dijo que iba a tener que mudarse porque él proyectaba construir en estos terrenos. Usted lo amenazó.

-No lo amenacé -dijo ella.

-La viuda afirma que usted le echó una maldición de vudú.

-Fue solo una advertencia -dijo ella-. ¿Qué derecho tenía de venir a decirme que me fuera de esta tierra? Yo nací en este lugar. Mi mamá nació también aquí antes de mí. Le dije que no me iba a ir a ningún lado. ¿Sabe lo que contestó él? Me dijo que iba a pasar con un bulldozer sobre mi choza, sin importarle que yo estuviera adentro.

-¿Y usted le echó una maldición?

Se alzó de hombros.

-Dije que si no cambiaba de parecer lo lamentaría.

-Y le mandó el muñeco.

-¿Que yo hice qué? -preguntó inclinándose hacia delante en su sillón.

-Un muñeco vudú con agujas clavadas.

-Nunca le mandé ningún muñeco. Eso son tonterías para turistas. Maman Boutin no necesita muñecos para hacer su magia, jovencito. Si digo que un hombre va a morir, es porque morirá. Yo tengo magia fuerte. Los loa me escuchan.

-¿Así que usted nunca le envió el muñeco?

-Ya le dije que no.

-¿No le envió nada más? ¿Le dio algo de beber o de comer?

Soltó una risa seca, que sonó a cacareo.

-¿Usted quiere saber si le di yo una especie de mala medicina? Maman Boutin no necesita mala medicina. Ustedes, policías, están perdiendo el tiempo aquí. Si mi magia le causó la muerte, nunca podrán probarlo.

No tenía un pelo de tonta, pensé mientras me ponía de pie.

-Ya lo sé -acepté-, pero estamos en los Estados Unidos de América. No puede andar por ahí matando gente cuando se le antoja.

-¿Y por qué no? ¿Acaso no lo hacen muchos en esa ciudad suya? Le disparan a alguien solo para robarle la cartera, los zapatos o la chamarra. Ese señor Torrance quería lanzar de sus hogares a todas estas buenas personas, hogares en que nacieron, hogares sobre los que él no tenía ningún derecho.

-Hay tribunales para arreglar esas cosas.

-Pero todos saben que la ley no tiene oídos para los pobres -?declaró ella?-. Por eso los pobres necesitan a gente como yo, que los defienda.

Se me quedó mirando directamente. A la media luz sentí la intensidad de sus ojos.

-Es mejor que se vayan ahora -recomendó.

Estiró el brazo para agarrar algo. Pensé al principio que sería un bastón. Percibí de súbito que se movía. Era una serpiente. Había leído la expresión «con los pelos de punta», pero nunca antes me había pasado. Oí un sonido que resonaba en las vigas del techo, como si espíritus furiosos volaran por ahí.

-Ya me voy -dije, y me dirigí a la puerta lo más rápido que pude, sin parecer apurado.

-Y no vuelva -me avisó a mis espaldas-. Déjenos vivir en paz y no molestaremos a nadie.

Salí al resplandor rosado del sol poniente. Renoir se hallaba de pie en la sombra del árbol y pareció aliviado de verme. Los pollos no se veían por ningún lado.

-Vente, Renoir. Ya nos vamos -le avisé.

No tuve que decírselo dos veces. Cruzamos el lugar a grandes zancadas.

-¿Piensa usted que ella es auténtica, señor?

-No tengo ni idea, Renoir -respondí, sin querer hablarle de los pelos de punta ni de la serpiente.

-¿Se dio cuenta de que todos esos pollos eran blancos?

-Lo noté.

Terminamos de cruzar el área de las viviendas. Los perros se quedaron atrás, vigilando con las colas enhiestas. No vi señales del cocodrilo ni de la grulla. El sendero era estrecho y andábamos en fila india.

-¿Admitió haberlo hechizado, señor? -preguntó Renoir después de que alcanzamos la seguridad del automóvil, más allá de los arbustos.

-No exactamente. Pero tampoco se sorprendió al saber que había muerto.

-No hay manera de que se pudiera probar un hechizo, ¿verdad?

-Ni siquiera hagas el intento, Renoir.

-Entonces, ¿fue una pérdida de tiempo venir hasta aquí?

Me miró como si temiera haber ido demasiado lejos con esa pregunta.

-¿O solo quería satisfacer su curiosidad? -?agregó.

-En realidad no fue ninguna pérdida de tiempo -?objeté?-. Obtuve una pieza valiosa de información. Ella no envió el muñeco.

-Tal vez le dijo una mentira.

Negué con un movimiento de cabeza.

-Esa anciana podrá hacer muchas cosas, pero mentir no es una de ellas. Si hubiese enviado el muñeco, lo habría admitido gustosa. Declaró que no necesitaba muñecos para hacer su trabajo.

Renoir me abrió la puerta del auto.

-Entonces, ¿quién lo envió?

-Tu trabajo consiste en descubrirlo, Renoir.

-¿Yo, señor? ¿Cómo puedo investigar sobre muñecos vudú?

Le lancé una mirada larga y dura.

-Renoir, puedes comenzar a exhibir un chispazo de iniciativa o terminarás como un inservible empleadillo. Tú eliges.

Renoir asintió.

-Correcto. Sí, señor. Lo descubriré.

Me dio lástima su expresión de perro regañado. Era muy joven, en realidad. Probablemente yo no fui menos inseguro tratando de no pisar callos cuando me inicié en el departamento, pero hace ya tanto tiempo de eso que en verdad ya no me acordaba. Sabía que no deseaba parecer demasiado ansioso o temerario.

-Puedes comenzar por acompañarme a interrogar a la sirvienta.

-Oh, la sirvienta -repitió, al parecer impresionado?-. Sí, me había olvidado de ella.

-Siento curiosidad por averiguar por qué se fue tan de prisa. ¿Tendría de verdad miedo al vudú?

-¿La vamos a interrogar esta noche? -preguntó Renoir, tratando de esquivar los baches en el camino cuesta abajo.

-Podemos dejarlo para mañana temprano. Ahora lo que me hace falta es una cerveza bien fría.

-Qué idea más buena, señor -aprobó, y su rostro redondo se encendió en una sonrisa.

La mañana siguiente llamé al patólogo que realizaba la autopsia.

-¿Ya hay noticias? -pregunté.

-La causa de la muerte fue un ataque cardiaco masivo. Exactamente lo que dijo el médico que lo atendía.

-¿Y qué revelaron las muestras de tejidos?

-Los primeros estudios indican la presencia de un compuesto de digitálicos, lo cual era previsible pues era un medicamento prescrito.

-¿En la cantidad esperada?

-Aún no tengo los detalles. Llámanos más tarde.

Me llevé a Renoir a visitar a la sirvienta, que se llamaba Ernestine Williams, una mujer alta, de huesos grandes y aspecto digno. Las únicas huellas de sus ancestros criollos eran los ojos oscuros y los rizos del pelo. A primera vista no parecía sirvienta, tampoco la clase de mujer que sentiría pánico por una maldición vudú. Pero tal y como señaló Renoir, yo no nací en Nueva Orleans. No tenía el miedo en la sangre.

