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martes, 30 de enero de 2024

ARMAGEDÓN DE SOBREMESA .- Luis G. Abbadié

 


 

A Mariana Espeleta y Santiago I. Martínez Carrillo

 

Ese día, mientras una mujer lloraba los golpes de su marido, en vano deseando tener el valor para dejarlo; y un estudiante de filosofía que hubiera entregado su tesis en dos semanas moría por el antojo de un policía; y una joven se probaba por vez primera, temblando de entusiasmo, su vestido de boda; y todos los hombres y mujeres de una ciudad que bien podría haber sido cualquier otra, vivían sus vidas, homogéneas por encima de su misma diversidad… el sol se volvió más intenso sobre calles y edificios, con lo cual se acentuaron las sombras. Por un instante, tan breve que se diría que nunca ocurrió, lo imperceptible dejó de serlo; y en un punto del entramado, en un café de la avenida Chapultepec, un hombre y una mujer malabareaban ideas.

-Mi problema -decía Mauricio, buscando las palabras adecuadas- no es con los aparatos, sino con su uso. Digamos que no confío en la naturaleza humana; creo que si no hemos hecho cosas peores, es porque nos faltaban recursos para lograrlo… Pero ahora ya los tenemos: computadoras, realidad virtual. Internet, ingeniería genética…, cosas más peligrosas que cualquier arma o plaga. No sólo pueden estancar nuestro desarrollo individual y cultural, también serán la herramienta perfecta para manipular a la humanidad, más que la economía, más que la religión. ¡La computadora va a ser el punto focal de la existencia de cada ser humano!

Mauricio calló, recordando su taza de café. Ya estaba tibio.

-Si eso pasara, ¿tratarías de hacer algo, de oponerte? -preguntó Cordelia de repente, escrutándolo.

-Soy muy conformista -se encogió de hombros-. No creo que lo que yo haga o deje de hacer pueda cambiar nada. Algunos lo harán, pero dudo que tengan éxito -lo pensó un momento, y añadió-, cuando mucho, podría escribir sobre ello. Pero la literatura de protesta no es lo mío. Claro, a veces sí hago de pasada alguna crítica; si se me ocurre de repente, y no estorba, ¿por qué no? Esas cosas salen de manera inconsciente, ¿a ti no te pasa?

-Yo nunca soy tan… espontánea -dijo Cordelia- Siempre escribo siguiendo un… un cauce directo. No pongo nada que sobre.

-Pues yo… -Mauricio le hizo señas al mesero, sin éxito-. Más bien, abro algunas puertas al azar, nomás para ver qué pasa -logró ser visto, y pidió más café para ambos. Calló, mirando a Cordelia; ella miraba sus propios pensamientos.

-¿Sabes qué? -el índice de Cordelia lo encañonó-. Dices que no te gustan las computadoras, el futuro mecanizado; tampoco eres sistemático al escribir. Se me hace que le tienes miedo al orden excesivo, te parece limitante.

Mauricio encontró lógico el razonamiento, aunque no necesariamente cierto. Sonrió.

-Tal vez algo hay de eso -entonces se le ocurrió algo más-. ¡Y tal vez lo que a ti te repele es el caos, el no tener a qué sujetarte!

-Touché -repuso Cordelia, riéndose. Tal vez, pensó, lo que dijo sobre Mauricio también era aplicable a ella misma… y viceversa.

-Sería bueno que pudiéramos intercambiar métodos -comentó Mauricio, añadiendo mucha azúcar a la taza que acababa de ser colocada delante suyo-. ¡Como si fuera tan fácil! -recapacitó, cínico.

Cordelia trató de verse a sí misma escribiendo sin concierto, siguiendo cualquier impulso loco. Sacudió la cabeza; imposible.

Y sin embargo…

El silencio se había asentado una vez más, Mauricio abrió la boca para dar voz a una digresión que se había estado guardando, pero no alcanzó a hacerlo, pues Cordelia, presa de la tentación del desafío, propuso contra toda sensatez:

-¿Probamos?

