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martes, 30 de enero de 2024

EL MAUSOLEO .- Florencia Abbate

 


 

Halicarnaso, aproximadamente 350 antes de Cristo.

La tumba del rey Mausolo y de su hermana Artemisia fue una de las más lujosas del mundo. Tenía unos 50 metros de altura. Sobre una base de mármol, se elevaban 117 columnas que, a su vez, sostenían una pirámide escalonada, con una escultura en la cima.

Cuando Alejandro Magno conquistó la ciudad, hizo derribar el mausoleo. En el siglo XIV, los caballeros de San Juan terminaron de demolerlo y utilizaron sus materiales para el castillo de San Pedro de Halicarnaso.

Removieron la base de mármol, y quedó al descubierto una sala subterránea. Desde ahí partía un estrecho pasillo que llegaba hasta una cripta, donde se encontró el sarcófago de los reyes. Esa misma noche, unos ladrones vaciaron la tumba.

Solo quedan unos pocos restos de esa obra formidable. Pero el nombre de esta maravilla se volvió inmortal: hoy, a todo monumento funerario de características imponentes se lo llama “mausoleo”.

Hace muchos siglos, en el reino de Caria, había una ciudad feliz llamada Halicarnaso. Allí vivían Mausolo, el rey de los carios, y su hermana Artemisia. Ellos eran muy unidos y querían seguir siempre juntos. Incluso después de la muerte.

Como estaba tan preocupado con la idea de no separarse nunca de Artemisia, Mausolo encargó la construcción de un monumento para que los enterraran juntos cuando hubieran muerto. Su proyecto tomaba como ejemplo las pirámides de Egipto; es decir: el monumento tenía que ser, al mismo tiempo, una tumba y una obra de arte.

A su pedido, los arquitectos edificaron un cuadrado de piedra de 140 metros de contorno. Sobre una base alta y maciza pusieron muchísimas columnas. Y sobre ellas, apoyaron un techo piramidal.

En la cima, se colocó una escultura que representaba al rey y a su hermana viajando en un carro de oro.

Los mejores artistas de la época fueron convocados para tallar dibujos sobre las columnas. Y toda la superficie fue decorada con estatuas de mármol que mostraban imágenes de parientes del rey, de guerreros y de animales majestuosos.

Pero lo más increíble de este monumento estaba oculto a la vista de la gente. Debajo del piso, Mausolo mandó instalar un magnífico sarcófago blanco, donde debían ser colocados los cuerpos de él y de ella. Así, todo quedó perfectamente listo para cuando ellos dos murieran.…

Con el correr de los años, la preocupación de Mausolo por su seguridad y por la de su pueblo creció de una manera desmedida. Y la ciudad de Halicarnaso, que alguna vez había sido una de las más felices, se convirtió en una de las más tristes.

Para proteger a los habitantes del reino, Mausolo dispuso que todos se mudaran a las cercanías del palacio y luego mandó levantar una muralla, con muchas torres de vigilancia, que los aisló para siempre del mundo exterior.

La gente había quedado encerrada. Y, desde entonces, el reino se volvió cada vez más sombrío. Nadie tenía ganas de hacer nada. Se hartaban de ver continuamente las mismas caras aburridas.

Y así fue como, un buen día, los habitantes de Halicarnaso empezaron a odiar a su rey.

Pero Mausolo no cambió. Al contrario, al ver que sus súbditos ya no lo amaban, se volvió todavía más celoso de sus pertenencias. Cuidaba sus riquezas como un maniático. Por ejemplo, no permitía que la gente admirara las joyas de su hermana. Y, si alguien se atrevía a tocarlas, instantáneamente era condenado a muerte. Por precaución, ella decidió no ponérselas para ir a las ceremonias ni para andar paseando fuera del palacio.

De todos modos, Artemisia salía cada vez menos. Le parecía peligroso. Por un lado, porque Mausolo la convenció de que había muchos bárbaros sueltos que querían asaltarlos. Y por otro, porque los habitantes de la ciudad, que ya no soportaban que Mausolo los tuviera aprisionados y apretujados, podían organizar un disturbio en cualquier momento.

Al final, los reyes dejaron de tener contacto con la gente de Halicarnaso. Y entre esa gente, que ya nunca veía a sus gobernantes, empezaron a correr rumores. Algunos decían que los reyes se habían transformado en unos monstruos horribles.…

Muchos siglos después, tres ladrones se disponían a robar el sepulcro más grande del mundo: el mausoleo de Halicarnaso. Les habían informado que, en un lugar subterráneo de ese edificio, se encontraban enterrados el rey Mausolo y su hermana. Y con ellos, todas sus riquezas. Un tesoro incalculable.

Mustafá, Alí y Tahar se reunieron en una taberna. Después de haber comido y bebido con gusto, caminaron hasta el mausoleo. Rompieron el piso de mármol y excavaron durante casi una hora. Por fin hallaron un pasadizo que descendía. Se deslizaron por él, agachando la cabeza para no golpearse. Parecía que ese túnel no se terminaba nunca. Ya estaban a punto de volverse, arrepentidos, cuando divisaron la sala del sarcófago.

A la luz de las antorchas, descubrieron riquezas que habrían dejado boquiabierto a un multimillonario.

Tahar, el más joven de los tres, comenzó a meter en su bolso todas las joyas que tenía a mano: anillos, pulseras, collares, gargantillas, diademas, aros, prendedores de oro y piedras preciosas.

En eso estaba Tahar, muy concentrado, cuando observó que el yeso de la pared empezaba a caerse a pedazos. Vio cómo se formaba una pequeña abertura negra. Y luego sintió que lo envolvía un viento helado.

Las antorchas se apagaron. El lugar se inundó de un olor insoportable.

En la penumbra, Tahar vio dos siluetas silenciosas que avanzaban penosamente hacia él. De repente, cambiaron de dirección y se abalanzaron sobre Mustafá y Alí. Tahar escuchó el ruido que hace la carne cuando es triturada por los dientes de una fiera. ¡Estaban despedazando a sus amigos y él no podía hacer nada! Le parecía que las piernas se le habían vuelto de algodón…

Tahar miró con desesperación a los dos asesinos. Tenían cabeza de lobo y cabellera de serpientes. Los vio beber la sangre de sus compañeros lentamente, a pequeños sorbos, como si estuvieran saboreando un vino. Cuando terminaron con ese festín, los monstruos desplegaron unas alas de murciélago peludo y salieron volando…

Tahar escapó de allí lanzando alaridos. Apenas pudo abandonar el túnel, inspiró profundamente y se desmayó.

Se despertó con la salida del sol. Estaba tirado en la calle, sucio y tembloroso. Se incorporó y, lo más rápido que pudo, caminó hasta su casa. Necesitaba relatarle a su esposa lo que había ocurrido la noche anterior. No podía creer que aún estuviera vivo para contarlo.

Ella abrió la puerta y se dio cuenta de que pasaba algo malo. Nunca lo había visto tan pálido y abatido.

Tahar se sentó junto a Magdalena y le contó con lujo de detalles lo que había presenciado. Ella trató de disimular el miedo y le acarició la espalda para reconfortarlo. Entonces, un poco más tranquilo, Tahar se puso a reflexionar, y recordó…

La leyenda decía que Mausolo tuvo un carácter muy amargo. Que toda señal de alegría le resultaba sospechosa. Que no quería a nadie, salvo a su hermana. Que las virtudes más sencillas le faltaban. Que no había en su corazón ni una sola pizca de gratitud. Que convirtió a la ciudad en una especie de cárcel gigantesca, ahogando al pueblo con su absurda muralla. Que había estado dispuesto a emplear cualquier recurso con tal de defender su fortuna.