-Siento mucho haber abandonado a la señora Torrance -?dijo mientras nos introducía a un pequeño apartamento bien ordenado, muy cerca del Superdome?-, pero todo resultó demasiado para mí. Contemplar a ese hombre encogerse hasta morir; nunca vi cosa semejante. Y luego el muñeco con los alfileres. Le digo, me dan escalofríos al acordarme.

-Por favor, cuéntenos del muñeco -dije, aceptando sentarme en un sofá de vinilo cubierto con un paño de punto multicolor.

-La señora Torrance me lo enseñó. Me dijo: «¿Quieres ver lo que ha enviado esa mujer? Estoy pensando echarlo al fuego». Dijo que por ningún motivo se lo iba a mostrar a él.

-¿Usted normalmente recogía las cartas en el buzón?

-Sí, señor -asintió ella-. El cartero llega a las nueve y llevo las cartas al estudio.

-Así que fue usted quien entregó el paquete con el muñeco.

Ella lució desconcertada.

-No, señor. No vi el paquete hasta que la señora Torrance me mostró el muñeco.

-¿No le pareció raro?

El aspecto de desconcierto se mantuvo.

-No, señor, no pensé en eso hasta ahora, pero a veces, si yo salía a un mandado, la señora Torrance se encargaba de recoger el correo.

-¿Así que no vio nunca la envoltura del paquete?

-No, señor, no la vi.

Me recargué en el sofá.

-Dígame, Ernestine, ¿cuánto tiempo lleva trabajando con los Torrance?

-Voy cumpliendo siete años, señor.

-Debe de haberle gustado ese empleo.

Arrugó la nariz.

-No diría exactamente que me gusta, pero me pagan bien y el trabajo no es tan difícil. Le comento que el señor Torrance no era un hombre fácil de complacer. Le gustaba que todo estuviera de cierta manera, y si tenían invitados, me seguía por todas partes, respirándome en la nuca. Y pegaba muchos gritos.

-Gritaba mucho, ¿no es así?

Tuvo que sonreír mientras meneaba la cabeza.

-Oh, sí, señor. Unos gritos terribles. Si cualquier cosa no le parecía de su gusto, se paraba ahí mismo y comenzaba a dar gritos para que una de nosotras lo arreglara. La señora Torrance se encargaba de cocinar lo principal, porque era muy especial en sus gustos de comer.

-Y la señora Torrance, ¿también era difícil?

-Solo cuando le preocupaba que el señor no quedara satisfecho con mi quehacer. Ella se esforzaba siempre por hacerlo feliz.

-¿Y él qué tal la trataba? -pregunté.

-Lo voy a poner en estos términos, señor. Si mi difunto marido me hubiera tratado de esa manera, le habría dado una tunda. Pero él de verdad le tuvo cariño. Podía ser más dulce que el azúcar con ella, cuando quería. Si iba demasiado lejos y la hacía llorar, al otro día llegaba con algún artículo bonito de joyería o un ramo de flores.

Eché una mirada a su habitación.

-¿Así que no se quedaba a pasar la noche ahí?

-Tengo un cuarto en la casa -replicó-, y parte de la semana duermo ahí, sobre todo si tienen visitas. Pero necesito un lugar propio donde pueda estar por mi cuenta, si usted me comprende. Un poco de paz y tranquilidad.

-La comprendo muy bien, Ernestine -dije levantándome del sofá, al ver que Renoir se paraba de su silla junto a la puerta.

-Y ahora, ¿qué hará usted? -inquirí-. ¿Va a volver, ahora que ya se llevaron el cuerpo?

-Eso depende de lo que decida hacer la señora Torrance, supongo -?repuso?-. Tal vez no quiera vivir ella sola en esa casa enorme y vieja. Pienso que no dan muchas ganas de dormir allí, después de esto. Tendré que esperar y ver qué sucede.

Nos abrió la puerta para que saliéramos.

-Haré lo que sea mejor para ella. Ha sufrido mucho, bendita sea.

Salimos al aire caliente y pegajoso de la calle. Aun a esa hora temprana, el ambiente se sentía tan espeso y pesado que costaba trabajo andar en él.

-¿Qué piensas, Renoir? -le pregunté.

-Me pareció una buena mujer, señor.

-En efecto. Pero a veces son las que parecen buenas las que te pueden sorprender. Examina los archivos en la estación cuando regresemos. Busca lo que se sabe del difunto marido. Yo voy a echar un vistazo al testamento de Trey Torrance.

-Señor, ¿no pensará usted que…?

-Por el momento no pienso nada. Quizá pescó un virus y murió de un ataque al corazón. Pero alguien envió ese muñeco. Alguien deseaba su muerte.

El testamento resultó muy sencillo. Después de varios donativos generosos a instituciones de caridad, incluida una suma suficiente para que su Carnival Krewe siguiera con sus lentejuelas por muchos años, el resto de su fortuna pasaba a su amada esposa. La señora Torrance era ya una viuda rica. Debí parar ahí. Dios sabe que tenía muchos otros casos de mayor urgencia -?un chico herido de bala al salir de un club de baile la noche anterior o la desaparición de una madre de cuatro hijos?-, pero me seguía intrigando Maman Boutin. Y aún no creía en el vudú.

Tipos como Trey Torrance se hacen de enemigos. ¿Tendría planes un competidor por aquellos terrenos? ¿O un rival en otro negocio? Pensé a quién pudo contarle sobre la maldición vudú, quiénes lo visitaron durante la enfermedad y quién enviaría el muñeco. Puse a Renoir a verificar los negocios de Torrance y le encargué que me llamara tan pronto como supiera algo del muñeco. No tenía demasiadas expectativas.

Mientras tanto, le hice otra visita a la señora Torrance. Quería saber sobre los medicamentos de Trey.

-¿Las medicinas de mi marido? -preguntó perpleja?-. ¿Qué tiene que ver eso?

-Se hallaron trazas de digoxina en su sistema y debo verificar si lo que tenía prescrito era en efecto digoxina.

-El frasco está en su botiquín -me informó, y me condujo a un lujoso cuarto de baño, con bañera de mármol y complementos de cristal. Allí no escatimaron en gastos. Me enseñó el frasco.

-Aquí está -anunció.

-¿Cumplía con sus medicamentos?

-Para nada -repuso ella-. Trey se creía inmortal. Nunca se habría tomado una pastilla si no fuera porque Ernestine o yo se la llevábamos regularmente.

-Gracias. Es todo lo que necesitaba.

Le devolví el frasco. Ella lo mantuvo en la mano.

-¿Cree que está bien tirarlo ya?

-Mejor guárdelo un poco más, por si se ofrece -?le dije con una sonrisa tranquilizadora.

Yo era bueno para esa clase de sonrisas. Llevaba veinte años practicándolas, sin permitir que ningún músculo de la cara traicionara lo que pensaba en realidad. En este caso noté el nombre del doctor que recetó las pastillas. Advertí que el uno de octubre le recetaron sesenta, para que las tomara tres veces al día. Vi que solo quedaban diez. Aun si hubiera comenzado a tomarlas en la fecha en que le fueron recetadas, debían quedar por lo menos quince. Así que o bien las había perdido, o bien alguien le prestó ayuda para llegar al otro mundo.

