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martes, 30 de enero de 2024

TRANSFORMACIONES .- Caio Fernando Abreu

 


 

Para Domingos Lalaina Jr.

Como fiebre, a veces a él le bajaba esa sensación de que nada saldría bien nunca, que todos los esfuerzos serían siempre inútiles, y que nada se modificaría de forma alguna. Más que sensación, una densa certeza viscosa que impedía cualquier movimiento en dirección a la luz. Y más allá de la certeza, la premonición de un futuro donde no habría el menor esbozo de una especie no sabía si de esperanza, fe, alegría, pero seguramente algo así.

Eran días detenidos, esos. Por más que se moviera en gestos cotidianos -despertar, comer, caminar, dormir-, dentro de él algo permanecía inmóvil. Como si su cuerpo fuera solo el marco del dibujo de un rostro apoyado sobre una de las manos, los ojos fijos en la distancia. Se ausentó, dirían al verlo, si lo vieran. Y no sería verdad. En esos días, estaba presente como nunca, tan pleno y cerca dentro de lo que llamaría -si tuviera palabras, pero no las tenía o no quería tenerlas- vaga y precisamente: La Gran Falta.

Era translúcida y helada. Si tuviera ojos, serían seguramente verdes, con remotas pupilas. A la orilla de la playa cierta vez había encontrado un pedazo de botella tan pulido por las olas, arenas y vientos que brillaba al sol, pequeña joya errante. Lo apretó entre los dedos, sintiendo un frío anestésico que le impedía notar las gotas de sangre que brotaban tibias de la palma de su mano. Era así. La Gran Falta. Pudieran verlo, pudiera verse, verían también la sangre, él y los otros. Sucede que se volvía invisible en esos días. Mirándose al espejo, sabía de inmediato que estaba dentro de Ella. En el vidrio, además de él mismo, sólo encontraba un claro reflejo verdusco.

Ella estaba tan dentro de él como él dentro de Ella. Intrincados, a punto de volverse al mismo tiempo fondo y superficie del otro. Se mitigaba a veces en el transcurso del día, nubes que se disipan, turbio de agua que clarea hasta caer la noche y sorprenderlo nítido, pasado en limpio, pasado en blanco. Entonces sonreía, llamaba por teléfono, cantaba o iba al cine. Pero otras veces se adensaba como cielo cada vez más oscuro, turbio agitado que sube desde el fondo, vidrio empañado. Sin dormir, fosforecía entre las sábanas escuchando los ruidos de la madrugada que llegaban como ahogados por una gruesa capa de algodón. Se disipaba o se concentraba a la mañana siguiente y, concentrándose, no era una mañana siguiente, sino apenas una fluida y mansa continuación sin tropiezos.

Su mayor miedo era el destemor que sentía. Integro, sin penas ni carencias ni expectativas. Entero, sin memorias ni fantasías. Hasta un no-miedo sentía, porque no resultar era la forma natural de ser de las cosas, inmodificables, irreductibles a cualquier tipo de esfuerzo. Fuera íntimo de las aguas o de los aires, tendría quién sabe parámetros para comprender ese quieto deslizar de pez, de ave. Criatura de la tierra, su temor era quién sabe perder el apoyo de los pies. Y criatura del fuego, La Gran Falta crepitaba en llamas dentro de él.

Su invisibilidad mientras tanto no lo hacia invisible: lo encuadernaba meticulosa en un determinado cuerpo y una voz particular y unos gestos habituales y algunas muecas personales que, aparentemente, eran él mismo. Por eso no es verdad que no lo verían. Verían y veían, sí, esa cáscara reproduciendo con perfección lo externo de él. Tan perfecto que ni siquiera provocaba sospechas aumentando las pausas entre las palabras, demorando la mirada, ralentizando el paso de ese falso cuerpo. Atrás de la cáscara, sin embargo, el cristal encandecía. Debajo de la tierra, fuego fatuo soterrado tan profundamente que la piel ni relucía.

Algo que jamás tendría, y tan consciente estaba de esa para siempre ausencia que, por paradojal que parezca, era completo en ese estado de carencia plena. Eso sucedía sólo cuando estaba dentro de Ella, ya que al desembarcar, en vez de sonreír o hacer algo, frecuentemente se limitaba a llorar con pena como si apenas el dolor fuera capaz de devolverlo al estadio anterior. El dolor desconsolado e inconsolable, en sollozos que lo sacudían cada vez más fuertemente, en cada uno de ellos partiéndose la cascara, quebrándose el marco, rajándose el vidrio, apagándose el fuego.

