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jueves, 22 de febrero de 2024

FUEGO EN COMODORO .- Asensio Abeijón

 

 


Sin que nadie pudiera especificar el motivo, todos le hallaron mensaje de tragedia a ese misterioso resplandor rojizo y movible, que en un anochecer de noviembre de 1909 concentró la sorprendida atención de los quince carreros acampados para pasar la noche en el alto filo de la Pampa del Castillo.

Se pasaron la voz al notarlo y por espacio de algunos minutos, suspendieron la tarea de desatar los caballos, mientras observaban en silencio y algo cohibidos la novedad misteriosa. Parecía situada a unas 14 leguas hacia el Este, más o menos próxima al mar, y donde se halla situado el pequeño caserío de Comodoro Rivadavia. Se hizo más acentuado al cerrar la noche, siendo más notable su reflejo rojo en algunas nubes distantes y en la punta de algunos cerros elevados disminuyendo de tanto en tanto, muy levemente la oscuridad de esa noche sin luna.

Con curiosa incertidumbre, comentan los troperos ese aparente incendio, lejano y gigantesco, que da a las nubes del horizonte. Este un tinte ligeramente sangriento como las puestas de sol que preceden a los días de fuerte viento. Alguien lo compara al resplandor de un barco en llamas, comparación que estremece a todos, porque es muy reciente aún el recuerdo doloroso del incendio del vapor "Presidente Roca", naufragado en Punta Cantor, Península Valdés, y entre los presentes, había quienes aún llevaban luto por familiares perecidos en la espantosa tragedia que consternó a toda la Patagonia cuando todavía no se había olvidado la epidemia de difteria que asoló la población infantil de Comodoro en el año 1907 - 1908.

¿Será un incendio en el pueblo? Imposible. Todas las casas de la aldea incendiadas no darían semejante resplandor. Hasta el momento de acostarse los carreros hacen conjeturas, mientras rodean el fogón que en un círculo de cincuenta metros esparce un resplandor rojo, imitación en miniatura de ese otro que llama la atención de todos. Convienen en que sea lo que sea tiene ribetes de fatalidad. Cuando reinician el viaje al amanecer, persiste el  misterioso resplandor de la aurora, hasta que la luz del día lo desvanece.

El resplandor reaparece con el crepúsculo, cuando la tropa de carros acampa nuevamente, después de una jornada de cuatro leguas, cuesta abajo por el cañadón de El Tordìllo. Ahora es más visible, y por momentos, como a impulso de una leve brisa del lado del mar, hay un casi imperceptible rumor de trueno apagado, como si la tierra se estremeciera levísimamente.

Es a mitad de la jornada del siguiente día, mientras la tropa ha desatado para almorzar y hacer la siesta, cuando se enteran de la realidad del suceso y se confirman los presentimientos del drama.

Un sulky en viaje de Comodoro Rivadavia a Sarmiento, se detiene en el improvisado campamento. Apenas dados los buenos días, y aceptada la invitación a bajarse y almorzar, sus dos ocupantes cuentan con desordenado apresuramiento la novedad siniestra: ha explotado un pozo de petróleo. Hay muertos y personas con quemaduras graves. No hay médico. El más cercano está en Rawson, a más de 600 kilómetros de distancia. No hay farmacia; ni remedios. La gente no sabe qué hacer. Por telégrafo han pedido a Rawson la presencia del doctor Angel Federicci, pero es difícil que llegue a tiempo, porque están muy graves… De Buenos Aires dicen que mandarían un barco con médicos y medicamentos pero que no podrá ser antes de ocho días... El pozo continúa ardiendo y no puede ser apagado con bombas de agua. . Dicen que puede explotar el subsuelo, aunque los entendidos dicen que eso es imposible,.. El doctor Federicci ya salió reventando caballos desde Rawson, pero por mucho que apure, no podrá llegar antes de cuatro días. Casi no hay camino y son 120 leguas...

Después de unos mates, ya moderados los comentarios y preguntas atropelladas y mientras almuerzan con el plato sobre las rodillas, los viajeros relatan el penoso hecho,..

