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martes, 30 de enero de 2024

OCTAVO PECADO .- Mauricio Absalón

 


 

Más prudente y seguro hubiese sido cimentar la clasificación sobre los actos habituales del ser humano, así como también sobre los que ejecuta ocasionalmente, siempre ocasionalmente, que no sobre la hipótesis de que la Divinidad lo obliga a ejecutarlos

Edgar Allan Poe (El demonio de la perversidad)

 

Café está bien, gracias, y termino la idea: Dicen que el amor es algo que no puede explicarse. Esto es porque cada quien tiene un concepto diferente y porque al final, la visión del amor tangible sirve para no caer en la desesperación. ¿Te gustan sus senos firmes y las nalgas redondas? ¿Te parece dulce y acogedora? Lo que quieres es aparearte, animal. ¿Admiras su inteligencia y capacidad de análisis? Lo que quieres es masturbarte a cuatro manos, ególatra. Si tuviera ligeramente desviada la nariz, oliera un tanto diferente o su risa fuera más estruendosa, no sentirías lo mismo y, aun los defectos que le conoces sirven para asimilar los propios. Mientras nada cambie, estás atrapado. Genética y psicología, ¿amor? Es un eufemismo para la mezcla del deseo con el miedo. Sí, miedo.

Con ella jugué al póker; mis manos abiertas y las suyas cerradas. Desarmado de mentiras mostré la nobleza del que oculta la realidad anteponiendo hechos ciertos; la exquisita representación de la mentira en la tibia intimidad de la verdad desnuda. Dejé que falseara con suspiros calculados y miradas insinuadoras. Dejé que viera un yo arrebatado por ínfimas posibilidades, alegre en ensoñaciones y deseos altos, virtuosos. Luego, por unas horas, tuve la oportunidad real. Descuida, debes escuchar hasta el final.

Es el miedo motor de la gente y no el amor; el miedo es real. No temer a la trampa terrible es primordial para sobrevivir. Hay que dejarse caer en las trampas y desde ahi elaborar escapatorias dignas de Houdini, Ulises o Dante. Lo horripilante es la posibilidad de caer en el infierno, no el hecho consumado de pertenecer a las llamas. Sabiendo esto, casi siempre se gana. ¡Ya sé que no piensas igual! Trato de convencerme, no convencerte.

Meses transcurridos en profundas charlas donde uno va dejando hilos sin enhebrar y abstracciones simbólicas; arquetipos y deseos velados tras el lenguaje corporal y los tonos inocentes de una voz confidente. Luego, uno de los hablantes cae en cuenta de la “verdad” que siempre estuvo frente a sus ojos, elabora ideas “propias” y construye definiciones en derredor de lo que quiere, desea, anhela. El otro hablante, en cambio, lee y aprovecha el momento en que la manipulación ha surtido efecto.

La última plática en su departamento, fue una soga que se enredó durante horas sobre una estaca hundida en arenas viejas. Una soga nudosa de tristeza y melancolía que oprimía el tórax de ambos en un abrazo mortal. Tú lo quieres, él tal vez no te quiera, sabes que yo te quiero, tú me quieres un poco. Parece triste, ¿no? Sólo para quién cree que esto se trata de tristeza. Ella creía sentirse triste; en realidad tenía miedo. Miedo de la posibilidad del rechazo que, si bien conocía, siempre había estado del lado del que rechaza. Viejas fotos en sepia de alegrías pasadas, canciones alegóricas a la soledad, lecturas de autores románticos y un brindis por los éxitos laborales crearon la sensación de vacío que yo estaba buscando. Nos quedamos callados un rato; después me miró y quiso que le dijera algo que llenara el silencio que tras plagar la habitación, comenzó a buscar debajo de su piel. Me levanté a la cocina, pretextando la necesidad de un cuchillo para untar el pan que compartíamos. Quería comenzar mi discurso de espaldas, luego, en un acto de total planificación, acercarme lento, mirando apenas, demostrando en mi camino hacia el sillón que no había nada que temer, que yo estaba ahí.

Por alguna razón oculta en las oscuridades de mi mente, el cuchillo que tomé era, por mucho, más apropiado para cortar un gran trozo de carne que para untar de mantequilla un pan. Lo blandí de un lado a otro en mi discurso de convencimiento y ella no apartó la mirada aterrada del instrumento de cocina. Tardé en darme cuenta que cada palabra dicha carecía de significado, tardé tanto como los trenes que llegan para recoger a nadie. Incluso cuando dejó que me sentara entre sus piernas, incluso cuando aproximé mi aliento al suyo, no solté el cuchillo.

Me detuve. No te alarmes. Salí de ahí sin intenciones de regresar; escapé tan rápido que me llevé el cuchillo encerrado en un puño.

¿Recuerdas que mencioné que mientras nada cambie, se permanece atrapado? Bueno, su miedo cambió. Y eso es más contundente que el aroma del cabello o los centímetros de cintura. Cambió su miedo a la soledad por miedo a mi y de pronto, así, dejó de interesarme. Por eso vengo aquí, ¿sabes?

Verás: Últimamente he perdido el interés en muchas cosas y, como un salvavidas, interesarme en este asunto me salvó de ahogarme. ¿Sabes por qué eliminaron el octavo pecado de la lista de capitales? Mentira que sea lo mismo que la Soberbia. Si la gente identifica el Desperatio, puede luchar contra él. Desconocerlo los lleva a las iglesias en manadas. Pero yo necesito volver a interesarme y, tras meditarlo mucho, sé lo que debo hacer. Sabes que eres ese él del que hablamos ella y yo, ahora sé que también estás… ¿enamorado? de ella. ¿Logras vislumbrar mi plan? ¡Calma! Es sólo un cuchillo… sí, el mismo. Resulta poético, ¿no? Entiende, no tengo nada contra ti, incluso, te aprecio un poco, pero… Necesito su miedo de vuelta: necesito que le tema a estar sola y no a mí. Necesito su desesperanza más que la mía.

 

FIN

 

Mauricio Absalón escribe Ciencia Ficción y Terror, aunque le gusta escribir de todo en realidad y que el género sea un recurso, no tema. Ha publicado en las revistas electrónicas Axxon y Forjadores y en tres antologías impresas de cuentos junto con otros autores.

 

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