Hice una llamada al médico de la familia.

-La señora Torrance me dijo que usted aumentó la dosis de sus medicinas después de que su corazón latió con un ritmo anormal -?le dije.

-Un aumento ligero.

-¿Más de tres píldoras al día?

-No. El mismo número con mayor concentración.

-Gracias -volví a colgar. Mi corazonada era acertada.

Al volver al cuartel general me recibió en la puerta un Renoir muy emocionado. Por primera vez se le veía animado.

-Descubrí quién compró el muñeco -dijo en voz tan alta que todos los que estaban en el corredor volvieron la cabeza.

-Qué bien -dije, dándole una palmadita en la espalda?-. ¿Quién fue?

-Una mujer.

Lucía muy satisfecho de sí mismo.

-Genial. Eso elimina a la mitad de la población.

Renoir ignoró el sarcasmo.

-¿Sabía usted que hay tiendas de vudú aquí mismo en Nueva Orleans? ¡Uno puede ir a una tienda y comprar grisgrís, diseños de veve y hechizos!

-Nada de este lugar me sorprende -repuse-. ¿Encontraste la tienda?

-La encontré en internet. Uno puede buscar lo que sea en estos días. Fui y el dueño me dijo que usualmente venden los muñecos a los turistas, pero esta mujer era claramente local. La compró hace unas tres semanas. Así que esto lo prueba, ¿no, señor?

-¿Prueba qué?

-Que ella le mintió.

-¿Quién me mintió?

-Maman Boutin. Mintió sobre enviar el muñeco.

-¿Qué te hace pensar que la mujer era Maman Boutin?

-El tipo de la tienda dijo que era claramente local. Maman Boutin ciertamente se ve y suena como alguien local, ¿no diría usted?

Le puse una mano en el hombro.

-¿Te dio una descripción de la mujer?

-Bueno, no, señor. Pero supuse…

-Regla número uno. Si quieres conservar este trabajo, Renoir, consigue todos los datos antes de abrir la boca. Vamos. Llévame de regreso a la tienda.

A lo largo del camino, Renoir permaneció en silencio, en actitud contrita. Se estacionó afuera de una hilera de pequeñas tiendas en las orillas del barrio viejo, convertidas en un área turística.

El dependiente se mostró sorprendido al ver de nuevo a Renoir. Este, por su parte, lucía mortificado.

-En realidad no puse mucha atención en los detalles -?dijo el dependiente?-. Pero me acuerdo de ella porque no era el tipo de mujer que habitualmente llega a la tienda. De edad media, bien vestida. El pelo arreglado. Los turistas no suelen usar buena ropa ni tacones altos cuando pasean por la ciudad.

Volvimos al auto.

-¿Puedes creer que Maman Boutin iba a venir al centro de la ciudad para comprar un muñeco, Renoir? -?pregunté?-. Si ella quisiera enviar un muñeco, lo habría hecho ella misma, para ponerle su propia magia.

-Supongo que eso es cierto -murmuró, aún contrito.

-Entonces, ¿qué piensas? -volví a preguntarle.

-¿Yo? ¿Mis pensamientos? -dijo, sorprendido por la pregunta.

-Este caso es también tuyo, además de ser mío.

-La sirvienta, señor. Se fue con demasiada prisa, ¿no? Y no parece que piense en volver.

-¿Qué fue lo primero que te enseñaron en tus clases de detective?

Renoir frunció el ceño.

-¿Quién se beneficia? -aventuró Renoir.

-Y en este caso, ¿quién?

-La sirvienta no. Perdió su empleo -repuso, todavía arrugando la frente.

-Y no la menciona el testamento.

-La esposa acaba de perder a su marido.

-Y se ha vuelto una viuda rica.

-¡Oh! -exclamó, abriendo mucho los ojos-. ¿Le parece posible que su misma esposa…? Se veía tan desconsolada.

-Te daré un consejo, Renoir. Las mujeres universalmente son buenas actrices. Todas las mujeres que he conocido son capaces de llorar a voluntad.

-Pero ¿por qué, señor? ¿Con qué motivo? Es un poco demasiado vieja para tener algún tipo esperándola, y ya era rica antes de que él muriera.

-Pues quizá quería librarse de un tirano dominante, y la amenaza del vudú le ofreció una salida fácil.

-¿Cómo es posible, señor? Pensé que Torrance no creía en el vudú.

-Ella ayudó con una sobredosis de medicamentos. Tal vez haya encontrado alguna manera de debilitarlo de antemano.

-¿Podemos probar eso?

-¿La sobredosis de medicinas? Seguramente no. Ella puede declararse olvidadiza, decir que él estaba enfermo del virus y no sabía si se había tomado o no sus medicamentos. Ya veremos lo que los forenses encuentran en las muestras de tejidos, ¿eh?

La nueva corazonada también fue correcta. Al otro día llamaron del laboratorio. Encontraron trazas de arsénico en los tejidos. No suficiente para matar, pero sí para poner muy enfermo a cualquiera. Pensó, según creo, que al suspender el arsénico dos semanas antes de su muerte no se arriesgaba a ser descubierta, pero se pasó de lista, pues no sabía que el arsénico se queda en los tejidos para siempre.

Me llevé conmigo a Renoir cuando fui a arrestarla. Mientras conducía, su cara adoptó su expresión de perplejidad.

-¿Qué te pasa, Renoir? ¿Acaso te da lástima? Un policía no puede permitirse emociones que interfieran con el caso. Ya sabes eso.

-Lo sé, señor. No puedo afirmar que tenga emociones en uno u otro sentido. Pero no entiendo por qué nos llamó. Su propio doctor firmó un certificado de defunción. Habría pasado como ataque cardiaco. No se habría hecho la autopsia. Pudo librarse de toda sospecha sin que nadie le hiciera preguntas. ¿Por qué razón pidió que interviniéramos?

-Tal vez una venganza personal contra Maman Boutin -?sugerí?-. Ella también nació en Nueva Orleans. Quizá Maman Boutin hechizó a su madre. Las obsesiones de venganza permanecen mucho tiempo en estas latitudes, ¿no crees?

Renoir alzó los hombros.

-Por otra parte -proseguí-, tal vez buscaba una oportunidad de decir al mundo qué clase de filántropo era en realidad su marido, y los infiernos en que la introdujo. Tal vez deseaba volverse protagonista para variar, disfrutar de su papel después de vivir siempre a su sombra. Con las mujeres nunca se sabe.

La señora Torrance nunca nos reveló la menor indicación de sus motivos. Guardó silencio y conservó sus buenos modales hasta el día de la audiencia en los tribunales. Pero llevó a su comparecencia ante el juez un vestido elegante de dos piezas, con tacones altos y perlas, y en la puerta se detuvo a sonreír entre los destellos de focos de flash que la rodeaban.