Después de darles mil vueltas a estas cosas, Tahar llegó a una conclusión. Una explicación posible para lo ocurrido era que Mausolo y su hermana se hubiesen convertido en dos monstruosos vampiros…

En ese momento escuchó que Magdalena lo llamaba para almorzar. Se sentaron a la mesa y empezaron a comer. Pero enseguida sintieron que golpeaban la puerta.

Magdalena fue a abrir y regresó a la mesa con una cara tensa. Detrás de ella venían Mustafá y Alí, los amigos de su esposo. Parecían de lo más divertidos. Se acercaron a Tahar y lo abrazaron.

-La próxima vez que te ofrezcamos vino, deberías rechazarlo -le dijeron a dúo.

-¡Qué susto te dimos anoche! -exclamó Alí, llorando de risa.

-Sí -comentó Mustafá-. Estabas tan borracho que te lo creíste…

Si bien, habitualmente, Tahar tenía buen humor, no le gustaban para nada las bromas pesadas. Además, a él jamás se le hubiera ocurrido jugar con la muerte: no le encontraba ninguna gracia.

Para colmo, cuando Magdalena se enteró de que él se había emborrachado la noche anterior, se enojó y le prohibió que le dirigiera la palabra. Ya le había advertido mil veces que no bebiera cuando salía a robar…

Los compañeros, recuperados del ataque de risa, seguían comentando la broma:

-Podemos prestarte los disfraces…

-Y las pelucas con serpientes de tela…

-¿Cómo pudiste creerlo?

Tahar no soportaba más. Tomó un cuchillo de la mesa, lo alzó en actitud amenazante y les gritó a sus compañeros que se fueran de la casa. Ellos trataban de mantener la seriedad, pero no podían evitar tentarse y se volvían a reír. Como si supieran que su amigo Tahar pronto los iba a perdonar.

-Nos encontramos mañana en mi casa, para repartir el botín -dijo Alí.

-Amigo, esta vez sí que nos hicimos ricos… -completó Mustafá.

Y se marcharon.…

Tahar soltó el cuchillo, se sentó y se cruzó de brazos. Jamás en su vida se había sentido tan ridículo. Sin embargo, no terminaba de creer que la muerte de sus compañeros hubiera sido un chiste de mal gusto.

Su esposa lo sacó de su ensimismamiento.

-No te olvides de ir mañana a buscar tu parte del botín -le advirtió.

Entonces, él se acordó de que había guardado en su bolso una buena cantidad de joyas. Se levantó corriendo y fue a buscarlo mientras le decía a su mujer:

-Te traje de regalo las joyas de la reina Artemisia.

Magdalena vio a Tahar con el bolso y contuvo la respiración. Estaba emocionada.

Sin embargo, cuando el bolso se abrió, después de un largo forcejeo, vieron que en su interior no había más que tierra y cascotes.

Tahar se puso pálido de pronto. Sabía que sus compañeros no habían tocado el bolso en ningún momento.

Magdalena, sospechando lo que ocurría, le preguntó:

-¿Estás seguro de que esos dos hombres que vinieron recién eran tus amigos?

-Nunca se sabe… -respondió él con un tono preocupado-. A veces las bromas de los muertos son más inteligentes que las de los vivos…

 

FIN

 

ARMAGEDÓN DE SOBREMESA .- Luis G. Abbadié

 


 

A Mariana Espeleta y Santiago I. Martínez Carrillo

 

Ese día, mientras una mujer lloraba los golpes de su marido, en vano deseando tener el valor para dejarlo; y un estudiante de filosofía que hubiera entregado su tesis en dos semanas moría por el antojo de un policía; y una joven se probaba por vez primera, temblando de entusiasmo, su vestido de boda; y todos los hombres y mujeres de una ciudad que bien podría haber sido cualquier otra, vivían sus vidas, homogéneas por encima de su misma diversidad… el sol se volvió más intenso sobre calles y edificios, con lo cual se acentuaron las sombras. Por un instante, tan breve que se diría que nunca ocurrió, lo imperceptible dejó de serlo; y en un punto del entramado, en un café de la avenida Chapultepec, un hombre y una mujer malabareaban ideas.

-Mi problema -decía Mauricio, buscando las palabras adecuadas- no es con los aparatos, sino con su uso. Digamos que no confío en la naturaleza humana; creo que si no hemos hecho cosas peores, es porque nos faltaban recursos para lograrlo… Pero ahora ya los tenemos: computadoras, realidad virtual. Internet, ingeniería genética…, cosas más peligrosas que cualquier arma o plaga. No sólo pueden estancar nuestro desarrollo individual y cultural, también serán la herramienta perfecta para manipular a la humanidad, más que la economía, más que la religión. ¡La computadora va a ser el punto focal de la existencia de cada ser humano!

Mauricio calló, recordando su taza de café. Ya estaba tibio.

-Si eso pasara, ¿tratarías de hacer algo, de oponerte? -preguntó Cordelia de repente, escrutándolo.

-Soy muy conformista -se encogió de hombros-. No creo que lo que yo haga o deje de hacer pueda cambiar nada. Algunos lo harán, pero dudo que tengan éxito -lo pensó un momento, y añadió-, cuando mucho, podría escribir sobre ello. Pero la literatura de protesta no es lo mío. Claro, a veces sí hago de pasada alguna crítica; si se me ocurre de repente, y no estorba, ¿por qué no? Esas cosas salen de manera inconsciente, ¿a ti no te pasa?

-Yo nunca soy tan… espontánea -dijo Cordelia- Siempre escribo siguiendo un… un cauce directo. No pongo nada que sobre.

-Pues yo… -Mauricio le hizo señas al mesero, sin éxito-. Más bien, abro algunas puertas al azar, nomás para ver qué pasa -logró ser visto, y pidió más café para ambos. Calló, mirando a Cordelia; ella miraba sus propios pensamientos.

-¿Sabes qué? -el índice de Cordelia lo encañonó-. Dices que no te gustan las computadoras, el futuro mecanizado; tampoco eres sistemático al escribir. Se me hace que le tienes miedo al orden excesivo, te parece limitante.

Mauricio encontró lógico el razonamiento, aunque no necesariamente cierto. Sonrió.

-Tal vez algo hay de eso -entonces se le ocurrió algo más-. ¡Y tal vez lo que a ti te repele es el caos, el no tener a qué sujetarte!

-Touché -repuso Cordelia, riéndose. Tal vez, pensó, lo que dijo sobre Mauricio también era aplicable a ella misma… y viceversa.

-Sería bueno que pudiéramos intercambiar métodos -comentó Mauricio, añadiendo mucha azúcar a la taza que acababa de ser colocada delante suyo-. ¡Como si fuera tan fácil! -recapacitó, cínico.

Cordelia trató de verse a sí misma escribiendo sin concierto, siguiendo cualquier impulso loco. Sacudió la cabeza; imposible.

Y sin embargo…

El silencio se había asentado una vez más, Mauricio abrió la boca para dar voz a una digresión que se había estado guardando, pero no alcanzó a hacerlo, pues Cordelia, presa de la tentación del desafío, propuso contra toda sensatez:

-¿Probamos?