Fue en las primeras horas de la tarde del día 10 de noviembre, cuando se produjo la explosión, al originarse una fricción de herramientas metálicas en la boca del pozo. La detonación tremenda y el ruido de la llamarada, tapaban los gritos de los trabajadores heridos. Llegó hasta Comodoro con ruido de cañonazo apagado, y a los 15 minutos, a lomo de parejero, llegó la noticia y el pedido de auxilio. A toda rienda de sus caballos, en sulkys, carros y hasta a pie, llegó más de la mitad del pueblo a ese infierno, donde se desarrollaban escenas de tragedia. De un campamento más cercano habían llegado los primeros auxilios. Hubo intensa confusión. Sin nadie que dirigiera, cada cual preparaba el auxilio por separado con más voluntad que éxito. Dos de los desventurados obreros del pozo incendiado yacían a poca distancia del fuego, que alcanzaba una altura de casi cincuenta metros. Al parecer estaban agonizantes. Otro se alejaba con penoso esfuerzo, ayudado por un compañero sangrante y con la ropa en girones chamuscados. A 150 metros otro corría desorientado. Tenía el rostro desfigurado. Gesticulaba y gritaba. En algunos lugares de su ropa, había pequeñas llamitas que se avivaban con el correr desesperado. Iba sin rumbo, y chocó contra uno de los jinetes que acudían en su ayuda. Lloraba.

A una cuadra del siniestro, vehículos y jinetes debieron detenerse porque los caballos espantados por el espectáculo pavoroso y atronador, se negaron a seguir.

A pie se acercaron hasta donde se los permitió el calor del incendio y el humo de la madera en combustión. Dos hombres ayudaban a una persona desnuda que apenas se tenía en pie mientras un tercero, provisto de un balde y un jarro, le echaba agua fría sobre las horribles quemaduras. El agua le corría por el cuerpo y llegaba a tierra con color de sangre. Por el mover de los labios se notaba que el hombre quería hablar, pero la dificultad de las heridas y el fragor del fuego impedían oírlo. En pocos minutos se le había desfigurado el rostro.

La confusión era tremenda e iba en aumento según aumentaba la concurrencia.

Trescientos metros en torno al lugar trágico, todo asemejaba el desorden de un ejército en derrota que se ha quedado sin jefes. Idas, venidas y corridas de un lado a otro. Gritos que el estruendo ahoga. Gestos y señales que nadie entiende. Clamores pidiendo un médico que está a 120 leguas de distancia.

Al galope tendido de sus caballos, dos jinetes aprovechan lo parejo del terreno para acercarse al pozo ardiente. Con sus ponchos humedecidos han tapado un costado de la cabeza de los caballos para que no vean el fuego. Al apearse, se lo sacan de un tirón para que los animales no huyan, y de inmediato cada cual toma a uno de los heridos que yacen cerca de las llamas y los arrastran dificultosamente hasta un lugar donde otros les prestan ayuda. Tratan de resguardarse con los ponchos mojados. .

Como las llamas debido a la mezcla del gas con el aire, recién se inician a cuatro o cinco metros de altura. el calor es menos al lado del pozo, que a 50 metros de distancia. La torre se recalienta al rojo y luego se desliza a plomo sobre la boca infernal, tomándose en un montón de hierros sin forma, por entre los cuales fluye violento el gas en llamas, aumentando la potencia de sus bramidos.

En carros son llevados los heridos hasta Comodoro y en el Hotel Coletto se improvisa un hospital, sin médicos ni enfermeras, sin medicinas. Impresiona el aspecto de esos desventurados. No tienen cejas ni pestañas y sus bigotes y cabellos están chamuscados. Sus rostros hinchados y sangrientos, están como sus manos, llenos de resquebrajaduras semejante a la greda cuando después de una lluvia, el sol fuerte la reseca. Despiden molesto olor a carne quemada, y al moverlos la piel se les desprende en pedazos. Francisco Fernández, Juan Pevet, Máximo Abásolo, Barros, Salso, Peral, etc., trabajan en las curaciones. Luchan contra infinidad de consejos medicinales pues en semejantes circunstancias, todos se sienten médicos. Fernández es el único que tiene nociones de farmacia.