 

FIN

 

Rhys Bowen creció en Bath, Inglaterra, pero fueron sus visitas a Gales en su infancia las que le dieron el escenario para su serie de misterio protagonizada por un policía galés, el alguacil Evan, con la que ha obtenido varios premios. En otra serie también premiada nos presenta a la inmigrante irlandesa Molly Murphy abriéndose camino a principios del siglo XX en Nueva York. Antes de escribir historias de misterio, la señora Bowen trabajó como escritora para la BBC en Londres, y fue autora de libros infantiles. El primer cuento que publicó en AHMM es «Vudú», en el cual transmite con agudeza los escenarios y juega con percepciones equivocadas del vudú. Es triste que debido al huracán Katrina de 2005 puedan haberse perdido para siempre los barrios de Nueva Orleans captados con tanta habilidad en este relato.

 

SUS CONFESIONES Lawrence Block

 


 

Por la mañana, Warren Cuttleton salió de su cuarto amueblado en la calle 83 Oeste, y se fue caminando a Broadway. Era un día claro, soplaba un aire fresco, pero no helado, y el sol brillaba, aunque sin cegar. En la esquina, le compró el Daily Mirror al quiosquero ciego, que le vendía el periódico todos los días y que, al contrario de lo que reza el estereotipo, no le reconocía ni por la voz ni por sus pisadas. Se llevó el diario a la cafetería donde desayunaba habitualmente y lo mantuvo doblado con cuidado bajo el brazo mientras pedía un bollo y un café. Se sentó solo en una mesa pequeña, y se dispuso a tomarse el dulce y la bebida oscura y caliente mientras leía el Daily Mirror de cabo a rabo.

Cuando llegó a la página tres, dejó el bollo e hizo a un lado la taza de café. Le había llamado la atención la historia de una mujer, asesinada la noche anterior en Central Park. La víctima, llamada Margaret Waldek, trabajaba de enfermera en el hospital de la Quinta Avenida. A medianoche terminó su turno; de regreso a casa, cuando atravesaba el parque, alguien se le echó encima, la violó y la apuñaló repetidamente en el pecho y en el abdomen. Los detalles estaban descritos con una minuciosidad morbosa, e iban acompañados de una fotografía de Margaret Waldek de bastante mal gusto. Warren terminó de leer el artículo y miró la desagradable fotografía.

¡Y recordó!

La memoria se le despertó de golpe. Un paseo por el parque. La brisa nocturna. Una navaja grande y fría en una mano. El mango del arma blanca que se había vuelto resbaladizo por culpa del sudor de la palma y de los dedos. La espera, solo en el frío. Unos pasos, más cerca, su propio movimiento abandonando el camino y metiéndose entre las sombras.

Y la mujer. Unido a la furia horrible del ataque, al miedo y al dolor en el rostro de la mujer, los gritos de ella ensordeciéndole. Y la navaja, arriba y abajo, subiendo y descendiendo con fuerza. Los alaridos creciendo, hasta convertirse en agónicos y, de pronto, parándose abruptamente. La sangre…

Warren Cuttleton se mareó. Luego examinó su mano, esperando ver el filo de una navaja brillando en la palma. En su lugar, sostenía un bollito a medio acabar. Lo soltó. El trozo de dulce cayó sobre el mantel. Y él creyó que iba a vomitar.

-¡Dios mío! -musitó en voz muy baja.

Nadie pareció oírle. Le invocó otra vez, en un tono algo más alto; y después encendió un cigarrillo con manos temblorosas. No supo apagar la cerilla, de tan débiles, y mal dirigidos, que eran sus soplidos. La tiró al suelo y lo hizo con la suela del zapato. Respiró hondo.

Había matado a una mujer. A alguien que ni conocía, ni había visto antes. Lo que él era lo decían bien claro los titulares… ¡Un asesino, un criminal, un sádico! Constituía una amenaza para la ciudad, y la policía le encontraría y le haría confesar; más tarde, habría un juicio, una condena y una apelación; y un rechazo de este recurso legal; mientras tanto, él permanecería en una celda pequeña, donde acabaría por salir a dar un paseo largo, que le llevaría a sufrir una sacudida eléctrica. Entonces, afortunadamente, caería en la nada absoluta.

Cerró los ojos. Apretó los puños y se los llevó contra las sienes. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué andaba mal en su cabeza? ¿Por qué, por qué él había matado?

¿Cómo alguien era capaz de quitar la vida a otra persona?

Se quedó sentado a la mesa hasta que se fumó tres cigarrillos, encendiendo cada uno con la colilla del anterior. Cuando terminó el último, se levantó de la mesa y fue al teléfono. Echó unos centavos y marcó un número. Después esperó hasta que alguien contestase a su llamada.

-Soy Cuttleton -dijo-. No me esperen hoy. Me encuentro mal.

Una de las chicas de la oficina había atendido el teléfono. Le contestó que lo sentía mucho y que esperaba que se mejorara. Él le dio las gracias y colgó.

¡Que se encontraba mal! Nunca se había ausentado por enfermedad durante los veintitrés años que llevaba trabajando en la Compañía Bardell, salvo dos veces que sufrió una fiebre muy alta. Le creerían, claro está. Porque no mentía, ni engañaba a sus superiores, y ellos lo sabían. Sin embargo, le molestó hacerlo en aquella ocasión.

Realmente, no había dicho una mentira, ya que no se sentía bien. En el camino de vuelta a su habitación, compró el Daily News, el Herald Tribune y el Times. No le dijo nada nuevo el primer periódico, ya que publicaba también la historia del crimen en la página tres, pero tanto lo que contaba así como la fotografía era similar a lo del Daily Mirror. Resultó más difícil encontrar la historia en los otros dos, pues lo habían publicado en la segunda sección, como si se tratara de algo trivial. Esto no le cupo en la cabeza.

Por la tarde, compró el Journal American, el World Telegram y el Post. Este último incluía una entrevista con la hermanastra de Margaret Waldek, una cosa tristísima. Warren Cuttleton lloró amargamente mientras la leía, derramando una cantidad igual de lágrimas por la víctima que por sí mismo.

A las siete en punto, se dijo que la suerte estaba echada. Había matado, y como respuesta le iban a ejecutar.

A las nueve en punto, creyó que jamás le descubrirían. Releyó los diarios, y se dio cuenta de que la policía no contaba con ninguna prueba substancial. No se decía nada de huellas dactilares pero, de todos modos, él sabía que las suyas no estaban en ningún archivo. Nunca se las habían tomado así que, a menos que alguien le hubiera visto, la policía jamás hallaría la forma de conectarle con el crimen. Y él no recordaba que le hubieran visto.

Se fue a la cama a medianoche. Durmió poco y mal, reviviendo cada uno de los horrorosos detalles de la noche anterior… las pisadas, el ataque, la navaja, la sangre, y su huida del parque. Se despertó por última vez a las siete, sobresaltado en el momento más cruel de la pesadilla, chorreando de sudor…

No había escapatoria si iba a soñar esas cosas una noche tras otra… ¡sin remedio! Jamás se había considerado un psicópata; el bien y el mal resultaban conceptos que le importaban, y mucho. Redimirse, abrazado a una silla eléctrica, le pareció el menos terrible de los castigos posibles. Ya no deseaba esquivar a la Justicia, sino que ésta le echara mano, para que, al castigarle por el asesinato, le librara del mismo.

Salió y compró un periódico. No se había producido ningún progreso en la investigación. Leyó una entrevista en el Mirror con la sobrinita de Margaret Waldek, y lloró de nuevo.