*

Esa noche, mientras un cartonista político se desvelaba entintando una sátira presidencial; y una prostituta hacía soportables las experiencias del día con una dosis de marihuana; y un párroco oficiaba la última misa de su vida, con una jaqueca que pronto florecería en embolia; y una madre abrazaba por primera vez a su nuevo hijo delante de una enfermera sonriente; y un hombre desempleado, sin dinero, abandonado por su esposa, abordaba un taxi con un revólver en la cintura, dispuesto a cobrarle al mundo un día más de vida; y todas las vidas en la ciudad se entretejían, se truncaban, recomenzaban, bajo una luna siempre cambiante, siempre la misma. Y en confines distintos de la ciudad, ésta velaba mientras dos imaginaciones trazaban mundos.

Cordelia se sentó ante su computadora; las palabras se multiplicaban en el monitor, narrando la vida de un hombre angustiado por el cáncer de la tecnología que había transformado a su ciudad. Casinos de realidad virtual prometían cualquier fantasía concebible, las bibliotecas se habían convertido en salas de acceso público y asesorado a la Red; Guadalajara se regodeaba en el paraíso de la comunicación global, donde cada uno escuchaba lo que quería escuchar…

Aquel desolado escritor enemigo del progreso pasaba las noches leyendo frágiles y obsoletos libros impresos; pero, resignado, enviaba sus obras a las revistas virtuales y los apartados literarios de la Red.

Escribía sobre el pasado.

Hasta el día que visitó, por primera vez en varios años, la vieja catedral cuyas torres seguían siendo un blasón de la ciudad, una de esas cosas que habían sabido permanecer. Y en el empenumbrado interior, antes de salir huyendo sin esperanza de encontrar refugio, vio a la congregación postrada ante un holograma del Crucificado…

A partir de entonces, escribió sobre el presente. Era en vano, pero no le quedaba más consuelo que renegar de ese mundo que ya no era el suyo.

Pero alguien lo escuchó; sujetos con importantes credenciales vinieron a decirle que su protesta no había sido inútil. Desconfió, pero dejó de hacerlo cuando se produjeron cambios rápidos, milagrosos… Y a partir de entonces, volvió a vivir, mecanografiaba sus obras; frecuentaba una biblioteca repleta de libros impresos nuevos y viejos; convivía en persona con hombres y mujeres que, como él, carecían de computadora…

Nunca sabría que estaba viviendo dentro de un escenario virtual, creado con base en sus fijaciones anacrónicas, en una clínica para sujetos inadaptables.

*

Esa noche, también, Mauricio se sentó ante su vieja máquina de escribir, y un ruidoso tecleo llenó página tras página con el pánico de una mujer cuyo hogar era un mundo cimentado en las glorias de la cibercultura, donde ningún sueño era irrealizable… Hasta el día que ese alma artificial de la raza humana que era Internet fue infectada por un cáncer de entropía, algo que provocó que cada fragmento de información contenido, o trasmitido por computadoras, se distorsionara una y mil veces, adoptando diferente sentido -o careciendo de uno- para cada usuario que lo consultara.

Técnicos, científicos y caudillos repartían opiniones, teorías, órdenes y súplicas que nadie captaba, pues no tenían otro medio que no fuera la Red para difundirlas, y ésta era Babel. Y la mujer que vio colapsarse al mundo se había atrincherado en su casa, espiando desde la ventana a los saqueadores, a los supuestos culpables camino a su linchamiento, a los vacuos profetas apocalípticos.

La mujer veía escasear sus alimentos, mas no podía salir pues Guadalajara ya no era ciudad, sino matadero. Inicialmente creía, luego quería creer, más tarde rogaba poder creer, que alguien encontraría la manera de restablecer la cordura de la Red; pero nada pasaba.

Todas las mañanas, miraba entre lágrimas el monitor mentiroso, esperando ver un cambio, una buena nueva; luego se sentaba en el suelo para escribir en los muros y alfombras cualquier cosa que se le ocurría, pues allí los textos no cambiaban. A veces se preguntaba si alguien llegaría a encontrar estos versos compuestos de símbolos, iconos y siglas computacionales en lugar de palabras; estas elegías que colmaban los muros, escritas en el idioma universal, dedicadas a ese mundo que acababa de morir.

*

Cordelia y Mauricio escribieron hasta entrada la noche, y releyeron sus textos con cierta melancolía. Sólo ahora se percataron de que habían olvidado el desafío literario que se habían impuesto, cada uno había escrito a su manera habitual. Cordelia trató de anticipar la reacción de Mauricio cuando leyera su cuento, y sonrió. Él, por su parte, observó cuán poco tenía la protagonista de su cuento en común con su inspiradora. Cordelia consideró obras, ideas y resultados; Mauricio repasó deseos, opciones y posibilidades. Y mientras lo hacían, la ciudad escribía sus vidas.

*

Intercambiaron manuscritos por encima de la misma mesa que habían ocupado el día anterior, bromeando acerca de cómo ninguno de ellos había respetado el acuerdo. Y mientras se leían mutuamente, absorbiendo las historias de dos vidas trastornadas, futuras y ficticias, la ciudad florecía en vicio y anhelo, risas y miedo; y cada hombre, cada mujer vivía para sí misma, girando con el entramado al que todos pertenecían.

*

Concluida la lectura, Cordelia y Mauricio se miraron.

-Alguna clase de virus podría hacer eso -dijo Cordelia.

-¿Eh?

-Lo de tu cuento; un virus podría atrofiar así la Red. Pero, ¿para qué iba alguien a hacer eso?

-¿Para evitar lo que pasa en tu cuento? -propuso Mauricio.

Pero toda la ciencia, la medicina, la filosofía, se perderían…

-Tal vez no -Mauricio sonrió ante su propia idea-. ¿Qué tal si el virus no destruye la información, si sólo impide el acceso a ella?, así les quitarían el poder a los manipuladores…

-… para remplazarlos -completó Cordelia.

-Cuando no hay opción… -Mauricio se encogió de hombros-. Bueno, pero esto permitiría racionar el uso de la Internet y de la realidad virtual, neutralizando las adicciones…

-Lo peor es que podría funcionar -se maravilló Cordelia, pensativa.

Callaron, y la pausa se prolongó. Mauricio intercambió con ella una mirada igual de remota, igual de directa; una vez más, de sus labios pugnaba escapar una digresión. Ahora; si lo decía, tenía que ser ahora.

En torno a ellos, tiempo contuvo el alimento; las posibilidades florecieron, y el destino se volvió maleable. Por un instante, cualquier cosa era posible…

Y muy lejos, en un futuro que no era preestablecido ni probable, sino apenas factible, pero más semejante a sus ficciones de lo que podían imaginar, Cordelia y Mauricio hablaban en un café muy distinto a éste, en la Abadía de Thelema, con voces despojadas de su actual desenfado.

-Es posible -decía Cordelia, reticente.

Él añadió, con la voz pesada de quien se condena a sí mismo.

-Es necesario.

Se rieron; se rompió la tensión, nada sucedió, el momento pasó.

Comentaron los cuentos, sus lecturas y sus vidas. Hablaron, como muchos hablan; especularon, como cualquiera puede hacerlo, acerca del destino del mundo, sin mayor o menor perjuicio para éste. ¿Qué consecuencia podría tener, después de todo, una mera charla de café, entre dos personas que ni siquiera compartían una misma perspectiva? Abandonaron el café despidiéndose, y se marcharon en direcciones opuestas a lo largo de la avenida Chapultepec, desconcertados por la difusa impresión de que podrían haber seguido otro -y mejor- camino; pero éste es tan bueno como cualquier otro, para quienes habían estado a punto de contraer la trascendencia.