*

Esa noche, mientras un cartonista político se desvelaba entintando una sátira presidencial; y una prostituta hacía soportables las experiencias del día con una dosis de marihuana; y un párroco oficiaba la última misa de su vida, con una jaqueca que pronto florecería en embolia; y una madre abrazaba por primera vez a su nuevo hijo delante de una enfermera sonriente; y un hombre desempleado, sin dinero, abandonado por su esposa, abordaba un taxi con un revólver en la cintura, dispuesto a cobrarle al mundo un día más de vida; y todas las vidas en la ciudad se entretejían, se truncaban, recomenzaban, bajo una luna siempre cambiante, siempre la misma. Y en confines distintos de la ciudad, ésta velaba mientras dos imaginaciones trazaban mundos.

Cordelia se sentó ante su computadora; las palabras se multiplicaban en el monitor, narrando la vida de un hombre angustiado por el cáncer de la tecnología que había transformado a su ciudad. Casinos de realidad virtual prometían cualquier fantasía concebible, las bibliotecas se habían convertido en salas de acceso público y asesorado a la Red; Guadalajara se regodeaba en el paraíso de la comunicación global, donde cada uno escuchaba lo que quería escuchar…

Aquel desolado escritor enemigo del progreso pasaba las noches leyendo frágiles y obsoletos libros impresos; pero, resignado, enviaba sus obras a las revistas virtuales y los apartados literarios de la Red.

Escribía sobre el pasado.

Hasta el día que visitó, por primera vez en varios años, la vieja catedral cuyas torres seguían siendo un blasón de la ciudad, una de esas cosas que habían sabido permanecer. Y en el empenumbrado interior, antes de salir huyendo sin esperanza de encontrar refugio, vio a la congregación postrada ante un holograma del Crucificado…

A partir de entonces, escribió sobre el presente. Era en vano, pero no le quedaba más consuelo que renegar de ese mundo que ya no era el suyo.

Pero alguien lo escuchó; sujetos con importantes credenciales vinieron a decirle que su protesta no había sido inútil. Desconfió, pero dejó de hacerlo cuando se produjeron cambios rápidos, milagrosos… Y a partir de entonces, volvió a vivir, mecanografiaba sus obras; frecuentaba una biblioteca repleta de libros impresos nuevos y viejos; convivía en persona con hombres y mujeres que, como él, carecían de computadora…

Nunca sabría que estaba viviendo dentro de un escenario virtual, creado con base en sus fijaciones anacrónicas, en una clínica para sujetos inadaptables.

*

Esa noche, también, Mauricio se sentó ante su vieja máquina de escribir, y un ruidoso tecleo llenó página tras página con el pánico de una mujer cuyo hogar era un mundo cimentado en las glorias de la cibercultura, donde ningún sueño era irrealizable… Hasta el día que ese alma artificial de la raza humana que era Internet fue infectada por un cáncer de entropía, algo que provocó que cada fragmento de información contenido, o trasmitido por computadoras, se distorsionara una y mil veces, adoptando diferente sentido -o careciendo de uno- para cada usuario que lo consultara.

Técnicos, científicos y caudillos repartían opiniones, teorías, órdenes y súplicas que nadie captaba, pues no tenían otro medio que no fuera la Red para difundirlas, y ésta era Babel. Y la mujer que vio colapsarse al mundo se había atrincherado en su casa, espiando desde la ventana a los saqueadores, a los supuestos culpables camino a su linchamiento, a los vacuos profetas apocalípticos.

La mujer veía escasear sus alimentos, mas no podía salir pues Guadalajara ya no era ciudad, sino matadero. Inicialmente creía, luego quería creer, más tarde rogaba poder creer, que alguien encontraría la manera de restablecer la cordura de la Red; pero nada pasaba.

Todas las mañanas, miraba entre lágrimas el monitor mentiroso, esperando ver un cambio, una buena nueva; luego se sentaba en el suelo para escribir en los muros y alfombras cualquier cosa que se le ocurría, pues allí los textos no cambiaban. A veces se preguntaba si alguien llegaría a encontrar estos versos compuestos de símbolos, iconos y siglas computacionales en lugar de palabras; estas elegías que colmaban los muros, escritas en el idioma universal, dedicadas a ese mundo que acababa de morir.