Warren Cuttleton nunca había estado antes en una comisaría. Se hallaba sólo a unas cuantas manzanas de la pensión donde vivía pero jamás había pasado por allí, conque tuvo que buscar la dirección en la guía telefónica. Al llegar, se puso a mirar a su alrededor en busca de alguien que pareciese investido de la suficiente autoridad. Al final, se dirigió al sargento de guardia y le explicó que deseaba hablar con un agente en relación con el caso Waldek.

-Waldek… -intentó recordar el sargento de guardia.

-La mujer del parque.

-¡Ah! ¿Tiene información?

-Sí -respondió el señor Cuttleton.

Después esperó en un banco de madera mientras el suboficial preguntaba arriba quién estaba a cargo del caso Waldek. Luego, bajó y le dijo que fuese a la primera planta a ver al sargento Rooker. Y así lo hizo.

Rooker era un joven de rostro meditativo. Le respondió que sí, que se hallaba a cargo del caso Waldek y que, para empezar, ¿podría decirle su nombre, su dirección y otros detalles?

Warren Cuttleton le dio todos los datos que le pidió. Rooker los anotó con un bolígrafo en una hoja amarilla. Luego, le miró, apartando la vista del papel, mostrándose solícito.

-Muy bien, esto ya está -señaló-. Ahora, ¿qué es lo que trae para nosotros?

-Me traigo a mí mismo -respondió el señor Cuttleton.

Y, como el sargento Rooker frunciese el ceño con curiosidad, explicó-: Fui yo. ¡He matado a esa mujer, a Margaret Waldek! Yo lo hice.

Seguidamente el sargento Rooker y un segundo policía se lo llevaron a otro cuarto, y le hicieron un montón de preguntas. Lo explicó todo exactamente como lo recordaba, desde el principio al final. Les contó la historia, intentando no sucumbir al horror de las partes más desagradables. Sólo se derrumbó en dos ocasiones. No es que llorara pero el pecho se le inundaba y la garganta se le cerraba, por culpa de la angustia, y le era imposible continuar. Preguntas…

-¿Cómo consiguió la navaja?

-En una tienda de artículos rebajados y usados.

-¿Dónde?

-En la avenida de Columbus.

-¿Recuerda la tienda?

Warren Cuttleton se acordaba del dependiente, también de un representante, y hasta de haber pagado por la navaja; y de lo que hizo al llevársela. Sin embargo, no supo dar el nombre de la tienda.

-¿Por qué la mató?

-No lo sé.

-¿Y por qué eligió a Margaret Waldek?

-Supongo que porque fue ella la que… pasó por allí.

-¿Por qué la atacó?

-Tenía que hacerlo. Algo… algo me poseyó, una necesidad que no entendí entonces, ni entiendo ahora, una sensación apremiante. ¡Simplemente, debía hacerlo!

-¿Por qué la mató?

-No lo sé. La maté… la navaja… subiendo y bajando… Por eso compré la navaja, para asesinarla.

-¿Lo planeó usted?

-Quizá… de una manera vaga.

-¿Dónde está la navaja?

-No la tengo. La tiré por una alcantarilla.

-¿Qué alcantarilla?

-No me acuerdo. En alguna parte.

Se llenó la ropa de sangre. Eso es seguro, porque ella se desangró. ¿Tiene las ropas en casa?

-Me deshice de ellas.

-¿Cómo? ¿En otra alcantarilla?

-Oye, Ray, uno no le aplica el tercer grado a un tipo cuando éste se halla a punto de confesar de motu propio.

-Perdone, Cuttleton, ¿ha escondido las ropas cerca de su casa?

Algo le vino a la memoria, pero muy confuso, una cuestión relacionada con el fuego.

-Un incinerador -dijo.

-¿El incinerador de su edificio?

-No, de algún otro. En el mío no tenemos. Fui a casa y me cambié de ropa, de eso sí que me acuerdo; luego, la metí en una bolsa, me fui corriendo a otro edificio, la eché en el incinerador y regresé a toda prisa a mi habitación. Me lavé. Tenía las uñas llenas de sangre, eso también lo recuerdo.

Le hicieron quitarse la camisa. Le miraron los brazos, el pecho, la cara y el cuello.

-Ni una herida -dijo el sargento Rooker-. Ni una sola marca. Y a ella le hemos encontrado restos en las uñas, porque arañó al asesino.

-Ray, quizá se arañó a sí misma.

-      ¡Mm! O puede que a él le cicatricen enseguida las heridas, ¿no? Vamos, Cuttleton, esto no tiene pies ni cabeza.

Fueron a otra habitación, le tomaron las huellas dactilares y le catalogaron como sospechoso de asesinato. El sargento Rooker le dijo que podía llamar a un abogado si lo deseaba. Él le respondió que no conocía a ninguno. Una vez fue a ver a un notario, para que le arreglase unos papeles, hacía mucho tiempo, pero su nombre se le había olvidado.

Le llevaron a una celda. Entró allí y le encerraron con llave. Se sentó en una banqueta y fumó un cigarrillo. Por primera vez, en casi veintisiete horas, no le temblaban las manos.

Cuatro horas después, el sargento Rooker y otro policía entraron en su celda. El primero dijo:

-Usted no mató a esa mujer, señor Cuttleton. Ahora bien, ¿por qué nos ha dicho que sí?

Él, desesperado, les miró fijamente a los ojos.

-En primer lugar, usted tenía una coartada y no nos dijo nada al respecto. Fue a un cine de sesión continua que hay a dos manzanas de su casa. Lo sabemos porque el taquillero le reconoció al ver una fotografía que le enseñamos; y ha dicho que usted compró una entrada a las 9,30. También le identificó el acomodador, que recuerda que usted tropezó cuando iba al servicio y él le tuvo que echar una mano; y esto último sucedió pasada la medianoche. Una de las mujeres que viven en el piso de abajo declara que usted fue directamente a su habitación. El individuo que estaba hospedado enfrente asegura que a la una usted ya estaba en su cuarto, que no salió y que apagó las luces unos quince minutos después. Ahora, contéstenos, en nombre del Cielo… ¿Por qué nos ha dicho que había matado a esa mujer?

Era increíble. Warren Cuttleton no se acordaba de ninguna película. No recordaba que hubiera comprado una entrada ni que hubiera tropezado con alguien cuando iba al servicio del cine. Nada de nada. Sólo se veía acechando; luego, el sonido de unas pisadas, el asalto, la navaja y los gritos… la navaja perdida en una alcantarilla y las ropas quemadas en algún incinerador; y, al final, él mismo quitándose las manchas de sangre.

-Más aún. Hemos detenido al presunto asesino, un hombre llamado Alex Kanster, convicto dos veces por asalto frustrado. Fuimos a verle en un registro rutinario, y le encontramos una navaja ensangrentada debajo de la almohada. Tenía el rostro lleno de arañazos, y le apuesto tres contra uno a que a esta hora ya debe haber confesado que fue él quien mató a Margaret Waldek, y no usted. En base a esto… ¿a qué viene toda esta farsa? ¿Por qué ha llegado aquí dispuesto a causarnos problemas? ¿Cómo sigue mintiendo?