 

FIN

 

Luis G. Abbadié: Guadalajara, 1968. Se especializa en literatura fantástica, horror, paganismo y esoterismo. Ha participado en talleres literarios con Flaviano Castañeda, Víctor Manuel Pazarín, Gabriel Gómez, Roberto Villa y Raúl Bañuelos, entre otros. Ha colaborado en revistas y antologías de México, España, Chile y Argentina, tales como Tierra Adentro, Luvina, Umbrales y Redrum (Argentina). Guionista y dibujante para Minerva Cómics (1994-2001), y actualmente para El Círculo de Acuario. Sus libros publicados incluyen: El grito de la máscara (Minerva, 1998), Códice Otarolense (2002), El sendero de los brujos (2004), Noches paganas: Cuentos narrados junto al fuego del Sabbath (2008), y las dos primeras partes de la trilogía El código secreto del Necronomicón: 2012 (Rémora, 2010) y Los tiempos delfín (Keli, 2012).

 

OCTAVO PECADO .- Mauricio Absalón

 


 

Más prudente y seguro hubiese sido cimentar la clasificación sobre los actos habituales del ser humano, así como también sobre los que ejecuta ocasionalmente, siempre ocasionalmente, que no sobre la hipótesis de que la Divinidad lo obliga a ejecutarlos

Edgar Allan Poe (El demonio de la perversidad)

 

Café está bien, gracias, y termino la idea: Dicen que el amor es algo que no puede explicarse. Esto es porque cada quien tiene un concepto diferente y porque al final, la visión del amor tangible sirve para no caer en la desesperación. ¿Te gustan sus senos firmes y las nalgas redondas? ¿Te parece dulce y acogedora? Lo que quieres es aparearte, animal. ¿Admiras su inteligencia y capacidad de análisis? Lo que quieres es masturbarte a cuatro manos, ególatra. Si tuviera ligeramente desviada la nariz, oliera un tanto diferente o su risa fuera más estruendosa, no sentirías lo mismo y, aun los defectos que le conoces sirven para asimilar los propios. Mientras nada cambie, estás atrapado. Genética y psicología, ¿amor? Es un eufemismo para la mezcla del deseo con el miedo. Sí, miedo.

Con ella jugué al póker; mis manos abiertas y las suyas cerradas. Desarmado de mentiras mostré la nobleza del que oculta la realidad anteponiendo hechos ciertos; la exquisita representación de la mentira en la tibia intimidad de la verdad desnuda. Dejé que falseara con suspiros calculados y miradas insinuadoras. Dejé que viera un yo arrebatado por ínfimas posibilidades, alegre en ensoñaciones y deseos altos, virtuosos. Luego, por unas horas, tuve la oportunidad real. Descuida, debes escuchar hasta el final.

Es el miedo motor de la gente y no el amor; el miedo es real. No temer a la trampa terrible es primordial para sobrevivir. Hay que dejarse caer en las trampas y desde ahi elaborar escapatorias dignas de Houdini, Ulises o Dante. Lo horripilante es la posibilidad de caer en el infierno, no el hecho consumado de pertenecer a las llamas. Sabiendo esto, casi siempre se gana. ¡Ya sé que no piensas igual! Trato de convencerme, no convencerte.

Meses transcurridos en profundas charlas donde uno va dejando hilos sin enhebrar y abstracciones simbólicas; arquetipos y deseos velados tras el lenguaje corporal y los tonos inocentes de una voz confidente. Luego, uno de los hablantes cae en cuenta de la “verdad” que siempre estuvo frente a sus ojos, elabora ideas “propias” y construye definiciones en derredor de lo que quiere, desea, anhela. El otro hablante, en cambio, lee y aprovecha el momento en que la manipulación ha surtido efecto.

La última plática en su departamento, fue una soga que se enredó durante horas sobre una estaca hundida en arenas viejas. Una soga nudosa de tristeza y melancolía que oprimía el tórax de ambos en un abrazo mortal. Tú lo quieres, él tal vez no te quiera, sabes que yo te quiero, tú me quieres un poco. Parece triste, ¿no? Sólo para quién cree que esto se trata de tristeza. Ella creía sentirse triste; en realidad tenía miedo. Miedo de la posibilidad del rechazo que, si bien conocía, siempre había estado del lado del que rechaza. Viejas fotos en sepia de alegrías pasadas, canciones alegóricas a la soledad, lecturas de autores románticos y un brindis por los éxitos laborales crearon la sensación de vacío que yo estaba buscando. Nos quedamos callados un rato; después me miró y quiso que le dijera algo que llenara el silencio que tras plagar la habitación, comenzó a buscar debajo de su piel. Me levanté a la cocina, pretextando la necesidad de un cuchillo para untar el pan que compartíamos. Quería comenzar mi discurso de espaldas, luego, en un acto de total planificación, acercarme lento, mirando apenas, demostrando en mi camino hacia el sillón que no había nada que temer, que yo estaba ahí.

Por alguna razón oculta en las oscuridades de mi mente, el cuchillo que tomé era, por mucho, más apropiado para cortar un gran trozo de carne que para untar de mantequilla un pan. Lo blandí de un lado a otro en mi discurso de convencimiento y ella no apartó la mirada aterrada del instrumento de cocina. Tardé en darme cuenta que cada palabra dicha carecía de significado, tardé tanto como los trenes que llegan para recoger a nadie. Incluso cuando dejó que me sentara entre sus piernas, incluso cuando aproximé mi aliento al suyo, no solté el cuchillo.

Me detuve. No te alarmes. Salí de ahí sin intenciones de regresar; escapé tan rápido que me llevé el cuchillo encerrado en un puño.

¿Recuerdas que mencioné que mientras nada cambie, se permanece atrapado? Bueno, su miedo cambió. Y eso es más contundente que el aroma del cabello o los centímetros de cintura. Cambió su miedo a la soledad por miedo a mi y de pronto, así, dejó de interesarme. Por eso vengo aquí, ¿sabes?

Verás: Últimamente he perdido el interés en muchas cosas y, como un salvavidas, interesarme en este asunto me salvó de ahogarme. ¿Sabes por qué eliminaron el octavo pecado de la lista de capitales? Mentira que sea lo mismo que la Soberbia. Si la gente identifica el Desperatio, puede luchar contra él. Desconocerlo los lleva a las iglesias en manadas. Pero yo necesito volver a interesarme y, tras meditarlo mucho, sé lo que debo hacer. Sabes que eres ese él del que hablamos ella y yo, ahora sé que también estás… ¿enamorado? de ella. ¿Logras vislumbrar mi plan? ¡Calma! Es sólo un cuchillo… sí, el mismo. Resulta poético, ¿no? Entiende, no tengo nada contra ti, incluso, te aprecio un poco, pero… Necesito su miedo de vuelta: necesito que le tema a estar sola y no a mí. Necesito su desesperanza más que la mía.

 

FIN

 

Mauricio Absalón escribe Ciencia Ficción y Terror, aunque le gusta escribir de todo en realidad y que el género sea un recurso, no tema. Ha publicado en las revistas electrónicas Axxon y Forjadores y en tres antologías impresas de cuentos junto con otros autores.

 

TRANSFORMACIONES .- Caio Fernando Abreu

 


 

Para Domingos Lalaina Jr.