Se hacen presentes tres mujeres que traen algunos desinfectantes y sábanas limpias para vendajes Su presencia causa alivio. Es misteriosa y grande la sensación de esperanza que da la presencia y la ayuda femenina en esos torbellinos de desamparo y tragedia. Todo el pueblo se agolpa al hotel-hospital y observa con expresión de amargura esa cámara de inauditos sufrimientos. Hay heridos ya inconscientes y otros están sentados en las camas. Todos se quejan, y muy seguido recorren sus cuerpos temblorosos espasmos de dolor. Uno de ellos no quiere que lo curen. Está sentado en la cama, y con voz ahogada por el llanto que trata de contener, le pide a un compatriota suyo que está a su lado, que anote la dirección de su familia en Europa para avisarle su muerte, y le mande 100 pesos que le dio a guardar a Pevet.  Sin mucho convencimiento, el amigo que también está algo herido, le dice que las quemaduras son superficiales y que el Dr. Federicci ya viene en viaje. Pero él con infinito descorazonamiento le muestra las manos sin piel, diciendo que eso no es superficial y que el médico no llegará a tiempo.

En medio de tantas tribulaciones, el telégrafo aporta su incomparable ayuda. Está ya en comunicación con el médico de Rawson. Se trata de seguir sus indicaciones, aunque se tropieza con la falta de medicamentos...

El jefe de correos de Rawson, que por momentos hace de telegrafista y hasta de cartero al oír las primeras vibraciones telegráficas, se acerca al pequeño aparato con la indiferencia que da el oficio y la costumbre. Pero el amigo con el que conversaba y que en esos momentos le ceba mate observa cómo su rostro, súbitamente, refleja atención y ansiedad a la vez que toma el lápiz y comienza a hacer febriles anotaciones que de inmediato pasa al amigo diciéndole con excitación: "Hubo una gran explosión de petróleo en Comodoro Rivadavia. Hay muertos y heridos graves y piden que vaya enseguida el doctor Federicci, pero que antes les diga por telégrafo lo que deben hacer mientras él llega. No tienen doctor ni remedios. ¡Es muy urgente. Por favor, montá en mi caballo y avisále al médico y al Gobernador! …

Concentra nuevamente su atención en el telégrafo, mientras el amigo monta a caballo de un salto y se apresura a cumplir el encargue. El Gobernador anda en gira por el interior. Diez minutos después el médico se hace presente junto al aparato telegráfico y dicta sus instrucciones, que el telegrafista transmite: "Que no les pongan agua fría.”

=”Ya se les ha puesto a todos desde el primer momento" - les responden.

=”Limpieza y desinfección" -ordena.

=”No hay desinfectantes y las heridas están llenas de tierra y carbón" -- es la contestación.

Consternado, pero con voz serena, el médico dicta sus instrucciones, adaptándolas a lo que hay. Pasa de la técnica moderna, a los más modestos curativos caseros.. Él se pondrá en camino dentro de media hora. Pide que en cada oficina telegráfica del largo trayecto, le tengan informes sobre el estado de los heridos. Él dará instrucciones al respecto. Marchará día y noche. Que en cada oficina telegráfica del camino, tengan establecidas postas con caballos de refresco para el cambio de los tiros".

El cura salesiano llega jadeante hasta la casa del médico, cuando éste se apresta a emprender el largo trayecto en la "volanta" de la Gobernación. Viene cargado de paquetes y seguido por tres agitados alumnos del colegio que también portan bultos de remedios. Casi la totalidad de los medicamentos del modesto hospital salesiano se pone a disposición del médico, quien los acepta agradecido, pero no acepta que el sacerdote lo acompañe, para no recargar el coche facilitando así la rapidez de la marcha por el mal camino.

El padre Vachina acepta el razonamiento. Se santigua mientras el coche parte y levanta la mano, trazando una cruz en su dirección, mientras ruega a Dios porque el médico llegue a tiempo para salvar esas vidas.

El cura y el médico son amigos personales, coincidentes en el desinterés pero adversarios irreconciliables en ideas políticas y sociales. Era común verlos pasearse por el amplio patio del colegio, discutiendo acaloradamente en su idioma sobre política, con gran contento de los alumnos, que interrumpían sus juegos para observarlos, aun sin entenderlos. El cura criticaba la usurpación del poder temporal del Papa por parte de Italia. El médico la defendía con tesón, y hasta había luchado por ella en sus años de estudiante. Era ateo, "anarquista" y estas ideas, lo habían obligado a salir de Europa y a ellas debía la Patagonia la suerte de tenerlo. Preconizaba una pronta época sin militarismo, capitalismo, curas ni patrones. Aprobaba en lo militar a San Martín y Garibaldi y en lo civil a Sarmiento, Massini y Pestalozzi. Por su parte, el sacerdote, le demostraba su pesadumbre, por el hecho de que un hombre que, con tanta capacidad y desinterés curaba el cuerpo de los enfermos, envenenara con sus ideas la mente y el alma del pueblo.