-¡Yo les estoy diciendo la verdad! -exclamó el señor Cuttleton, indignado.

Rooker estuvo a punto de decir una inconveniencia, pero se abstuvo. El otro policía dijo:

-Ray, tengo una idea. Que venga alguien que sepa manejar el detector de mentiras.

El señor Cuttleton estaba confuso. Le llevaron a otra habitación y le ataron con unas correas a una máquina muy rara, que tenía un gráfico. Y le hicieron muchas preguntas: ¿Cómo se llamaba? ¿Cuántos años tenía? ¿Dónde trabajaba? ¿Había matado a Margaret Waldek? ¿Cuánto eran cuatro y cuatro? ¿Dónde compró la navaja? ¿Cuál era su apellido? ¿Dónde escondió sus ropas?

-Nada -reconoció el otro policía-. No hay reacción. ¿Lo ves? El tipo cree lo que dice, Ray.

-Puede que sólo sea que no reacciona con el aparato. Se han dado muchos casos.

-Entonces dile que mienta.

-Señor Cuttleton -propuso el sargento Rooker-. Voy a preguntarle cuánto son tres y cuatro. Y quiero que usted conteste que son seis. Simplemente conteste «seis».

-Pero si son siete…

-De todos modos diga seis, señor Cuttleton.

-Bueno… si se empeña…

-¿Cuánto son tres y cuatro?

-Seis.

¡Sí, sí que reaccionaba! Se podía ver en el gráfico cómo la mentira había disparado la aguja, que hasta entonces no había sufrido cambios bruscos.

-Lo que pasa -explicó el otro policía-, es que se lo cree, Ray. No está tratando de causarnos ningún problema; él está convencido de lo que dice, ya sea verdad o mentira. Conoces el poder de la imaginación, el modo en que los testigos juran y perjuran haber visto cosas, y simplemente es una perturbación de los recuerdos. Este hombre ha leído la historia y, desde el principio, se ha creído el protagonista.

Estuvieron hablando con él un rato, tanto Rooker como el otro policía, explicándole cuál era su problema. Le dijeron que se sentía culpable de algo que no había hecho, que sufría alguna depresión psicológica de las que se hallan latentes en la persona, y que todo aquello le obligaba a acusarse de haber asesinado a la señorita Waldek cuando, de hecho, era inocente.

A Warren Cuttleton le costó hacerse a la idea de que los dos policías no estaban completamente locos porque, si alguien se hallaba un poco tarado, era él mismo. Y a esta conclusión no llegó hasta que le demostraron todas las pruebas ante sus propios ojos, y vio que era imposible que hubiera sido él el asesino. No había manera de echar por tierra los sólidos argumentos de los policías. Tenían razón. Debía creerles.

¡Bueno!

Se fió de ellos. Sabía que tenían razón y que, por tanto, él (su memoria) estaba confundido. Pero aquello no alteraba el hecho de que él recordase el crimen. Cada uno de sus espeluznantes detalles le seguía hiriendo en la memoria. Obviamente, esto sólo venía a subrayar su innegable locura.

-Bien. Supongo que a estas alturas -reconoció, muy oportunamente, el sargento Rooker-, usted cree que es un obseso. No deje que todo esto le amargue la vida, señor Cuttleton. Esta urgencia que usted padece de confesar un crimen que no ha realizado no es tan poco común como podría creer. Cada suceso violento que sale a la luz pública atrae hacia nosotros una docena de confesiones falsas; y algunos de los infelices pondrían la mano en el fuego para demostrarnos que dicen la verdad. Usted lleva el deseo de matar encerrado en alguna parte de su ser; y es algo que le obliga a sentirse culpable. Y este complejo de culpabilidad es el que le ha empujado a confesar un crimen que, si bien no ha cometido, quizá deseara haberlo hecho. Nos sucede de vez en cuando. La mayoría de los seres humanos no están tan convencidos como usted, ni tan acertados en los detalles. El detector de mentiras es lo que me reveló que usted se creía culpable. Pero no se preocupe, ya verá como es algo que usted mismo puede controlar.

-Es una cuestión psicológica -añadió el otro policía.

-Es probable que le suceda otra vez -siguió Rooker-, Si es así, intente superarlo. Ahora sabe que no se tratará más que de un mal sueño; ya ve que se acabaron las confesiones, ¿de acuerdo?

Primero, se sintió como un niño estúpido. Después, fue como si alguien le hubiese aliviado de una carga tremenda. No habría silla eléctrica. Tampoco arrastraría un complejo perpetuo de culpabilidad.

Aquella noche durmió a pierna suelta, sin pesadillas.

Aquello pasó en marzo. Cuatro meses después, en julio, ocurrió de nuevo. Warren Cuttleton se despertó, bajó a la calle, fue a la esquina, compró el Daily Mirror, se sentó en la cafetería con su bollito y su taza de café, abrió el periódico por la tercera página y leyó la historia de una colegiala de catorce años a la que, durante la noche anterior, camino de su casa, en la zona del Astoria, un hombre la había matado en un callejón abriéndole la garganta con una cuchilla. También se incluía una fotografía muy expresiva del cuerpo de la muchacha, con la garganta abierta de oreja a oreja.

De repente, ante él, los recuerdos estallaron como unos relámpagos en la noche, iluminándolo todo.

Vio la cuchilla en su mano, la muchacha luchando por deshacerse de sus garras… Evocó la dulce sensación de su jovencísima piel asustada, sus quejidos, la sangre saliendo a borbotones por la garganta herida…

La escena evocada resultó tan viva, que pasó un rato antes de que se diera cuenta de que no era la primera vez que la memoria le jugaba una mala pasada. Se acordó de lo que había sucedido en marzo. Aquello terminó no siendo cierto. Lógicamente, esto tampoco.

Pero no podía equivocarse una y otra vez. Lo recordaba. Cada detalle, tan claramente…

Luchó consigo mismo diciéndose que el sargento Rooker le había alertado para que no se sorprendiera si le asaltaba de nuevo ese impulso irresistible de revivir un crimen que no había protagonizado. Tampoco debía confesarlo después. Pero la lógica no resiste el ataque de la certeza, aunque ésta sea absurda. Si uno sostiene una rosa en su mano, y siente la suavidad de sus pétalos, y se ve embriagado por su perfume dulce, y además sus espinas le pinchan, todas las deducciones más racionales del mundo no bastarán para convencerle de que la rosa no existe. Y, a veces, las flores del recuerdo son tan difíciles de arrancar como las reales y tangibles.

Aquel día Warren Cuttleton fue a trabajar. Esto no le causó ningún bien, ni a él ni a sus patrones, ya que le resultó imposible prestar atención a los papeles acumulados en su mesa. Sólo podía pensar en la locura que había cometido matando a Sandra Gitler. Sabía que no podía haberlo hecho; sin embargo, al mismo tiempo, estaba convencido de que era el asesino.

Una chica de la oficina le preguntó si se sentía mal, ya que tenía un aspecto terrible. Un compañero de la empresa quiso saber si se había sometido a un chequeo médico últimamente. A las cinco en punto, Warren Cuttleton se fue a casa. Luego, le costó un gran esfuerzo mantenerse alejado de la comisaría, pero lo consiguió.