Como fiebre, a veces a él le bajaba esa sensación de que nada saldría bien nunca, que todos los esfuerzos serían siempre inútiles, y que nada se modificaría de forma alguna. Más que sensación, una densa certeza viscosa que impedía cualquier movimiento en dirección a la luz. Y más allá de la certeza, la premonición de un futuro donde no habría el menor esbozo de una especie no sabía si de esperanza, fe, alegría, pero seguramente algo así.

Eran días detenidos, esos. Por más que se moviera en gestos cotidianos -despertar, comer, caminar, dormir-, dentro de él algo permanecía inmóvil. Como si su cuerpo fuera solo el marco del dibujo de un rostro apoyado sobre una de las manos, los ojos fijos en la distancia. Se ausentó, dirían al verlo, si lo vieran. Y no sería verdad. En esos días, estaba presente como nunca, tan pleno y cerca dentro de lo que llamaría -si tuviera palabras, pero no las tenía o no quería tenerlas- vaga y precisamente: La Gran Falta.

Era translúcida y helada. Si tuviera ojos, serían seguramente verdes, con remotas pupilas. A la orilla de la playa cierta vez había encontrado un pedazo de botella tan pulido por las olas, arenas y vientos que brillaba al sol, pequeña joya errante. Lo apretó entre los dedos, sintiendo un frío anestésico que le impedía notar las gotas de sangre que brotaban tibias de la palma de su mano. Era así. La Gran Falta. Pudieran verlo, pudiera verse, verían también la sangre, él y los otros. Sucede que se volvía invisible en esos días. Mirándose al espejo, sabía de inmediato que estaba dentro de Ella. En el vidrio, además de él mismo, sólo encontraba un claro reflejo verdusco.

Ella estaba tan dentro de él como él dentro de Ella. Intrincados, a punto de volverse al mismo tiempo fondo y superficie del otro. Se mitigaba a veces en el transcurso del día, nubes que se disipan, turbio de agua que clarea hasta caer la noche y sorprenderlo nítido, pasado en limpio, pasado en blanco. Entonces sonreía, llamaba por teléfono, cantaba o iba al cine. Pero otras veces se adensaba como cielo cada vez más oscuro, turbio agitado que sube desde el fondo, vidrio empañado. Sin dormir, fosforecía entre las sábanas escuchando los ruidos de la madrugada que llegaban como ahogados por una gruesa capa de algodón. Se disipaba o se concentraba a la mañana siguiente y, concentrándose, no era una mañana siguiente, sino apenas una fluida y mansa continuación sin tropiezos.

Su mayor miedo era el destemor que sentía. Integro, sin penas ni carencias ni expectativas. Entero, sin memorias ni fantasías. Hasta un no-miedo sentía, porque no resultar era la forma natural de ser de las cosas, inmodificables, irreductibles a cualquier tipo de esfuerzo. Fuera íntimo de las aguas o de los aires, tendría quién sabe parámetros para comprender ese quieto deslizar de pez, de ave. Criatura de la tierra, su temor era quién sabe perder el apoyo de los pies. Y criatura del fuego, La Gran Falta crepitaba en llamas dentro de él.

Su invisibilidad mientras tanto no lo hacia invisible: lo encuadernaba meticulosa en un determinado cuerpo y una voz particular y unos gestos habituales y algunas muecas personales que, aparentemente, eran él mismo. Por eso no es verdad que no lo verían. Verían y veían, sí, esa cáscara reproduciendo con perfección lo externo de él. Tan perfecto que ni siquiera provocaba sospechas aumentando las pausas entre las palabras, demorando la mirada, ralentizando el paso de ese falso cuerpo. Atrás de la cáscara, sin embargo, el cristal encandecía. Debajo de la tierra, fuego fatuo soterrado tan profundamente que la piel ni relucía.

Algo que jamás tendría, y tan consciente estaba de esa para siempre ausencia que, por paradojal que parezca, era completo en ese estado de carencia plena. Eso sucedía sólo cuando estaba dentro de Ella, ya que al desembarcar, en vez de sonreír o hacer algo, frecuentemente se limitaba a llorar con pena como si apenas el dolor fuera capaz de devolverlo al estadio anterior. El dolor desconsolado e inconsolable, en sollozos que lo sacudían cada vez más fuertemente, en cada uno de ellos partiéndose la cascara, quebrándose el marco, rajándose el vidrio, apagándose el fuego.

Como otra especie de felicidad, ese librarse de una también felicidad. Emergido, chapoteaba en emociones: tenía deseos violentos, pequeñas gulas, urgencias peligrosas, ternuras melosas, odios virulentos, excitaciones insaciables. Escuchaba canciones lastimeras, bebía para despertar fantasmas distraídos, releía o escribía cartas apasionadas, desbordantes de rosas y de abismos. Exhausto, entonces, se ahogaba en un sueño por momentos sin sueños, por momentos -cuando el ensayo general de las emociones artificialmente provocadas (pero que algún día, en otro plano, el terrenal donde, suponía, le gustaba pisar, sucederían realmente) no era suficiente- poblado por reptiles fríos, que intentaban enlazarlo con tentáculos pegajosos y verdes ojos de pupilas verticales.

No sabría decir con seguridad cómo ni cuándo sucedió. Pero un día -cierto día, un día cualquiera, un día banal- se dio cuenta que. No, realmente no sabría decir al menos de lo que se había dado cuenta. Pero fue así: mirándose al espejo, por la mañana, percibió el claro reflejo verdusco. Ha vuelto, pensó. Y en el mismo instante, tan inmediatamente posterior que se confundió con el anterior, cantaba, nuevamente él mismo. En el segundo verso, pequeña contracción, tenía nuevamente entre los dedos el pedazo de vidrio luminoso. Pero antes de que la mano sangrara, se habría preparado un trago, aunque fuera de mañana, y lo bebía lento, intenso. Antes de tragar el líquido, su cuerpo alcanzó vértices súbitos, enmarcando el dibujo de un rostro apoyado sobre una de las manos abiertas, los ojos fijos en la distancia.

Fue un día movido, aquel. Su cáscara se partía y se rehacía, atardecer sombrío y mediodía refulgente intercalados. Fumó demasiado, sin terminar ningún cigarrillo. Bebió muchos cafés, dejando un resto en el fondo de las tazas. Se exaltó, se ausentó. En el intervalo de la ausencia, se distraía en llamarla también, entre susto y fascinación, La Gran Indiferencia o La Gran Ausencia, o La Gran Partida, o La Gran, o La, o. En el intento o la esperanza de, quién sabe, nombrarla para poder así controlarla.

No pudo. Aquello dejó de importarle. Tomado a intervalos por lo anónimo, atravesó la tarde, varó la noche, entró madrugada adentro para encontrar la mañana siguiente, y otra tarde, y otra noche aún, y nueva madrugada, y así por el estilo. Durante años. Hasta que las sienes se volvieron grises, hasta que se profundizaron los surcos en torno de los labios. Hubiera una pausa, habría pedido ayuda, aunque no supiera bien a quién ni cómo. No hubo. Pero porque las cosas son así, tal vez por cierta magia, predestinaciones, señales o simplemente casualidad, quién lo sabrá, o aún porque es natural que así fuera, y menos que natural, inevitable, fatalidad, trágicos encantos -en fin, hubo un día, marco, en que lo tocaron suavemente en el hombro.

