Para Domingos Lalaina Jr.
Como fiebre, a veces a él le bajaba esa sensación de que nada
saldría bien nunca, que todos los esfuerzos serían siempre inútiles, y que nada
se modificaría de forma alguna. Más que sensación, una densa certeza viscosa
que impedía cualquier movimiento en dirección a la luz. Y más allá de la
certeza, la premonición de un futuro donde no habría el menor esbozo de una
especie no sabía si de esperanza, fe, alegría, pero seguramente algo así.
Eran días detenidos, esos. Por más que se moviera en gestos
cotidianos -despertar, comer, caminar, dormir-, dentro de él algo permanecía
inmóvil. Como si su cuerpo fuera solo el marco del dibujo de un rostro apoyado
sobre una de las manos, los ojos fijos en la distancia. Se ausentó, dirían al
verlo, si lo vieran. Y no sería verdad. En esos días, estaba presente como
nunca, tan pleno y cerca dentro de lo que llamaría -si tuviera palabras, pero
no las tenía o no quería tenerlas- vaga y precisamente:
Era translúcida y helada. Si tuviera ojos, serían seguramente
verdes, con remotas pupilas. A la orilla de la playa cierta vez había
encontrado un pedazo de botella tan pulido por las olas, arenas y vientos que
brillaba al sol, pequeña joya errante. Lo apretó entre los dedos, sintiendo un
frío anestésico que le impedía notar las gotas de sangre que brotaban tibias de
la palma de su mano. Era así.
Ella estaba tan dentro de él como él dentro de Ella.
Intrincados, a punto de volverse al mismo tiempo fondo y superficie del otro.
Se mitigaba a veces en el transcurso del día, nubes que se disipan, turbio de
agua que clarea hasta caer la noche y sorprenderlo nítido, pasado en limpio,
pasado en blanco. Entonces sonreía, llamaba por teléfono, cantaba o iba al
cine. Pero otras veces se adensaba como cielo cada vez más oscuro, turbio
agitado que sube desde el fondo, vidrio empañado. Sin dormir, fosforecía entre
las sábanas escuchando los ruidos de la madrugada que llegaban como ahogados
por una gruesa capa de algodón. Se disipaba o se concentraba a la mañana
siguiente y, concentrándose, no era una mañana siguiente, sino apenas una
fluida y mansa continuación sin tropiezos.
Su mayor miedo era el destemor que sentía. Integro, sin penas
ni carencias ni expectativas. Entero, sin memorias ni fantasías. Hasta un
no-miedo sentía, porque no resultar era la forma natural de ser de las cosas,
inmodificables, irreductibles a cualquier tipo de esfuerzo. Fuera íntimo de las
aguas o de los aires, tendría quién sabe parámetros para comprender ese quieto
deslizar de pez, de ave. Criatura de la tierra, su temor era quién sabe perder
el apoyo de los pies. Y criatura del fuego,
Su invisibilidad mientras tanto no lo hacia invisible: lo
encuadernaba meticulosa en un determinado cuerpo y una voz particular y unos
gestos habituales y algunas muecas personales que, aparentemente, eran él
mismo. Por eso no es verdad que no lo verían. Verían y veían, sí, esa cáscara
reproduciendo con perfección lo externo de él. Tan perfecto que ni siquiera
provocaba sospechas aumentando las pausas entre las palabras, demorando la
mirada, ralentizando el paso de ese falso cuerpo. Atrás de la cáscara, sin
embargo, el cristal encandecía. Debajo de la tierra, fuego fatuo soterrado tan
profundamente que la piel ni relucía.
Algo que jamás tendría, y tan consciente estaba de esa para
siempre ausencia que, por paradojal que parezca, era completo en ese estado de
carencia plena. Eso sucedía sólo cuando estaba dentro de Ella, ya que al
desembarcar, en vez de sonreír o hacer algo, frecuentemente se limitaba a
llorar con pena como si apenas el dolor fuera capaz de devolverlo al estadio
anterior. El dolor desconsolado e inconsolable, en sollozos que lo sacudían
cada vez más fuertemente, en cada uno de ellos partiéndose la cascara, quebrándose
el marco, rajándose el vidrio, apagándose el fuego.
Como otra especie de felicidad, ese librarse de una también
felicidad. Emergido, chapoteaba en emociones: tenía deseos violentos, pequeñas
gulas, urgencias peligrosas, ternuras melosas, odios virulentos, excitaciones
insaciables. Escuchaba canciones lastimeras, bebía para despertar fantasmas
distraídos, releía o escribía cartas apasionadas, desbordantes de rosas y de
abismos. Exhausto, entonces, se ahogaba en un sueño por momentos sin sueños,
por momentos -cuando el ensayo general de las emociones artificialmente
provocadas (pero que algún día, en otro plano, el terrenal donde, suponía, le
gustaba pisar, sucederían realmente) no era suficiente- poblado por reptiles
fríos, que intentaban enlazarlo con tentáculos pegajosos y verdes ojos de
pupilas verticales.
No sabría decir con seguridad cómo ni cuándo sucedió. Pero un
día -cierto día, un día cualquiera, un día banal- se dio cuenta que. No,
realmente no sabría decir al menos de lo que se había dado cuenta. Pero fue
así: mirándose al espejo, por la mañana, percibió el claro reflejo verdusco. Ha
vuelto, pensó. Y en el mismo instante, tan inmediatamente posterior que se
confundió con el anterior, cantaba, nuevamente él mismo. En el segundo verso,
pequeña contracción, tenía nuevamente entre los dedos el pedazo de vidrio
luminoso. Pero antes de que la mano sangrara, se habría preparado un trago,
aunque fuera de mañana, y lo bebía lento, intenso. Antes de tragar el líquido,
su cuerpo alcanzó vértices súbitos, enmarcando el dibujo de un rostro apoyado
sobre una de las manos abiertas, los ojos fijos en la distancia.
Fue un día movido, aquel. Su cáscara se partía y se rehacía,
atardecer sombrío y mediodía refulgente intercalados. Fumó demasiado, sin
terminar ningún cigarrillo. Bebió muchos cafés, dejando un resto en el fondo de
las tazas. Se exaltó, se ausentó. En el intervalo de la ausencia, se distraía
en llamarla también, entre susto y fascinación,
No pudo. Aquello dejó de importarle. Tomado a intervalos por
lo anónimo, atravesó la tarde, varó la noche, entró madrugada adentro para
encontrar la mañana siguiente, y otra tarde, y otra noche aún, y nueva
madrugada, y así por el estilo. Durante años. Hasta que las sienes se volvieron
grises, hasta que se profundizaron los surcos en torno de los labios. Hubiera
una pausa, habría pedido ayuda, aunque no supiera bien a quién ni cómo. No
hubo. Pero porque las cosas son así, tal vez por cierta magia, predestinaciones,
señales o simplemente casualidad, quién lo sabrá, o aún porque es natural que
así fuera, y menos que natural, inevitable, fatalidad, trágicos encantos -en
fin, hubo un día, marco, en que lo tocaron suavemente en el hombro.
Él miró hacia el costado. Al costado había Otra Persona.
Algo estalló, partido en pedazos. A partir de entonces, todo
fue aún más complicado. Y más real.
FIN
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