Los sueños fueron terribles, vividos con una intensidad insoportable. Se despertó, sobresaltado, una y otra vez. Llegó a dar un grito. Por la mañana, cuando ya se había rendido a la evidencia de que no podría dormir, comprobó que las sábanas estaban empapadas de sudor. La humedad había traspasado el colchón. Después, permaneció largo tiempo bajo el chorro de agua helada de la ducha; se vistió, y se fue a la comisaría.

La última vez él confesó pero ellos probaron que era inocente. Parecía imposible que pudieran haber cometido un error, del mismo modo que debía considerarse absurdo que hubiese matado a Sandra Gitler; pero quizás el sargento Rooker volviera a espantar al fantasma de la muchacha. Haría la declaración, probarían su inocencia y, a partir de entonces, podría dormir todas las noches.

No se detuvo ante el sargento de guardia, sino que subió directamente a hablar con Rooker, el cual le guiñó un ojo.

-¡Warren Cuttleton!-exclamó el suboficial-. ¿A confesar?

-No quería venir. Ayer me recordé a mí mismo matando a la chica, en Queens. Sé que lo hice aunque estoy convencido de que no la asesiné. Pero…

-Usted está seguro de ser el criminal.

-Sí.

El sargento Rooker le comprendió. Llevó a Cuttleton a un cuarto, en lugar de a una celda, y le dijo que le esperara un momento. Regresó a los pocos minutos.

-Llamé al oficial encargado del caso Queens -informó-. Ha averiguado unas cuantas cosas sobre el asesinato, cosas que no han salido en los periódicos. ¿Recuerda usted haber grabado algo en el vientre de la muchacha… un tatuaje, unas palabras o un signo parecido?

Le vino a la memoria. La cuchilla dibujando en la piel desnuda, quizás unas palabras.

-¿Qué grabó ahí, señor Cuttleton?

-Yo… no consigo acordarme…

-Usted puso «Te quiero». ¿Lo recuerda?

Sí, lo pudo recordar mentalmente. La cuchilla penetrando la carne tierna, inventando una escritura nueva, otro modo de decir «te quiero», en un intento de dar a entender a la muchacha que aquel acto horrible llevaba un mensaje de amor subyacente a la destrucción. ¡Ah, ya lo creo que se acordaba! Aparecía nítido en su mente, tanto como si fuera de cristal…

-¡Señor Cuttleton! Señor Cuttleton, no era eso lo que había grabado en el vientre de la muchacha: eran palabras irrepetibles, no había en ellas nada de amor, porque eran groseras y obscenas. Por eso no lo publicaron en los periódicos, entre otras cosas, para descubrir enseguida las falsas confesiones. Esto lo considero, créame, una gran idea. Hemos añadido inmediatamente un nuevo dato al archivo caótico de su memoria, y usted se lo ha creído. Es el poder de la sugestión. No sucedió, así como tampoco llegó a tocar a esa chica; pero ha recogido la falsa información y la ha aceptado como verdadera, tal y como recordó todo cuanto leyó en los periódicos.

Warren Cuttleton se quedó allí sentado un rato, mirándose las uñas mientras el sargento Rooker no apartaba la vista de él. Entonces, lentamente dijo:

-Siempre supe que no podía haberlo hecho. Pero eso no me ha sido de mucha ayuda.

-Ya veo.

-He tenido pesadillas. En todas ellas, he revivido el suceso, igual que la otra vez. Sabía que no debía venir, que iba a hacerle perder el tiempo. Pero es que hay cosas que se saben y otras que se ignoran, sargento.

-Y usted necesitaba que probasen su inocencia, ¿no es así?

Asintió miserablemente. El sargento Rooker dijo que no importaba; que sí, que ese tipo de cosas hacían perder el tiempo a la policía; pero que ellos disponían de más tiempo del que mucha gente se pensaba aunque, por desgracia, menos del que muchos creían; y que el señor Cuttleton podía acudir a él siempre que necesitara confesar algún crimen.

-Venga a mí directamente -se ofreció el suboficial-. Así todo será más sencillo, porque yo le comprendo. Sé lo que sufre con esto; y alguno de los demás muchachos, con menos experiencia, podrían no entenderle tan fácilmente.

Warren Cuttleton dio las gracias al sargento Rooker y se despidió con un apretón de manos. Salió de la comisaría y tropezó en la puerta con un marinero a quien le acababan de quitar un albatros de los hombros. Aquella noche durmió sin que le asaltara ningún mal sueño.

Volvió a suceder en agosto. Una mujer fue estrangulada en su apartamento de la calle 27-Oeste. El arma homicida había sido un cable de la luz. Warren Cuttleton recordó haber comprado un alargador el día anterior, justo con aquella intención.

De nuevo acudió al sargento Rooker inmediatamente. No hubo ningún problema. La policía acababa de capturar al asesino pocos minutos después de que salieran los diarios de la mañana. Fue el conserje de la finca donde vivía la víctima. Le detuvieron y confesó.

Una tarde de septiembre. Había estado lloviendo toda la mañana pero, en aquel momento, había aclarado. Warren Cuttleton regresaba a casa después de un día de mucho trabajo en la oficina, y se detuvo en una lavandería china para recoger unas camisas. Luego, entró en una farmacia y compró un frasco de aspirinas. En el camino de regreso a su pensión, pasó por delante de una ferretería.

Y    entonces ocurrió algo muy raro…

Entró allí como un robot, igual que si algún extraño hubiera tomado posesión de su cuerpo, se hubiera metido dentro de él. Esperó pacientemente mientras el dependiente vendía un paquete de tornillos a un narigudo. Y, luego, compró una pequeña piqueta para romper el hielo.

De regreso a su habitación, sacó las camisas de la bolsa -seis de color blanco, que había comprado en la misma mercería-, y las colgó cuidadosamente en las perchas del armario. Se tomó dos aspirinas y metió el frasco en el cajón superior de la cómoda. Después, sostuvo la piqueta entre sus manos, sintiendo la suavidad del mango de madera y acariciando el frío acero de la hoja. Puso la punta del dedo gordo en el extremo del filo, y sintió lo deliciosamente cortante que resultaba…

Se metió la piqueta en el bolsillo. Se sentó a fumar un cigarrillo, lentamente; y, luego, salió del cuarto y fue caminando a Broadway. En la calle 86 se metió en la boca del metro en la estación IRT, introdujo una ficha en la entrada giratoria y tomó el tren que iba a Washington Heights. A la salida, fue caminando en dirección a un pequeño parque. Allí estuvo esperando un cuarto de hora.

Abandonó el lugar. El viento helado soplaba con fuerza, había oscurecido. Fue a un restaurante, en realidad, un pequeño mesón situado en la avenida Dyckman. Pidió un solomillo, muy hecho, con patatas fritas y una taza de café. Degustó la cena con fruición.

En los servicios del mesón sacó la piqueta del bolsillo y la acarició una vez más. Tan bien afilada, tan fuerte… Dirigió una sonrisa a la pequeña arma, la besó con los labios algo separados, para no cortarse… Tan bien afilada, tan fría…

Pagó la cuenta, le dio una propina al camarero y salió del local. Ya era de noche, y hacía un frío como para congelar el pensamiento. Atravesó caminando las calles desiertas. Encontró un callejón. Esperó, inmóvil y en silencio.