*

Cordelia y Mauricio escribieron hasta entrada la noche, y releyeron sus textos con cierta melancolía. Sólo ahora se percataron de que habían olvidado el desafío literario que se habían impuesto, cada uno había escrito a su manera habitual. Cordelia trató de anticipar la reacción de Mauricio cuando leyera su cuento, y sonrió. Él, por su parte, observó cuán poco tenía la protagonista de su cuento en común con su inspiradora. Cordelia consideró obras, ideas y resultados; Mauricio repasó deseos, opciones y posibilidades. Y mientras lo hacían, la ciudad escribía sus vidas.

*

Intercambiaron manuscritos por encima de la misma mesa que habían ocupado el día anterior, bromeando acerca de cómo ninguno de ellos había respetado el acuerdo. Y mientras se leían mutuamente, absorbiendo las historias de dos vidas trastornadas, futuras y ficticias, la ciudad florecía en vicio y anhelo, risas y miedo; y cada hombre, cada mujer vivía para sí misma, girando con el entramado al que todos pertenecían.

*

Concluida la lectura, Cordelia y Mauricio se miraron.

-Alguna clase de virus podría hacer eso -dijo Cordelia.

-¿Eh?

-Lo de tu cuento; un virus podría atrofiar así la Red. Pero, ¿para qué iba alguien a hacer eso?

-¿Para evitar lo que pasa en tu cuento? -propuso Mauricio.

Pero toda la ciencia, la medicina, la filosofía, se perderían…

-Tal vez no -Mauricio sonrió ante su propia idea-. ¿Qué tal si el virus no destruye la información, si sólo impide el acceso a ella?, así les quitarían el poder a los manipuladores…

-… para remplazarlos -completó Cordelia.

-Cuando no hay opción… -Mauricio se encogió de hombros-. Bueno, pero esto permitiría racionar el uso de la Internet y de la realidad virtual, neutralizando las adicciones…

-Lo peor es que podría funcionar -se maravilló Cordelia, pensativa.

Callaron, y la pausa se prolongó. Mauricio intercambió con ella una mirada igual de remota, igual de directa; una vez más, de sus labios pugnaba escapar una digresión. Ahora; si lo decía, tenía que ser ahora.

En torno a ellos, tiempo contuvo el alimento; las posibilidades florecieron, y el destino se volvió maleable. Por un instante, cualquier cosa era posible…

Y muy lejos, en un futuro que no era preestablecido ni probable, sino apenas factible, pero más semejante a sus ficciones de lo que podían imaginar, Cordelia y Mauricio hablaban en un café muy distinto a éste, en la Abadía de Thelema, con voces despojadas de su actual desenfado.

-Es posible -decía Cordelia, reticente.

Él añadió, con la voz pesada de quien se condena a sí mismo.

-Es necesario.

Se rieron; se rompió la tensión, nada sucedió, el momento pasó.

Comentaron los cuentos, sus lecturas y sus vidas. Hablaron, como muchos hablan; especularon, como cualquiera puede hacerlo, acerca del destino del mundo, sin mayor o menor perjuicio para éste. ¿Qué consecuencia podría tener, después de todo, una mera charla de café, entre dos personas que ni siquiera compartían una misma perspectiva? Abandonaron el café despidiéndose, y se marcharon en direcciones opuestas a lo largo de la avenida Chapultepec, desconcertados por la difusa impresión de que podrían haber seguido otro -y mejor- camino; pero éste es tan bueno como cualquier otro, para quienes habían estado a punto de contraer la trascendencia.

 

FIN

 

Luis G. Abbadié: Guadalajara, 1968. Se especializa en literatura fantástica, horror, paganismo y esoterismo. Ha participado en talleres literarios con Flaviano Castañeda, Víctor Manuel Pazarín, Gabriel Gómez, Roberto Villa y Raúl Bañuelos, entre otros. Ha colaborado en revistas y antologías de México, España, Chile y Argentina, tales como Tierra Adentro, Luvina, Umbrales y Redrum (Argentina). Guionista y dibujante para Minerva Cómics (1994-2001), y actualmente para El Círculo de Acuario. Sus libros publicados incluyen: El grito de la máscara (Minerva, 1998), Códice Otarolense (2002), El sendero de los brujos (2004), Noches paganas: Cuentos narrados junto al fuego del Sabbath (2008), y las dos primeras partes de la trilogía El código secreto del Necronomicón: 2012 (Rémora, 2010) y Los tiempos delfín (Keli, 2012).

 

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