El padre Crestanello siempre decía que el doctor Federicci era "un hombre ejemplar", a pesar de sus ideas. El personal del Colegio, al igual que todos los alumnos no pudientes, era atendido gratuitamente por el médico "anarquista" y por su parte los Salesianos siempre tenían su modesto hospital, único en setecientos kilómetros a la redonda, a disposición de sus enfermos.

La marcha por el escabroso camino a medio trazar y poco transitado, es violenta y al filo de la Pampa de Trelew la furia del viento Oeste, destroza la capota de la volanta inconveniente que se hace más sensible cuando al caer la tarde el viento disminuye y es reemplazado por un chaparrón con escarchilla. Deben detenerse varios minutos para resguardar los medicamentos contra la humedad. Cambian caballos en la oficina telegráfica de Dos Pozos. Desde Comodoro Rivadavia hay noticias de apremio. El viaje sigue en medio de la oscuridad de una noche que la escarchilla caída en la tarde torna muy fría. Por momentos deben detenerse para hacer fuego y calentarse.

Junto con el tercer cambio de caballos realizado antes del amanecer, les tienen un costillar asado. Las improvisadas postas, se han organizado mandando "chasques" a caballo desde las oficinas telegráficas, a los más cercanos establecimientos ganaderos, y se efectúan con regularidad. Ningún establecimiento ha mezquinado la prestación de caballos. Pasan las horas. Con caballos de refresco la marcha continúa, ahora bordeando el mar con un medio día caluroso que al atardecer, vuelve a tornarse frío, porque de nuevo llega el viento Oeste refrescado por la escarchilla de las elevadas pampas. Otra noche molesta.

A las dos de la mañana un hecho jocoso pero molesto, despierta la hilaridad de los dos acompañantes (un vasco y un aborigen). En la oscuridad, atropellaron a una pareja de zorrinos que respondieron a ello con su infaltable y hedionda rociada de liquido maloliente, que la naturaleza les ha dado como defensa, y cuyo tufo es de larga duración. Protesta el anciano médico en su léxico pintoresco. El vasco se permite algunos chistes mientras que el taciturno paisano se limita a murmurar por lo bajo: "Delicao el gringo". Luego como las protestas, justificadas por cierto, continúan, detiene el vehículo y enciende unos matorrales verdes, que luego apaga con paladas de tierra, para que arroje mucho humo. Luego coloca al coche y sus ocupantes de forma que la dirección del viento los envuelva en la humareda, con lo cual el olor a zorrino desaparece.

La marcha del tercer día no tiene variantes: malos caminos, fuertes vientos alternados con chubascos de agua. Las leguas se hacen largas.

Seis leguas antes de llegar a Camarones, los exigidos caballos dan muestras de agotamiento a causa del camino pesado por la lluvia y con un fuerte viento en contra. Por suerte desde el pueblo previeron el contratiempo y destacaron dos chasques de auxilio con caballos descansados, logrando así recuperar el tiempo. De Camarones parten a la media hora, siempre apremiados por los llamados angustiosos desde Comodoro Rivadavia.

Ahora el viaje es más pesado, porque marchan en subida hacia la Pampa de Malaespina.

Pese a sus años, el doctor Federicci soporta con estoicismo la brutal marcha por el camino poceado, el sueño, el frío, el viento y el sol fuerte. Le molesta una afección a la vista que le ha costado la pérdida de un ojo, con malas perspectivas para el otro. Su vocación profesional y espíritu caritativo, no le permiten claudicar. Sigue apurando la marcha.

El vehículo no puede soportar la endiablada carrera y a siete leguas de Camarones, saltan los rayos de una rueda y vuelcan recibiendo magullones.