Como otra especie de felicidad, ese librarse de una también felicidad. Emergido, chapoteaba en emociones: tenía deseos violentos, pequeñas gulas, urgencias peligrosas, ternuras melosas, odios virulentos, excitaciones insaciables. Escuchaba canciones lastimeras, bebía para despertar fantasmas distraídos, releía o escribía cartas apasionadas, desbordantes de rosas y de abismos. Exhausto, entonces, se ahogaba en un sueño por momentos sin sueños, por momentos -cuando el ensayo general de las emociones artificialmente provocadas (pero que algún día, en otro plano, el terrenal donde, suponía, le gustaba pisar, sucederían realmente) no era suficiente- poblado por reptiles fríos, que intentaban enlazarlo con tentáculos pegajosos y verdes ojos de pupilas verticales.

No sabría decir con seguridad cómo ni cuándo sucedió. Pero un día -cierto día, un día cualquiera, un día banal- se dio cuenta que. No, realmente no sabría decir al menos de lo que se había dado cuenta. Pero fue así: mirándose al espejo, por la mañana, percibió el claro reflejo verdusco. Ha vuelto, pensó. Y en el mismo instante, tan inmediatamente posterior que se confundió con el anterior, cantaba, nuevamente él mismo. En el segundo verso, pequeña contracción, tenía nuevamente entre los dedos el pedazo de vidrio luminoso. Pero antes de que la mano sangrara, se habría preparado un trago, aunque fuera de mañana, y lo bebía lento, intenso. Antes de tragar el líquido, su cuerpo alcanzó vértices súbitos, enmarcando el dibujo de un rostro apoyado sobre una de las manos abiertas, los ojos fijos en la distancia.

Fue un día movido, aquel. Su cáscara se partía y se rehacía, atardecer sombrío y mediodía refulgente intercalados. Fumó demasiado, sin terminar ningún cigarrillo. Bebió muchos cafés, dejando un resto en el fondo de las tazas. Se exaltó, se ausentó. En el intervalo de la ausencia, se distraía en llamarla también, entre susto y fascinación, La Gran Indiferencia o La Gran Ausencia, o La Gran Partida, o La Gran, o La, o. En el intento o la esperanza de, quién sabe, nombrarla para poder así controlarla.

No pudo. Aquello dejó de importarle. Tomado a intervalos por lo anónimo, atravesó la tarde, varó la noche, entró madrugada adentro para encontrar la mañana siguiente, y otra tarde, y otra noche aún, y nueva madrugada, y así por el estilo. Durante años. Hasta que las sienes se volvieron grises, hasta que se profundizaron los surcos en torno de los labios. Hubiera una pausa, habría pedido ayuda, aunque no supiera bien a quién ni cómo. No hubo. Pero porque las cosas son así, tal vez por cierta magia, predestinaciones, señales o simplemente casualidad, quién lo sabrá, o aún porque es natural que así fuera, y menos que natural, inevitable, fatalidad, trágicos encantos -en fin, hubo un día, marco, en que lo tocaron suavemente en el hombro.

Él miró hacia el costado. Al costado había Otra Persona. La Otra Persona lo miraba con atentos ojos castaños. Los atentos ojos castaños eran tibios, levemente preocupados, un poco expectantes. Las transformaciones se habían acelerado tanto que, en un primer momento, no supo decir si la Otra Persona lo veía a él o a Ella, si se dirigía al marco, a la cascara, al cristal o al dibujo, al cuerpo original, a las gotas de sangre. Eso en un primer momento. En un segundo, tuvo absoluta seguridad que había dejado de ser invisible. La Otra Persona miraba una cosa que no era una cosa, era él mismo. Él mismo miraba una cosa que no era una cosa, era Otra Persona. El corazón de él latía y latía, lleno de sangre. Posada sobre su hombro, la mano de la Otra Persona tenía venas llenas de sangre, latiendo suaves.

Algo estalló, partido en pedazos. A partir de entonces, todo fue aún más complicado. Y más real.

 

FIN

 

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