Él miró hacia el costado. Al costado había Otra Persona. La Otra Persona lo miraba con atentos ojos castaños. Los atentos ojos castaños eran tibios, levemente preocupados, un poco expectantes. Las transformaciones se habían acelerado tanto que, en un primer momento, no supo decir si la Otra Persona lo veía a él o a Ella, si se dirigía al marco, a la cascara, al cristal o al dibujo, al cuerpo original, a las gotas de sangre. Eso en un primer momento. En un segundo, tuvo absoluta seguridad que había dejado de ser invisible. La Otra Persona miraba una cosa que no era una cosa, era él mismo. Él mismo miraba una cosa que no era una cosa, era Otra Persona. El corazón de él latía y latía, lleno de sangre. Posada sobre su hombro, la mano de la Otra Persona tenía venas llenas de sangre, latiendo suaves.

Algo estalló, partido en pedazos. A partir de entonces, todo fue aún más complicado. Y más real.

 

FIN

 

Oscar Mateos .- El Shock Pandémico {Estudio de Oscar Mateos}

 



La pandemia de la COVID-19 ha generado un shock social, político y económico global de consecuencias todavía imprevisibles. Las imágenes tomadas a mediados de marzo de 2020 en numerosas ciudades de todo el mundo de colas de gente en los supermercados, de estanterías vacías de los productos más básicos y de las caras de desconcierto y pánico no pertenecían a ninguna saga de zombis ni a un capítulo de Black Mirror o de la fenomenal Years and Years. El imaginario distópico del mundo cinematográfico se encarnaba, de manera cruda, casi repentina, e inesperadamente, en la vida cotidiana de buena parte del planeta. 

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martes, 24 de octubre de 2023

EL HOMBRE SENTADO A LA MESA C. B. Gilford



El que conserva la cabeza, conserva su asiento en la mesa de póquer. Lo que sirve solamente para demostrar que en lo tocante a ganar, perder o pedir carta, el primer requisito, en el criminal juego de póquer, es tener valor.

Byron Duquay estaba sentado solo frente a la mesa octogonal cubierta de paño verde. A su derecha, una mesita sobre la que se amontonaban las fichas de póquer: rojas, blancas y azules. A la izquierda, un carrito cargado de whisky escocés, bourbon, una botella de soda, una docena de vasos limpios, y un recipiente con cubitos de hielo.

Mientras estaba sentado allí, solo, Byron Duquay jugaba con una de las barajas. Sus dedos delgados, de manicura esmerada, mezclaron la baraja, cortó y se dedicó a un juegue-cito que parecía una rara combinación de solitario y de buenaventura. El rostro fino, bien parecido y ascético no cambiaba de expresión a medida que aparecían las cartas. No se oía más ruido en la estancia, ni en todo el piso, que el clic-clic de las cartas al ir pasando por las manos de Duquay.

Ningún otro ruido, es decir ninguno, hasta que se percibió el metálico e insignificante ruido de la puerta al abrirse. La puerta estaba un poco arrinconada, fuera del radio de visión de Duquay, así que dijo con voz amistosa:

-Entre, entre, quienquiera que sea.

Estaba esperando a un compañero de partida, pero el hombre que apareció ante la vista de Duquay era obvio que no había venido a jugar a las cartas. Era bajito, algo menos de metro sesenta, y muy delgado. Vestía pantalones grises sucios, camisa blanca arrugada, con las mangas arremangadas y abierta sobre el pecho. Tenía el pelo más bien largo y de color de arena sucio y enmarañado. Su cara, pequeña y estrecha, parecía retorcida y en sus ojos pálidos se leía la desesperación. En la mano derecha llevaba un cuchillo.

Byron Duquay no intentó siquiera levantarse de la mesa. Pero dejó las cartas.

-¿Qué desea? -preguntó.

El forastero no contestó a la pregunta. Por el contrario, después de mirar con suspicacia a su alrededor, formuló la suya propia:

-¿Estamos solos aquí?

Duquay, quizás imprudentemente, asintió con la cabeza.

-Muy bien -dijo el desconocido-. No me haga enfadar y no le haré daño.

-¿Qué es lo que quiere? -repitió Duquay.

Pero esta vez su voz era algo más firme, más tranquila y la pregunta menos maquinal.

Tampoco esta vez contestó el joven. Volvió a mirar a su alrededor, quizá tratando de decidir si allí había algo que quisiera. En esta nueva inspección de la estancia vio las botellas junto a Duquay, y sus ojos se iluminaron.

-Me vendría bien una copa,

-Siéntese -le dijo Duquay- y le serviré una.

Y esperó a que su visitante se sentara. El joven, tal vez por pura cautela, eligió el lugar que caía frente por frente a Duquay y, también así, el punto más alejado de él. Mantuvo la mano derecha sobre la mesa. La hoja, de unos dieciocho centímetros, resplandecía sobre la superficie de paño verde como un diamante sobre un fondo de terciopelo negro.

-¿Qué prefiere beber, escocés o bourbon?

Casi desconcertado por el hecho de que le dieran a elegir, el joven dudó, por fin se decidió:

-Bourbon. Un vaso grande, con mucho hielo.

Hubo un silencio mientras Duquay servía la bebida tal como se la había solicitado. Luego la empujó a través de la mesa. El joven la recibió con la mano libre, con la izquierda, bebió un trago largo, e hizo una ligera mueca.

-Quiero dinero -dijo después- y las llaves de su coche; también quiero saber dónde lo tienes aparcado. Además quiero ropa.

Duquay no hizo ningún movimiento para proporcionarle nada de todo aquello.

-Esto no me parece un atraco vulgar -comentó.

-Es que no es un atraco vulgar. -El joven volvió a beber del vaso-. Venga, ya ha oído lo que le he dicho.

Pero Duquay cambió de tema:

-A propósito, ¿quién es usted?

-¡Maldito!, le importa, lo…

-Usted debe de ser Rick Masden.

Una ligera sonrisa de orgullo apareció en su rostro.

-Ya veo que escucha las noticias por la radio y ve la televisión.

-Algunas veces -afirmó Duquay.

-Está bien, soy Rick Masden. Rajé a dos personas en un bar la semana pasada. Mi novia y su nuevo amigo. Dos días después me cazaron, pero ayer por la mañana me escapé. -Sonrió-. Porque me encontré otro cuchillo.

-¿Le importa si bebo con usted? -preguntó Duquay, y alargó la mano para coger una de las botellas.

Pero la mano izquierda de Masden, dejando su bebida sin terminar, golpeó la mesa con fuerza, súbitamente.

-¡Déjese de bebidas! -casi gritó-. Ya le he dicho lo que quiero, y lo quiero ahora mismo.

Duquay desistió de la preparación de su bebida, pero no se movió.

-Discutámoslo, Masden -empezó.

La mano derecha de Masden se separó unos centímetros de la superficie de la mesa y el cuchillo se impacientó entre sus dedos.

-Mire usted -dijo despacio-, o hace lo que le digo o le rajo lo mismo que hice con los otros.

Pero Duquay no se inmutó.

-No se mueva, Masden -le espetó, y su voz tenía tal autoridad que Masden, por lo menos de momento, obedeció-. Antes de decidirse a rajarme, será mejor que escuche lo que tengo que decirle.

Masden pareció presentir el peligro, el reto. Permaneció quieto. Incluso el cuchillo se inmovilizó.

-Le escucho -masculló al fin.