Desde la estancia "La Logia", los observan con largavista desde un cerro que hace de "mangrullo", y antes de media hora, han llegado en su auxilio, con un vehículo y caballos de refresco. Una nueva noche de frío los recibe en la Pampa. Desde Malaespina, les mandan al camino, cambio de caballos y un coche para que los siga; en previsión de roturas. Apenas toman mate y comen un piche asado. Ahora el camino por la pampa es bastante regular, y marchan al galope tendido de los tiros. Un chasque a caballo los precede, para anunciar su arribo a Malaespina y preparar y alistar todo para seguir viaje. Las vibraciones telegráficas los acompañan desde Rawson. Que no falten caballos, por favor. En Malaespina hay malas noticias de Comodoro. Uno de los heridos ha muerto y otro está en agonía. Los demás, muy graves. Los improvisados médicos están dominados por la consternación y la impotencia. Claman que no saben qué hacer. Mencionan gangrenas, infecciones. Mientras comen apurados junto al aparato telegráfico, el médico dicta sus instrucciones al telegrafista. Coraje y paciencia, recomienda. Por algo ha estado en un hospital de sangre en su lejana patria. Le comunican que desde Comodoro hasta más allá de Salamanca, ya se han establecido postas para cambio de caballos cada tres leguas para apresurar la marcha. Llegan de noche a Salamanca, y siguen las noticias de apremio. Uno de los heridos no pasará la noche. Los demás deliran.

El coche es sustituido por otro, por haber engranado un eje. Al amanecer, ya no lejos del final de la pampa, se percibe rojizo y débil por la distancia, el tenue resplandor del fuego trágico. Dos accidentes seguidos les hacen perder más de cuatro horas. El coche rompe el perno del tren delantero. Lo sustituyen por el vehículo que los sigue, pero a dos leguas, por una rodada del caballo varero, rompe una vara, que debieron empalmar para seguir. El auxilio de la próxima posta, se demoró. Había extraviado los caballos que se asustaron de un puma, mientras esperaban en la noche. Cambian el coche averiado, y poco después la marcha sigue en cuesta abajo por el cañadón Ferraiz, y siempre con acompañantes que los esperan en el camino... Ya de noche, enfrentan el pozo en llamas. Se sienten subyugados por esa demostración de la naturaleza desatada. La angosta llamarada de cincuenta metros de altura ya se inclina o se yergue ruidosa, redoblando su bramar al influjo de su tremenda lucha contra un ventarrón que sopla a más de 140 kilómetros por hora. Camino siempre malo.

Son las 11 de la noche cuando entre nubes de tierra que levanta el viento, el vehículo se detiene ante la fonda que oficia de hospital. Encorvado por el cansancio y los golpes recibidos en el largo traqueteo desciende del mismo el doctor Ángel Federicci. Pese a la hora y al mal tiempo, allá se ha reunido la casi totalidad de los vecinos de Comodoro, que por los "chasques" estaban enterados de su próximo arribo. Es tal el alivio que sienten al verlo que a pesar del ambiente de tragedia estallan aplausos. . Lo rodean palmeándolo con afecto. Alguien lo toma de un brazo, y una voz de mujer le dice: "Pronto, doctor, Se está muriendo...”

Antes de cinco minutos, mientras le bajan los medicamentos, ya está examinando a los pacientes. En la sala hay ayes de dolor y hedor de muerte. Uno falleció a la hora. El médico lo previó a primera vista, y sólo consiguió aliviarle un poco de sufrimiento con un calmante... Fue sepultado junto a sus compañeros, marcados sus sepulcros con una cruz con el epitafio escrito a lápiz de carpintero, que el tiempo no tardó en borrar. Sus nombres han de figurar sin pena ni gloria en el papeleo de los archivos, y son la vanguardia de los mártires de la riqueza petrolera argentina...

La ciencia pudo arrebatar cuatro a la muerte. En barco, el doctor Federicci los condujo al hospital Salesiano de Rawson. Esta deuda aún no se pagó ni en dinero ni en homenaje. El nombre de ese médico, no figura en C. Rivadavia. Este no fue su único mérito: siempre se desplazó hacia los cuatro puntos cardinales del desierto territorio, en largas distancias, llevando el desinteresado beneficio de su ciencia y su filantropía. Su nombre es popular en Rawson y Trelew, pero falta su monumento.

 

de "Memorias de un carrero patagónico"

Buenos Aires

Galerna, 1977.

 

Libros Tauro

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