Tiempo…

Sus ojos se hallaban fijos en la boca del callejón. Pasaron varios transeúntes… chicos, chicas, hombres, mujeres… Warren Cuttleton no se movió de donde estaba. Siguió esperando. Al final, no habría nadie en las calles, excepto él y la persona que aguardaba con impaciencia. La hora sería perfecta y ocurriría lo que tendría que ocurrir. Actuaría de la forma más rápida y certera.

Repentinamente unos tacones altos se le acercaron con un ritmo staccato. No se oía nada más, ni coches, ni otras pisadas. Despacio, con cuidado, se dirigió a la boca del callejón. Su mirada descubrió quién hacía ese ruido con los tacones: era una mujer joven, joven y bonita, con unas curvas muy atractivas y el cabello negro, con labios rojos, sensuales… una hermosa criatura. ¡Sí, su mujer, la que había estado esperando…! Aquella misma, sí, ¡ahora!

Ella se puso al alcance de la mano homicida, sin que sus tacones altos alterasen el ritmo. Era una maravilla verla moverse. De pronto, unos dedos le cerraron la boca, se apretaron contra sus labios rojos. El otro brazo se cerró en torno a su cintura, y el hombre la atrajo hacia él. Ella perdió el equilibrio y el homicida la arrastró hasta la boca del callejón…

La mujer podía haber gritado, si no fuera porque él le estampó la cabeza contra el suelo de cemento del callejón. Luego, contempló su mirada vidriosa. Intentó pedir auxilio; sin embargo, el asesino se lo impidió tapándole la boca. Ella tampoco llegó a morderle, ya que él tuvo cuidado de que eso no sucediera.

Entonces, mientras la víctima luchaba por deshacerse del abrazo mortal, el obseso le clavó la piqueta en el corazón.

Por último, la dejó allí, muerta, abandonada. Arrojó el arma a una alcantarilla. Encontró la boca del metro y subió al tren que iba en dirección a la estación de donde había partido, la IRT. Llegó a su habitación, se lavó la cara y las manos, se metió en la cama y se durmió. Lo hizo de un tirón, sin que ningún mal sueño o pesadilla viniera a turbar su conciencia agotada.

Por la mañana, cuando se levantó a la hora habitual, se sintió como siempre: descansado, fresco y listo para el trabajo diario. Se duchó, se vistió, fue a la calle y le compró el Daily Mirror al quiosquero ciego.

Leyó el artículo. Una joven danzarina exótica, llamada Mona More, había sido asaltada en Washington Heights. El criminal la mató con una piqueta de las que se usan para el hielo.

Lo recordó. Al momento, todo volvió a su mente: el cuerpo de la muchacha, la piqueta, el asesinato…

Apretó los dientes hasta que le dolieron. ¡Con qué realismo lo imaginaba todo! Se preguntó si un psiquiatra podría ayudarle pero este tipo de médicos eran tan caros… Sus sesiones nada más que estaban al alcance de los ricos. Por otra parte, él tenía su propio psiquiatra, uno personal y que no cobraba un céntimo por el exorcismo… ¡su sargento Rooker!

Sin embargo, Warren Cuttleton lo recordaba todo. ¡Todo! Se acordaba de haber comprado la piqueta del hielo, de haber tirado a la muchacha al suelo, de cómo había hundido la piqueta en el corazón de su víctima…

Aspiró profundamente. Se dijo a sí mismo que ya iba siendo hora de mostrarse metódico con todo aquello. Fue al teléfono y llamó a la oficina.

-Soy Cuttleton -dijo-. Hoy llegaré algo tarde, como dentro de una hora. Tengo cita con el médico. Iré tan pronto como pueda.

-¿Es algo grave?

-¡Oh, no! -dijo-. Nada serio.

Y, de hecho, tampoco estaba diciendo ninguna mentira. Después de todo, el sargento Rooker venía a ser su psiquiatra personal, y un psiquiatra también es médico. Él contaba con una cita previa, porque el policía le había dicho que acudiera a verle en cuanto le volvieran a aparecer las pesadillas. No se trataba de nada serio; esto también formaba parte de la verdad, porque él sabía que su inocencia se hallaba fuera de toda duda, por muy crueles que resultaran sus recuerdos.

Rooker casi le sonrió.

-¡Hombre, mira a quién tenemos por aquí! -exclamó-. Debería habérmelo figurado. ¡El señor Cuttleton! Un crimen muy de su estilo, ¿no? Una mujer asaltada y asesinada, ésa es su forma, ¿verdad?

El recién llegado no pudo sonreír.

-Yo… esa More. Mona More.

-¿Verdad que todas esas cabareteras se ponen unos nombres salvajes? Mona More… como Mon Amour. Eso es francés.

-¿Sí?

El sargento Rooker asintió.

-Y fue usted, por supuesto.

-Ya sé que no soy el asesino pero…

-Debería usted dejar de leer los periódicos -le aconsejó el policía-. Vamos, adelante con el exorcismo; le extirparemos su complejo de culpabilidad.

Fueron a la habitación. El señor Cuttleton se sentó en una silla con el respaldo recto. El sargento Rooker se quedó de pie, junto a la mesa, y le preguntó:

-Mató a esa mujer, ¿verdad? Muy bien, ¿dónde consiguió la piqueta del hielo?

-En una ferretería.

-¿Alguna especial?

-Una que hay en la avenida Amsterdam.

-¿Y por qué una piqueta del hielo?

-Me excitaba la idea. El mango era tan suave y fuerte… y tenía la hoja muy afilada.

-¿Dónde la ha metido?

-La tiré por una alcantarilla.

-Vaya, usted no cambia de método. Habrá habido un montón de sangre, con una piqueta de ese tipo… ¿Un río de sangre?

-Sí.

-¿Se empapó la ropa de sangre?

-Sí.

El asesino recordaba cómo se le había llenado la ropa de sangre, lo mucho que había corrido para llegar a casa, procurando que nadie le viera.

-¿Y las ropas?

-En el incinerador.

-Aunque no en el de su edificio.

-No, no. Me cambié de ropa en casa y fui a otro edificio, que ahora mismo no recuerdo, donde quemé toda la ropa.

El sargento Rooker dio una palmada contra la mesa.

-Esto ya está resultando un juego de niños -reconoció-. O es que me estoy convirtiendo en un especialista. A la cabaretera le clavaron la piqueta en el corazón, una herida diminuta que le causó la muerte instantánea. Este tipo de heridas no sangran, por lo que no provocan riadas de sangre.

Ya ve que su historia no tiene ni pies ni cabeza. ¿Se siente usted mejor?

Warren Cuttleton asintió, lentamente.

-Pero todo parecía tan real… -musitó.

-Siempre es así. -El sargento Rooker agitó la cabeza-. ¡Pobre hombre! Me parece que ve usted demasiadas películas de crímenes. Me pregunto cuánto tiempo le durará todo esto. -Ensayó una sonrisa irónica-. ¡Si continúa con su complejo de culpabilidad, uno de los dos va a perder la cabeza!

 

FIN