-Bien. Vamos a analizar nuestra situación, Mr. Masden. Ocupamos sitios opuestos en esta mesa, nos separa un metro de distancia. Usted tiene un cuchillo y yo, de momento, no tengo ningún arma. Pero he estado dándole vueltas, Mr. Masden, a lo que podría hacer si usted decidiera ponerse violento. Ciertamente, trataría de defenderme. ¿Sabe lo que trataría de hacer? Pues, haría lo siguiente. Al más ligero movimiento por su parte para levantarse de la silla, volcaría la mesa encima de usted. Y estoy seguro de poder hacerlo. Puede que usted sea algo más joven que yo, Masden, pero si se fija bien, le doblo casi en tamaño. Así que ya tenemos la primera fase de nuestra pequeña batalla. Al momento estaría en el suelo con la mesa encima, o si no tuviera tanta suerte estaría, por lo menos, arrinconado contra la pared y con la mesa entre los dos. ¿Me sigue?

Fascinado, pese a su suspicacia y su rabia, el joven movió afirmativamente la cabeza:

-Sí, le sigo.

-Pasemos entonces al segundo movimiento. Observe el mueble que hay detrás de mí y a mi izquierda, Masden. Creo que desde donde está sentado puede ver perfectamente el objeto al que me refiero. Lo utilizo como abrecartas, pero es una daga turca, incrustada de joyas. La ve perfectamente desde ahí, ¿verdad, Masden? Tan pronto como consiga volcar la mesa sobre usted, agarraría la daga. Así estaríamos más o menos equilibrados, ¿no es cierto, Masden?

El joven miraba fijamente, pero cuando Duquay calló por un instante, parpadeó repetidas veces y se pasó la lengua por los labios. Pero no dijo nada.

-Esto, en cuanto al segundo movimiento -prosiguió Duquay con suma precisión en su forma de hablar-. La terminación del segundo movimiento, podríamos decir que es el final de la preparación para la batalla. El tercer movimiento sería el principio de la batalla propiamente dicha. Ahora bien, ¿cuál sería nuestra situación, Masden?

De nuevo volvió a repetirse el parpadeo y el humedecerse los labios, pero tampoco hubo comentarios.

-Consideremos las armas, Masden. ¿Qué tipo de cuchillo es el suyo?

-Un cuchillo de cocina muy afilado -respondió Masden casi de mala gana-. Un tío me lo pasó en la cárcel.

-Si no le importa que se lo diga -expuso Duquay con una leve sonrisa-, creo que, en cuanto a armas, yo tendría una ligera ventaja sobre usted. Por lo menos, jamás cambiaría mi daga turca por su cuchillo de cocina.

-Oiga, señor…

Pero Duquay siguió insistiendo:

-No obstante, más importante que las armas, son los hombres involucrados en esta batalla. ¿Cree que podemos compararnos, Masden? A propósito, ¿cuántos años tiene?

-Diecinueve.

-Yo treinta y uno. Ahí tiene una ventaja. ¿Cuánto pesa?

-Sesenta.

-Yo peso treinta más, Masden. Un tanto a mi favor. Bien, ¿cómo vamos a comportarnos? Primero le diré mis méritos. Defensa en fútbol hace diez años. Igualmente bueno como delantero en baloncesto. Más que regular en tenis, natación, etc. Además, me mantengo en forma con una hora de ejercicio diario. No he ganado ni medio kilo desde que dejé la Universidad. Esto debería decirle algo, ¿no cree? Ahora bien, ¿qué tal es usted como atleta, Masden?

El joven sentado frente a él había palidecido y se había puesto tenso. Volvió a humedecerse los labios. Pareció como si quisiera contestarle, pero no le salió ninguna palabra.

-Déjeme que le analice tal como le veo, Masden. Usted padece una mala nutrición, diría yo. No porque haya pasado hambre, sino más bien porque creció sin control, y por tanto nunca comió lo apropiado. Está usted anormalmente delgado, ¿sabe? Hay que añadir a esto ciertos malos hábitos. Probablemente empezó a fumar cuando tenía nueve o diez años. He notado las excesivas manchas de nicotina en sus dedos. Sólo Dios sabe lo que fuma ahora, tal vez incluso algo más fuerte que el tabaco. Y veo que también bebe. Apuesto a que bebe mucho más que yo. Míreme, Masden, y mírese. Y dígame, ¿quién cree que está en mejor forma física?

El joven se había quedado boquiabierto. Sus espesas cejas estaban casi juntas, y sus ojos miraban dura y fijamente a su anfitrión.

-Pero aún no hemos discutido el factor más importante -prosiguió Duquay-. Hablo del valor, de la voluntad de entablar pelea, de aceptar los riesgos necesarios. Fue usted muy valiente, es cierto, cuando entró en esta habitación. Y fue valiente porque llevaba un cuchillo y presumió que yo no estaría armado. Pero, ¿cómo está ahora? Adivino que no tan valiente como hace unos minutos. Pudo entrar fanfarroneando y amenazando con rajarme, pero ahora que parece presentarse una oportunidad de que sea su carne la que pueda cortarse un poco, ya no parece tan atractivo, ¿verdad?

-¡Es un farol!

Rick Masden había recuperado finalmente el habla y las tres palabras le salieron como una pequeña explosión.

Duquay sonrió un poco más y preguntó:

-¿Lo cree así? Lo único que tiene que hacer para asegurarse es iniciar un movimiento para abandonar su silla, Masden.

Siguió otro silencio, más denso esta vez, más cargado de hostilidad y de odio. Masden no se movió.

Pasado un instante, Duquay continuó:

-Hay una cosa más, naturalmente, que no debo pasar por alto. Se trata de la motivación. Aunque no sea usted el hombre más valiente del mundo, tiene un buen motivo para luchar. Si me mata, no pasa nada, y consigue mi dinero, mi coche y lo que decida llevarse. Por el contrario, si yo le mato, no estará peor de lo que estaba antes de escapar.

Algo parecido a la esperanza iluminó los pálidos ojos del joven. Quiso saber:

-¿Qué va a ganar peleando conmigo, señor? -dijo con tono cargado de astucia.

-Esta es una muy buena pregunta -admitió Duquay-. Supongo que podría dejarle que se apropiara de lo que desea, y hacer más difícil el trabajo de la Policía, retrasando un día o dos, o una semana o dos, su captura. Y podría tener la esperanza de que permitiéndole que se quedara con lo que quisiera, me dejara tranquilamente, sin hacer nada peor que amarrarme, quizá. Pero ocurre que yo no confío en usted hasta ese punto. Es nnpunk de mala clase, disfruta con la violencia, disfruta dañando, lastimando a la gente. A lo mejor se daría por satisfecho golpeándome un poco pero por otra parte…, con asesinatos ya en su historial, me imagino que no vacilaría en matarme.

El joven frunció el entrecejo, su expresión se ensombreció, sus ojos reflejaron pura maldad.

-Además, Masden, resulta que usted no me gusta nada. Es pura basura, nada más que basura. No me importaría correr el riesgo de que me hiriera, o incluso de que me matara, por el privilegio de poder atacarle.

Rick Masden, aunque en realidad no hizo el menor movimiento, sí se revolvió en su silla y su mano derecha pareció estremecerse. Preguntó:

-Así que usted y yo vamos a luchar con los cuchillos, ¿no es cierto?

-Con toda seguridad si se levanta de la silla.

Masden bebió un trago largo, vació el vaso, y acusó la quemadura del alcohol. Miró a Duquay y luego barbotó:

-{est( bien, empiece, papi. Venga, adelante, empiece algo.

-Yo no he dicho que fuera a empezar nada -contestó Duquay-. Le he estado diciendo solamente lo que me proponía hacer si usted empezaba algo.

Ahora el silencio se hizo profundo e interminable. Ambos se miraron, ambos con las dos manos visibles sobre la mesa. En la derecha de Masden seguía el cuchillo de cocina. Las dos manos de Duquay estaban vacías. Pero la mirada de Masden se dirigió al mueble, vio la daga allí, volvió de nuevo a la mesa. Pasaron minutos y segundos. Entonces dijo Masden:

-¿Por qué no me da ya lo que quiero? Unos cuantos dólares, un traje y las llaves de su coche. Está asegurado. Así ninguno de los dos saldrá perjudicado. ¿Por qué no lo hace?

-Porque no quiero.

Masden se mordió los labios, pensativo:

-¿Qué va a pasar, papi? ¿Nos quedamos sentados sin más? Dijo que si me movía volcaría la mesa y agarraría la daga. Después empezaría la pelea. O sea que nos quedamos sentados o peleamos, ¿eh? Yo tengo que irme… -De pronto una nueva luz brilló en los ojos grises del fugitivo. Intentó levantarse, pero cambió de idea, aunque su cuerpo vibró bajo la violencia de la amenaza del otro-. Ya lo entiendo, ahora lo entiendo -dijo Masden entre dientes-. Está esperando a unos tíos que vendrán a jugar a cartas, y trata de entretenerme hasta que lleguen.

Duquay no perdió la calma.

-Pues lo estoy haciendo muy bien, ¿no le parece, Mas-den? -preguntó-. Sí, les estoy esperando para dentro de unos minutos.

-Pues no va a salirse con la suya.

-Todavía puede elegir. Si deja la silla, vuelco la mesa y cojo la daga. Puede probar su suerte de esta forma.

-Estaría completamente loco si me quedara esperando…

El cuerpo flaco tembló, indeciso.

-Por supuesto que le queda aún otra alternativa, Masden.

-¿Qué quiere decir?

En la voz del fugitivo se notaba ahora algo de esperanza.

-Si luchamos, yo también me arriesgo. Y no deseo correr el riesgo porque sí. De modo que estoy dispuesto a negociar. Mi seguridad por su huida. Su huida con las manos vacías, debo añadir.

Rick Masden no se sentía ni tan confiado ni tan truculento como antes.

-Soy todo oídos, papi.

-Veamos. Yo me siento en peligro mientras tenga el cuchillo en las manos. Si de pronto pega un salto, ¿cómo voy a saber si se propone atacarme o huir? Así que, se proponga lo que se proponga, si salta me defenderé. Así empezará la batalla, queramos o no. ¿Comprende lo que quiero decir?

Masden asintió.

-Creo que sí.

-La clave de toda la situación está en su cuchillo. Usted quiere huir. Yo no quiero luchar contra usted, ni ayudarle, ni cooperar. Pero mientras tenga el cuchillo en la mano, no puede moverse en ninguna dirección sin empezar la pelea. Así que la única salida que veo para usted es que tire el cuchillo al centro de la mesa.

-¿Qué?

-Eso mismo. Así ninguno de los dos estará armado.

-¿Qué me pasará luego? Es usted futbolista y puede… -La mesa sigue entre los dos. La ventaja es suya. Debería poder salir de aquí antes de que le alcance. -Pero telefoneará a la Policía.

-Es un chico listo, Masden -rió Duquay-. No se me había ocurrido pero como soy un buen ciudadano, probablemente lo habría hecho. Está bien, haré un trato con usted. Mi teléfono contra su cuchillo. -¿Qué quiere decir?

-Mi teléfono está aquí, al alcance de la mano, encima del mueble. Si me permite, tiraré de él y arrancaré la conexión. Lo haré primero. Arranco el teléfono y usted tira el cuchillo al centro de la mesa y echa a correr. ¿Qué me dice?

Las cejas del joven se contrajeron. Pensaba furiosamente. De tanto en tanto miraba a Duquay, calibrándole, midiendo la anchura de sus hombros, su tenacidad de propósito.

-Está bien -acabó diciendo-. Primero arranque el teléfono. Ahora. Yo conservaré el cuchillo mientras lo hace. Y si intenta coger la daga en lugar del teléfono… -No me pierda de vista, Masden. Despacio, sin hacer movimientos bruscos, y tratando de no perder de vista ni un momento a su adversario, Duquay se había medio vuelto en su silla, extendió su brazo izquierdo hacia atrás y a un lado, alcanzó el teléfono, lo agarró y dio un fuerte tirón. Luego siguió tirando con fuerza. Por fin, se oyó un chasquido y el cordón quedó colgando.

-¿Convencido de que está arrancado? -preguntó. Soltó el teléfono, que cayó con un golpe sordo sobre la alfombra-. Ahora, su cuchillo, por favor. En el centro de la mesa, donde ni uno ni otro pueda alcanzarlo con facilidad. Se miraron de nuevo sin creer demasiado uno en el otro, desconfiando aún mutuamente. Siguió una larga pausa en la que no se movieron.

-Venga, Masden, mientras sostenga el cuchillo no puede dejar la silla.

En silencio, con obvio pesar, de mala gana, el joven se resignó. Girando la muñeca, envió el objeto al centro de la mesa. Hizo unas piruetas sobre sí mismo y quedó quieto.

-No deje su asiento, papi -anunció Masden-. Me voy.

-Lamento no poder desearle buena suerte -dijo Duquay.

Se despidieron en silencio. Y entonces, tanto el silencio como la despedida fueron interrumpidos por un leve ruido. Ambos hombres, sentados, lo oyeron.

Masden no vaciló en reaccionar. Su silla voló tras él, al alejarse corriendo de la mesa. Duquay no se movió, pero en cambio se agarró a ambos brazos de la butaca y gritó con todas sus fuerzas:

-Sam, detén a ese hombre, ¡es un criminal!

Se oyeron gritos y ruidos de lucha y maldiciones, en la habitación contigua. Byron Duquay ni se movió para participar o para mirar. Se quedó sentado donde se hallaba, satisfecho con oír. Los ruidos fueron in crescendo hasta que, finalmente, un único y tremendo sonido lo terminó todo…, el golpe de un puño contra un hueso.

Duquay se echó hacia atrás y se relajó. La brillante luz que iluminaba la mesa de juego descubrió el sudor de su rostro.

El capitán Sam Williams hizo su segunda aparición en la partida de póquer de Byron Duquay unas dos horas más tarde. Le había llevado todo este tiempo ocuparse de Rick Mas-den, devolverlo a la cárcel y rellenar un informe completo dando detalles de su captura.

-Byron -le dijo, moviendo la entrecana cabeza-, no sé

si volveré a atreverme a sentarme a jugar una partida de póquer contigo. Hombre, jamás adiviné que tenías tal capacidad para echarte un farol.

-Me halagas, Sam -declaró Duquay-, tuve suerte, nada más. Esta tarde, antes de que Virginia se marchara, insistí en que me sacara de la silla de ruedas y me sentara aquí. A veces prefiero recibiros sentado en la butaca, ya sabes. Me siento menos inválido. De haber estado en mi silla de ruedas no habría podido engañar a Masden ni por un instante.

Sam asintió, estaba de acuerdo. Su mirada buscó la puerta abierta del dormitorio, donde en la semioscuridad se veían brillar un par de ruedas plateadas. Rick Masden no las había visto. O si las vio, no llegó a relacionarlas con el hombre sentado a la mesa.



FIN